Repensar el Sur Global más allá del dualismo cartesiano: la emergencia de la conciencia ambiental

Diego Crescentino, profesor ayudante doctor, Universidad de Deusto. d.crescentino@deusto.es. ORCID: http://orcid.org/0000-0002-0780-199X
Sergio Caballero, profesor titular, Universidad de Deusto. sergio.caballero@deusto.es. ORCID: http://orcid.org/0000-0002-5244-1647
En las últimas tres décadas, el concepto de Sur Global ha experimentado una transformación notable, evidenciando una desconexión entre su dimensión geopolítica y su identidad de resistencia y resiliencia. Este artículo analiza el discurrir histórico de dicho concepto para abordar el dualismo cartesiano que existe en la actualidad. Para ello, se adopta una metodología de análisis cualitativo que parte de una revisión teórica y conceptual general hasta aterrizar en una agenda específica: la medioambiental. Esta agenda permite examinar empíricamente la tensión entre dos modelos antagónicos: el extractivismo, asociado a dinámicas geopolíticas, y la resistencia, vinculada a la defensa de territorios y comunidades. El estudio concluye con reflexiones críticas sobre la instrumentalización del concepto de Sur Global y la cooptación epistémica, a la par que abre líneas de investigación de futuro.
El uso del concepto de Sur Global ha ido ganando relevancia en los últimos años. En un mundo globalizado donde han proliferado explicaciones geopolíticas referidas a unos poderes tradicionales en declive y a un ascenso de economías emergentes como China, la metáfora de un Sur Global que antagoniza con un Norte Global ha gozado de predicamento entre los académicos, hasta el punto de ser utilizada también por la ciudadanía en general. No obstante, los acercamientos y reflexiones al respecto son muy variados (Shidore, 2024), según se ponga el foco en los poderes tradicionales y cómo estos pretenden conservar su posición hegemónica, o, por el contrario, en las sociedades del Sur y cómo estas aspiran a generar sinergias en aras de un mayor desarrollo. Cabe destacar que la idea del Sur Global es un concepto esquivo que ha ido mutando según la época y en función del actor político que lo ha esgrimido. Así, desde la visión histórica del Tercer Mundo como proyecto (Prashad, 2012), sustentada en la resistencia antiimperialista y de solidaridad compartida durante el período descolonizador tras la Segunda Guerra Mundial, se ha transitado por diversas fases (Caballero y Crescentino, 2025) hasta llegar al uso geopolítico actual del concepto. A través de este abordaje, se entiende el Sur Global como un actor heterogéneo y antagónico de las tradicionales potencias occidentales.
En este contexto, el objetivo de este artículo pivota, en primer lugar, sobre la necesidad de clarificar conceptualmente el Sur Global, deslindando, por un lado, sus orígenes de resistencia identitaria que sobreviven hasta la actualidad y, por otro, la instrumentalización geopolítica de la que han hecho gala actores tales como China. De esta forma, a través de una interpretación histórico-conceptual, se analizará esta dualidad cartesiana con el objetivo de diferenciar, por un lado, los rasgos identitarios vinculados a una experiencia compartida de subyugación y resistencia transnacional –articulada en torno a ciertas agendas políticas–y, por el otro, aquellos que promueven un esquema geopolítico dicotómico. Ahondando en ello, en segundo lugar, el artículo se focalizará en una de esas agendas específicas, como es la medioambiental, en la medida en que la profundización de su agenda nos habilita empíricamente para contraponer la susodicha dualidad cartesiana. En definitiva, se contraponen los modelos (y las conceptualizaciones y cosmovisiones que subyacen a los dos modelos) en aras de visibilizar en qué medida el Sur Global puede ser realmente entendido como una identidad colectiva resiliente o como una estrategia para modificar el tablero de ajedrez geopolítico.
Este recorrido histórico-conceptual y esta metodología de lo más general a lo más concreto nos permitirán llevar a cabo una reflexión holística y con suficiente perspectiva y, al mismo tiempo, lo suficientemente aterrizada a una temática actual, pertinente y neurálgica como es la agenda medioambiental, para poder extraer conclusiones relevantes, así como abrir nuevas líneas de investigación.
