Natural de Moscú, de padre armenio-georgiano y madre rusa, casado y con una hija graduada por la Universidad de Columbia, Serguéi Lavrov es solo dos años mayor que Putin y, al igual que él,
empezó a escribir su historial de servicios al Estado soviético mucho antes del colapso de 1991, en plena era Brezhnev. Si el futuro hombre fuerte de Rusia se adiestró en el aparato de inteligencia con los galones de oficial del KGB, su futuro ministro de Exteriores hizo
carrera en el cuerpo diplomático a partir de su graduación en 1972 en el Instituto Estatal de Relaciones Internacionales de Moscú (MGIMO), cantera de muchas élites de la URSS. Su aprendizaje del idioma cingalés le cualificó para recibir un primer destino como asesor y agregado en la Embajada soviética en Sri Lanka. En 1976 fue mandado de vuelta a Moscú y en el lustro que siguió desempeñó funciones burocráticas en los escalafones medios del Departamento de Organizaciones Económicas Internacionales del Ministerio de Asuntos Exteriores, cuyo titular era Andréi Gromyko.
En 1981 Lavrov recaló por primera vez en una misión internacional que iba a conocer como el mejor experto, la Representación Permanente de la Unión Soviética ante la ONU, en calidad de primer secretario y asesor jefe del embajador Oleg Troyanovsky. Reclamado de nuevo para el servicio doméstico, en 1988, con la Glasnost y la Perestroika de Gorbachov en marcha, fue ascendido a vicedirector del Departamento de Relaciones Económicas Internacionales y dos años después recibió la jefatura del Departamento de Organizaciones Internacionales. Por aquel entonces, su superior directo era el ministro
Eduard Shevardnadze.
Los históricos sucesos de 1991 no alteraron la carrera de Lavrov en el Ministerio de Exteriores, que dejó de ser el de la URSS y pasó a ser el de la flamante Federación Rusa. En abril de 1992 el presidente
Borís Yeltsin le nombró
viceministro de Asuntos Exteriores, convirtiéndose así en la mano derecha del ministro Andréi Kozyrev, una de las más importantes figuras del ala liberal del yeltsinismo.
En septiembre 1994 Lavrov retornó a Nueva York para reemplazar a Yuli Vorontsov como
representante permanente de Rusia ante la ONU. En la década que siguió, el embajador
defendió con brío los intereses nacionales de Rusia, desde 2000 presidida por Putin, durante la transición desde el orden mundial virtualmente unipolar, con clara supremacía de Estados Unidos, salido del final de la Guerra Fría hasta la reconfiguración del sistema internacional por la globalización descentralizadora y la emergencia de otras (viejas y nuevas) grandes potencias. Empezando por una Rusia cada vez más autoconfiada y asertiva, decidida a reconstituir todo lo que se pudiera del anterior espacio soviético, pero ahora bajo el prisma del nacionalismo ruso, con un pie en la tradición imperial de los zares.
Por la mesa neoyorkina de Lavrov, que le tocó ocupar el puesto rotatorio, mensual, de presidente del Consejo de Seguridad de la ONU en siete ocasiones, pasaron crisis y conflictos como las intervenciones de la OTAN contra el bando serbio en los conflictos de Bosnia-Herzegovina y Kosovo, los atentados del 11-S, la guerra contra el terrorismo, el derrocamiento del régimen talibán afgano y la invasión anglo-estadounidense de Irak, operación bélica fundada en falsas justificaciones y que fue frontalmente rechazada por Rusia, colocada esta vez en el lado del derecho internacional. Ya en aquella época, Lavrov se labró una
reputación de diplomático poco amigo de florituras verbales, de mente aguda, con un gran dominio conceptual de los asuntos y proclive a las declaraciones cortantes, listo para dejar fuera de juego a cualquier interlocutor mal preparado. Evocando al célebre Gromyko, se ganó el remoquete de "nuevo
Mr. Nyet" por su uso frecuente del veto o de la amenaza del mismo en las sesiones del Consejo de Seguridad. Los periodistas acreditados en la ONU y colegas de otros equipos diplomáticos le describían como un hombre que en las distancias cortas podía ser hosco o intimidatorio, o bien ingenioso e irónico. Amén de fumador empedernido, hasta el punto de ignorar abiertamente la prohibición impuesta por el secretario general Kofi Annan de fumar en el interior del complejo de la Sede de la Organización.
Uno de los documentos en los que Lavrov estampó su firma en este período fue, durante la IV Cumbre de la OSCE celebrada en la capital húngara en diciembre de 1994, el conocido como Memorándum de Budapest, por el que Ucrania, Bielarús y Kazajstán obtenían garantías de seguridad de Rusia (y de Estados Unidos y el Reino Unido) a cambio de renunciar a su parte del arsenal nuclear heredado de la URSS y su adhesión al Tratado de No Proliferación Nuclear. Unas garantías por parte de Rusia que, años más tarde, la anexión de Crimea, la instigación por Moscú de la separación de los prorrusos de la región oriental del Donbás y, ya en 2022, la invasión a gran escala de toda Ucrania iban a convertir en papel mojado.