Trazar el Sur sin perder el Norte
Aunque para encontrar los primeros trazos de la idea de Sur Global como resistencia y contestación a los estados europeos modernos cabe retrotraerse a los movimientos independentistas de los siglos xviii y xix en América Latina y, posteriormente, a las descolonizaciones en África y Asia a lo largo del siglo xx (Caballero y Crescentino, 2025), aquí nos centraremos más específicamente en el período de la Guerra Fría, cuando se acuña y consolida el concepto. Es en esta etapa cuando se fijan los rasgos identitarios y el «pegamento común» que aglutina a unas sociedades que se autoperciben como políticamente colonizadas, económicamente explotadas y geopolíticamente instrumentalizadas en la contienda bipolar. Así, hay cierto consenso en considerar la Conferencia de Bandung de 1955 como el disparador de un movimiento internacionalista gestado en lo que entonces se llamó el Tercer Mundo (Escobar, 2007). En su origen, este movimiento englobó a 29 países periféricos del Sudeste Asiático, Asia Meridional, el mundo árabe y el África subsahariana, así como a alrededor de 30 movimientos de liberación nacional de distintas regiones. Ese embrionario Sur Global se definía entonces por el antiimperialismo antirracista que promovía una democratización del orden global, reclamando para sí una voz y una cuota de poder en el escenario mundial, de la mano de gritos por la paz (reducción de los ejércitos y las armas de destrucción), contra el hambre (consecuencia del legado colonial y en pro de un desarrollo vinculado al comercio internacional sin trabas) y en pro de una justicia internacional (Prashad, 2012: 45). Tal posicionamiento se vio reflejado tanto en las políticas exteriores desplegadas por los países participantes, en especial por líderes como Sukarno (Indonesia), Nehru (India) y Nasser (Egipto), como en el relacionamiento con otros actores internacionales. Con todo, esta noción no revelaba una lectura geopolítica explícita.
El recorrido desde Bandung, pasando por la primera reunión pro paz del Movimiento de Países No Alineados (MNOAL) de Belgrado en 1961, desembocó en lo que comúnmente se entiende como el epicentro de la configuración del Sur Global y sus reivindicaciones por un desarrollo igualitario vinculado a un comercio internacional sin obstáculos: el Grupo de los 77 (G-77), que se constituyó en el seno de la Conferencia de Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) en 1964. Es en el G-77 donde surgen los planteamientos de cómo estar en el mundo y cómo diseñar instrumentos para redefinir las relaciones internacionales (por ejemplo, la propuesta de un Nuevo Orden Económico Internacional [NOEI] en 1974).
No obstante, al mismo tiempo que las adhesiones al grupo fueron creciendo (actualmente el G-77 cuenta con 134 miembros), sus rasgos identitarios y los elementos que fungieron como aglutinantes en su origen han ido difuminándose y, en gran medida, algunas de las señas de identidad han sido resignificadas o cooptadas en una suerte de instrumentalización geopolítica. En algunos casos, la propia tensión bipolar entre las superpotencias forzó, en cierta manera, un alineamiento político-ideológico de algunos de esos países hacia Estados Unidos o la Unión Soviética; en otros, los que quisieron desarrollar mecanismos tendentes a adquirir mayor autonomía (por ejemplo, en la región latinoamericana) acabaron siendo disciplinados por la fuerza a través de operaciones más o menos encubiertas. El caso más paradigmático es, quizás, el apoyo de la CIA al golpe de Augusto Pinochet en Chile en 1973, pero también destacan la intervención en Guatemala en 1954 para derrocar a Jacobo Árbenz o la operación Brother Sam en el golpe contra João Goulart en Brasil en 1964, ambos con apoyo estadounidense. En definitiva, se sentaron las bases para ir mitigando los desafíos conceptuales contrahegemónicos y las críticas a la modernidad capitalista en aras de dar paso a posicionamientos geopolíticos de adscripción y alianzas con las potencias.
Aunque es ampliamente reconocido el artículo académico de 1969 del intelectual y activista Carl Oglesby (1969) como el lugar donde se menciona por primera vez el concepto de Sur Global, no fue hasta tras la crisis del petróleo de 1973 y la creación del G-7 en 1975 cuando las referencias a las relaciones centro/periferia fueron oficialmente traducidas como la división Norte-Sur en las instituciones multilaterales. A través de la denominada «línea Brandt», el concepto de «Tercer Mundo» se vio transformado progresivamente en el de «Sur», introducido por los informes de la Comisión Independiente sobre Asuntos de Desarrollo Internacional (Comisión Brandt), conocidos como «Norte-Sur: Un programa para la supervivencia» (1980) y «Crisis común Norte-Sur: Cooperación para la recuperación mundial» (1983). Sin embargo, la respuesta del presidente estadounidense Ronald Reagan y la primera ministra británica Margaret Thatcher en la primera y única Cumbre Norte-Sur, celebrada en Cancún en 1981, dio por concluidas las negociaciones. Este momento marcó las bases para el auge del neoliberalismo, impulsando un modelo de desarrollo desigual del Sur, con un énfasis en el crecimiento de ciertas potencias emergentes. En este sentido, en paralelo con el fin de la Guerra Fría materializada con la caída del muro de Berlín en 1989, el período de hegemonía unilateral estadounidense que emanó del Consenso de Washington (1989) dejó en un primer momento cierta libertad de acción, que se tradujo en la proliferación del nuevo regionalismo (década de 1990) en todos los continentes. Con la intensificación de la globalización en el cambio de milenio, la difusión y popularización de los términos combinados Sur y Norte Global fue súbita, y su uso se multiplicó exponencialmente. Vinculadas por la lógica común de la nueva geografía de la producción (Prashad, 2012), las cadenas globales de valor fueron integrando progresivamente sus modelos de desarrollo en sistemas productivos interdependientes.
No obstante, ya en los albores del siglo xxi, ello derivó en una creciente competencia geopolítica entre unos poderes tradicionales –Estados Unidos, cuyo liderazgo se vio erosionado en términos de legitimidad internacional tras la invasión ilegal e ilegítima de Irak en 2003, y una Unión Europea fragmentada por divisiones internas respecto a dicho conflicto— y unas potencias emergentes, cuyo ascenso se consolidó con la adhesión de China a la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001 y la posterior articulación de la plataforma de los BRIC (Brasil, Rusia, India y China), categoría popularizada por Jim O’Neill en su informe para Goldman Sachs de 2001. Este nuevo escenario global, que sufrió una nueva vuelta de tuerca con la crisis financiera internacional de 2008, profundizó la idea de una contraposición entre los dos modelos de las grandes potencias económicas, tecnológicas y militares del momento: Estados Unidos y China.
Es en esta coyuntura crítica donde los BRICS (ya con la adhesión de Sudáfrica en 2010 y con la ampliación a otros actores a partir de 2023) se han valido de las narrativas discursivas y agendas históricas del Sur Global para contraponerse a lo que se daba en llamar Occidente (Stuenkel, 2023). No obstante, lejos de encarnar los ideales identitarios y de resiliencia que originaron el concepto, los BRICS han incorporado sin gran debate ni cuestionamiento los principios del desarrollo económico, de manera profundamente vinculada a la dependencia de sus modelos productivos a las cadenas globales de valor, y el modelo de relaciones internacionales que inicialmente criticaban (Stuenkel, 2024). Es por ello por lo que se antoja indispensable mencionar aquí las agendas que aglutinan al Sur Global. Esto permitirá deslindar en qué medida la adscripción de los países que se identifican como parte de este grupo es genuina, o solo una mera instrumentalización discursiva para ganar legitimidad y mejorar su prestigio reputacional. Así pues, las susodichas agendas estarían vertebradas por cuatro grandes ejes: i) autonomía política e institucional del Estado moderno; ii) autosuficiencia económica y modelo de inserción internacional; iii) diversidad e inclusión social frente a homogeneización y genocidios epistémicos, y iv) ambientalismo y desarrollo sostenible frente a los neoextractivismos y la paradoja de la transición verde.