IMPERTURBABLE LUGARTENIENTE CIVIL DE VLADÍMIR PUTIN
El
9 de marzo de 2004 Putin, al filo de su primer mandato presidencial de cuatro años,
nombró a Lavrov ministro de Asuntos Exteriores para suplir a Igor Ivánov, a su vez transferido al puesto de secretario del Consejo de Seguridad de la Federación Rusa (SBRF). Lavrov, todo un experimentado veterano ya a sus 54 años,
debutó en el Gobierno del primer ministro
Mijaíl Fradkov. En los 16 años siguientes, iba a ser
confirmado sin novedad en los gabinetes de
Víktor Zubkov (2007-2008), Putin (en el cuatrienio, 2008-2012, cuando
Dmitri Medvédev fungió de presidente), Medvédev (en 2012-2020, coincidiendo con los mandatos presidenciales tercero y cuarto de Putin) y por último, desde enero de 2020,
Mijaíl Mishustin. De entre todos los ministros, altos funcionarios de la Federación y miembros del SBRF, órgano del que es el integrante permanente más antiguo sin cambiar de cargo, Lavrov
se ha proyectado como el menos gris e impersonal de los dignatarios a las órdenes de Putin, de cuyas disposiciones, dentro de un sistema de mando muy vertical, es igualmente simple correa de transmisión, aunque su visibilidad internacional y su particular estilo le han permitido
imprimir un sello propio cara al público.
La
durabilidad de Lavrov en el Ministerio ruso de Exteriores se aprecia quizá mejor si se recuerda que
en el mismo período Estados Unidos ha tenido siete secretarios de Estado de cuatro administraciones diferentes, desde
Colin Powel hasta el actual
Antony Blinken, pasando por
Hillary Clinton o
Mike Pompeo.
En todo este tiempo, Lavrov tuvo ocasiones para el entendimiento, como en los acuerdos (2013, 2015) sobre la
desnuclearización de Irán, y otras para la divergencia radical con sus homólogos norteamericanos. Ambas actitudes se apreciaron a lo largo de la compleja
guerra civil de Siria, donde Moscú y Washington apostaron por bandos opuestos, desplegaron tropas de operaciones especiales y aviación (en el caso de Rusia, esta asistencia militar resultó decisiva para el sostenimiento y refuerzo del régimen del presidente Assad) para combatir al ISIS por separado y suscribieron algunos acuerdos de cese de hostilidades que no tuvieron mucho efecto. Ahora bien, en particular a raíz del
estallido de la crisis con Ucrania en 2014 por la caída del presidente prorruso
Viktor Yanukovych y la toma del poder en Kyiv por unas autoridades prooccidentales -sublevación que para Moscú no fue más que un mero golpe de Estado de la ultraderecha ucraniana con las bendiciones de la UE y la OTAN-, las
difíciles relaciones ruso-estadounidenses tendieron inexorablemente hacia la confrontación. Esta quedó un tanto relativizada durante la Administración republicana de
Donald Trump, pero con la llegada en enero de 2021 de la Administración demócrata de
Joe Biden los tonos desabridos recobraron virulencia,
hasta alcanzar su punto más crítico en este comienzo de 2022.
En marzo de 2014, el anuncio por
Barack Obama de
la expulsión de Rusia del G8 en respuesta a la ocupación encubierta y la anexión de la península de Crimea -previa declaración por los prorrusos locales de una república independiente con la solicitud expresa de su incorporación a la Federación Rusa- fue recibida con desdén por Lavrov, quien declaró que el G8 no era más que un "club informal de naciones industrializadas, sin membresías formales, así que nadie puede ser expulsado de él". Para el ministro, Rusia ya tenía muy bien encarrilado el diálogo alternativo con países emergentes y potencias regionales como China, India, Brasil, Irán, Pakistán o Sudáfrica, cooperando fructíferamente con ellos en foros como los
BRICS y organizaciones como la
OCS. Todo ello, en paralelo a las diferentes estructuras de integración comercial (CISFTA), económica (EurAsEC/UEEA) y de seguridad (OTSC) en el ámbito postsoviético de la
Comunidad de Estados Independientes (CEI), donde Rusia es la potencia tutelar y lleva la voz cantante, acatada por Armenia, Bielarús, Kazajstán, Kirguistán y Tayikistán con diversos grados de docilidad. Con esta diversificación de sus tratos internacionales, Rusia esperaba amortiguar el impacto económico, muy negativo pero de todas maneras limitado, de las
primeras rondas de sanciones impuestas por Estados Unidos, la UE y otros países occidentales, enfocadas en personas y empresas, como represalia por el despojamiento ilegal de Crimea. Además, Rusia respondió con sus propias sanciones de tipo comercial.