En un trabajo previo (Caballero y Crescentino, 2025), subrayamos cómo las sociedades del Sur Global, deudoras de experiencias coloniales de explotación económica y de dominación, aspiran de forma prioritaria a reforzar su institucionalidad dadas las dificultades para alcanzar los criterios weberianos de estatidad en el control de su población y territorio. Asimismo, y como ya mostrara el estructuralismo, estos estados han tendido a reproducir las lógicas coloniales en la división internacional del trabajo, desarrollando un modelo económico dependiente de la exportación de materias primas que hace compleja su inserción internacional en la que puedan diversificar sus relaciones económicas e incorporar valor añadido en las cadenas de valor. Además, a nivel epistémico ha primado una imposición cultural donde la división ontológica del ser en términos civilizatorios se ha visto reproducida en el dominio de los saberes y la circulación del conocimiento occidental, a la vez que los saberes endógenos han sido minimizados en aras de una suerte de homogeneización que invisibilice la diversidad; y, por último, también una agenda medioambiental que choca con el modelo extractivista imperante y que será objeto de un análisis más detallado en el próximo epígrafe.
Como hemos señalado, al escudriñar el concepto de Sur Global en el contexto contemporáneo, resulta crucial adoptar un enfoque epistemológico que, desde una posición crítica y de denuncia, cuestione las dinámicas actuales de las relaciones internacionales. El análisis de estas dinámicas ha puesto de manifiesto la perpetuación de una estructura global en la que los estados identificados como parte de este colectivo no han jugado un papel central en la definición de estrategias de inserción internacional. En la mayoría de los casos, dicha inserción se ha visto limitada a contribuir a las cadenas globales de valor a partir de un ordenamiento de los factores productivos con el objetivo de aportar a la exportación de materias primas y productos manufacturados con escaso valor añadido. Incluso cuando dichos estados han intentado trazar estrategias para diversificar sus socios comerciales bajo la utopía de Bandung de la autosuficiencia colectiva, sus esfuerzos han tendido a replicar local, regional o globalmente las desigualdades que caracterizan la división internacional del trabajo denunciada por el estructuralismo. Así, tal reconfiguración de las cadenas globales de valor ha generado nuevas jerarquías entre estos territorios sin alterar las lógicas subyacentes de dependencia y explotación.
Frente a estas dinámicas, tanto una parte de la academia como los movimientos sociales han desempeñado un papel fundamental en la denuncia del dualismo cartesiano que subyace a la geopolítica internacional y sus implicaciones en la reproducción de modelos de desarrollo extractivistas. Estos actores han sido esenciales para identificar y promover alternativas que desafíen sus lógicas, como las prácticas holísticas que buscan integrar el bienestar social y ecológico en los proyectos de desarrollo. Ejemplos de estas propuestas incluyen iniciativas como el Ujamaa en Tanzania, el sumak kawsay de las culturas andinas, o los movimientos de reforma agraria en gran parte de los países del Sur Global, entre muchas otras.
Los Sures en el despertar occidental de la conciencia ambiental
Este apartado se enfoca en la construcción del camino compartido del Sur ante el surgimiento de una conciencia ambiental global, conceptualizando los marcos del Antropoceno y el Capitaloceno. Esto permitirá abordar las contradicciones entre el Sur Global geopolítico y su interpretación como espacio de resistencia. Tales tensiones se hacen evidentes al analizar los debates de la política doméstica y exterior, particularmente en torno al modelo de acumulación y apropiación extractivista –y sus variantes, como el neoextractivismo–, que prevalecen en los países del Sur Global, y las resistencias que surgen desde sus sociedades civiles contra dicho modelo.
La década de 1960 marcó un punto de inflexión en la evolución de las ciencias sociales, caracterizado por una creciente preocupación por las implicaciones ecológicas de la industrialización acelerada derivada de la expansión económica de la posguerra mundial (Eckersley, 2007). Un hito fundamental fue la publicación en 1962 de Primavera silenciosa de Rachel Carson, obra pionera en despertar una conciencia ambiental global al evidenciar la interconexión entre los devastadores efectos de la acción antropogénica sobre el medio ambiente y la salud humana. El éxito de este libro fomentó un interés creciente en la cuestión medioambiental, testimoniando una incipiente transición hacia una mayor conciencia ecológica. En 1972, la publicación del informe The Limits to Growth(Los límites del crecimiento), de Donella y Dennis Meadows, tuvo un profundo impacto en la comunidad científica internacional. Este informe alertaba sobre la insostenibilidad de los modelos de crecimiento exponencial en las economías industriales y extractivistas, destacando cómo factores como el crecimiento demográfico descontrolado y la intensificación de la contaminación estaban llevando a la humanidad al límite de la capacidad productiva del planeta. El análisis predijo que, sin una modificación radical en los sistemas de producción y consumo, el colapso de la civilización podría ser inminente en el transcurso del siguiente siglo. Ante esta situación, la necesidad de actuar era inmediata, lo que implicaba una reconfiguración del modelo de desarrollo orientado a un estado permanente de crecimiento cero.
Este requisito resultaba especialmente problemático debido a las desigualdades políticas, sociales y económicas internacionales, lo que conllevaba un mantenimiento de la pobreza en los países periféricos y un deterioro exponencial de su posición externa, reflejado en su alto nivel de endeudamiento. En el marco del Decenio de Naciones Unidas para el Desarrollo (1960-1970), este debate había abierto nuevas discusiones sobre el orden mundial establecido en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial. Desde 1949, la despolitización del concepto de desarrollo resultante de su traslado al ámbito técnico (Ferguson, 1990) había generado fuertes enfrentamientos en el seno de la Asamblea General de Naciones Unidas. Las protestas de los países del G-77 no se hicieron esperar cuando percibieron el llamado de atención del informe Meadows y la configuración de una arquitectura ambiental global como un intento de los países del centro por congelar las relaciones de poder vigentes en pro de la protección del medio ambiente.
La respuesta a estos desafíos impulsó la consolidación de un régimen global de gobernanza medioambiental, influenciado por un ideal utópico de racionalización de los límites del desarrollo. Este proceso, iniciado en 1968 por Sverker Åström, representante permanente de Suecia ante Naciones Unidas, se vio fortalecido con la popularidad de la agenda trazada por el informe Meadows. La Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Humano, celebrada en Estocolmo (Suecia) en 1972, se convirtió en un evento precursor del debate sobre los efectos del crecimiento en la vida humana y el medio ambiente. A pesar de que, desde su propio nombre, cristalizaba el dualismo cartesiano, la Declaración de Estocolmo revolucionó el concepto de desarrollo al establecer una conexión directa entre los factores económicos, poblacionales y medioambientales. Esta perspectiva generó ramificaciones que adoptaron tres vías de acción: a) estableció una autoridad ambiental multilateral bajo el principio de que los problemas comunes requieren soluciones comunes –el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), con sede en Nairobi–; b) vinculó el crecimiento poblacional con la preservación medioambiental, lo que condujo a un compromiso con normas y medidas para limitar la natalidad y reorganizar el espacio urbano; y c) reafirmó la despolitización del concepto de desarrollo al desvincular la responsabilidad de los países del centro por el deterioro ambiental, destacando que los problemas ambientales eran una consecuencia del subdesarrollo y la pobreza e introduciendo en la agenda internacional el concepto de niveles mínimos necesarios para la existencia humana. A pesar de esto último, el impacto de la Declaración fue crucial por promover una conciencia global sobre la necesidad de proteger el medio ambiente.
Una de las principales consecuencias de este proceso fue la consolidación del término «desarrollo sostenible», que apareció por primera vez en 1972 y fue formalizado en 1980 con el informe «Estrategia Mundial para la Conservación: La conservación de los recursos vivos para el logro de un desarrollo sostenible» (Sachs, 2015: 22). Esta iniciativa cobró fuerza con la creación, en 1983, de la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo, presidida por la exprimera ministra noruega Gro Harlem Brundtland, y la posterior publicación del Informe Brundtland, «Nuestro futuro común» (1987). Influenciado por la Declaración de Estocolmo, este informe buscó armonizar el desarrollo económico con la sostenibilidad medioambiental, introduciendo la noción de «desarrollo sostenible», que proponía satisfacer las necesidades presentes sin comprometer las de las generaciones futuras. Para ello, hacía un llamado, criticando el modelo de consumo global, a la comunidad internacional para que se comprometiera moral y medioambientalmente. En su lugar, exponía proyectos que fomentaran la gestión eficiente de los recursos naturales y humanos, junto con una mayor asistencia internacional para la protección medioambiental, liderada tanto por estados como por organizaciones ecologistas. Se adoptó, así, la «Estrategia a largo plazo para un desarrollo sostenible y ambientalmente racional» (resolución de la AG A/C.2/43/L.36/Rev.l de 23 de noviembre de 1988). Sin embargo, también se subrayaba la importancia de atender las necesidades de las poblaciones menos favorecidas mediante el crecimiento en los países en desarrollo, al tiempo que impulsaba estrictos controles medioambientales en los países industrializados.