En agosto de 2013 Lavrov dio la razón al secretario de Estado
John Kerry en el análisis de que, pese a fuertes fricciones como la concesión del asilo al informante Edward Snowden, en modo alguno podía hablarse de una "nueva Guerra Fría" entre Rusia y Estados Unidos. Tres años después, en septiembre de 2016, con las relaciones considerablemente deterioradas, el ministro reiteró que las tensiones del momento no eran comparables a las de la Guerra Fría, ya que aquel fue un conflicto de bipolaridad "ideológica" y ese componente no se daba ahora. En febrero de 2019, tras los anuncios, primero por Washington y acto seguido por Moscú, de las suspensiones del Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio (INF) de 1987, el diplomático ruso
insistió en rechazar la idea de un retorno a la Guerra Fría, aunque sí reconoció que el doble carpetazo al INF suponía el comienzo de una "nueva era". Cuando se trata de sostener los intereses del Estado ruso, Lavrov no ha vacilado en
ejercer músculo geopolítico y en hablar con brusquedad, sin importarle si sus interlocutores le encuentran grosero o desagradable. Ahora bien, él se ve a sí mismo como un
"diplomático pragmático", uno que "no cree en la ideología en las relaciones internacionales".
Durante años, Lavrov se dirigió a sus interlocutores estadounidenses con el respeto del que entiende que dialoga entre iguales. En cambio,
los líderes de la Unión Europea advirtieron cómo el tono hacia ellos se volvía displicente. Todavía en enero de 2014, en pleno Maidán ucraniano, Rusia y la UE celebraron en Bruselas su trigésimo segunda Cumbre bilateral, a la que asistieron Putin y Lavrov por la parte rusa, y
Herman Van Rompuy,
José Manuel Durão Barroso y
Catherine Ashton por la parte europea. Poco después, la anexión de Crimea detonó la primera andanada de sanciones europeas y este formato de cumbres quedó interrumpido sine díe. Posteriormente, el Parlamento Europeo, descontento por la irreversibilidad de la anexión de Crimea, el patrocinio ruso de las repúblicas rebeldes del Donbás, las
injerencias en los asuntos de varios estados miembros y las violaciones internas de los derechos humanos (las tres últimas imputaciones eran rechazadas con acritud por Moscú), dejó definitivamente en el dique las negociaciones, ya interrumpidas desde 2012, para la renovación del Acuerdo de Colaboración y Cooperación de 1997. Muchos representantes europeos empezaron a cuestionar la fiabilidad de Rusia como "socio estratégico", pero Rusia, y aquí Lavrov no se anduvo con rodeos, dejó claro a la UE que ella, menos si se dedicaba a imponer sanciones y a lanzar "ultimatos", no figuraba entre sus prioridades.
Por lo menos desde 2014, sin duda un año clave, entre los gobiernos e instituciones de la UE ha cundido la convicción de que Rusia tiene a esta como objetivo de una serie de
campañas de desinformación y propaganda, ciberataques, operaciones de inteligencia y erosión política, esta última advertida en el estímulo y apoyo financiero de los pujantes partidos populistas, nacionalistas o radicales, tanto de derecha (en su mayoría) como de izquierda, que formulan un discurso euroescéptico o eurófobo. Otro elemento perturbador de las relaciones ruso-europeas percibido como profundamente hostil desde la UE han sido los envenenamiento con agentes radioactivos y químicos de los ex agentes secretos, ambos asilados en el Reino Unido, Alexander Litvinenko (fallecido en 2006) y Serguéi Skripal, crímenes en los que Rusia ha negado airadamente cualquier participación. Una panoplia "no convencional" de acciones "tóxicas" que ha llevado a muchos analistas y académicos a identificar una
"guerra híbrida" de creciente intensidad contra la UE por parte de Rusia, la cual también ha sabido jugar la carta de la
dependencia energética de su gas, patente en el polémico proyecto del gasoducto Nord Stream 2 con Alemania.
Hasta el día de hoy, comentaristas de política internacional han relacionado al astuto y rocoso Lavrov con la extraordinaria proliferación de las
fake news, los bulos anónimos, los bots y el troleo de Internet, una formidable maquinaria tecnológica y humana dedicada a socavar la confianza de los ciudadanos en una UE acuciada por numerosas crisis y a apuntalar los relatos de Rusia, ya sea en lo referente al conflicto de Ucrania o en episodios concretos como el derribo con un misil, probablemente disparado por los separatistas del Donbás, del Vuelo 17 de Malaysia Airlines en 2014. Así,
el Ministerio de Exteriores, a través de su red de embajadas, viene siendo un actor muy dinámico en la difusión de mensajes de propaganda, junto con la comunicación periodística de los grandes medios estatales con proyección internacional, como la cadena de televisión RT y la agencia de noticias Sputnik.
(Cobertura informativa hasta 26/2/2022)