Muchos de estos objetivos fueron incorporados en la «Perspectiva Ambiental hasta el año 2000 y más adelante», aprobada en 1987 por la Asamblea General en su resolución 186 (xlii). Siguiendo la recomendación de la Comisión Brundtland, la Asamblea se comprometió a organizar una Conferencia sobre Medio Ambiente y Desarrollo en 1992 para mejorar la coordinación global hacia un cambio sostenible. En línea con este proceso, se celebró en Río de Janeiro la «Cumbre de la Tierra», que buscaba abordar la necesidad de integrar desarrollo económico, bienestar social y protección del medio ambiente, poniendo el foco en la responsabilidad activa de los estados (Bueno Rubial, 2016: 83). El traslado de Suecia a Brasil parecía simbolizar el reconocimiento del papel del Sur Global en los debates sobre desarrollo sostenible, subrayando la necesidad de incluir a las naciones en desarrollo en la búsqueda de soluciones globales a los desafíos medioambientales y socioeconómicos.
Durante la cumbre de Río, se adoptó una visión multidimensional del desarrollo que cuestionaba el modelo de consumo vigente y desafiaba parcialmente la teoría de la sociedad dual, al reconocer el papel crucial de los conocimientos y prácticas tradicionales de las comunidades indígenas en la gestión ambiental y el desarrollo. A partir de las recomendaciones del Informe Brundtland, la cumbre produjo varios documentos clave para institucionalizar la acción global por el clima: la «Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo», la «Agenda 21» y la «Declaración de principios relativos a los Bosques». Además, se aprobaron dos convenciones vinculantes que dominarán las agendas medioambientales futuras: la «Convención Marco sobre el Cambio Climático» y el «Convenio sobre Biodiversidad», que sentaron también las bases para la posterior «Convención de las Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación» (1994). Estos acuerdos establecieron el marco para la arquitectura climática internacional, basada en el principio de responsabilidades comunes pero diferenciadas. Asimismo, el Foro Global paralelo, que reunió a organizaciones no gubernamentales y movimientos sociales, integró a la sociedad civil organizada en el debate ambiental. En dicho foro, diversos actores contribuyeron a la redacción del documento «Construyendo el Futuro», que marcó el camino para la creación del Consejo de la Tierra en Costa Rica (1992). En resumen, los objetivos y expectativas de la Cumbre de la Tierra reflejaron el nuevo escenario global tras el fin de la Guerra Fría, en el que las prioridades del desarrollo dejaron de estar condicionadas por la agenda bipolar. El enfoque idealista de la Cumbre permitió a los países desarrollados trasladar los efectos de la depredación económica de sus modelos productivos a las «responsabilidades compartidas» de la comunidad internacional, con un discurso que vinculaba estrechamente la pobreza con la contaminación.
Al mismo tiempo, el enfoque neoliberal del desarrollo, plasmado en el Consenso de Washington, reorientó la gestión de los recursos hacia la eficiencia, promoviendo la privatización y la desregulación estatal, lo que, junto con los derechos sociales, terminó desprotegiendo los derechos ambientales. Por su parte, los países en desarrollo también propusieron modelos alternativos de desarrollo. En este marco, y sin ignorar la organización del sistema interestatal en centros y periferias, la Comisión del Sur fue creada en la Cumbre de los Países No Alineados de 1986 por iniciativa del primer ministro de Malasia, Mahathir Mohamed, siendo institucionalizada en 1987 en Ginebra, bajo la coordinación del expresidente de Tanzania, Julius Nyerere. Esta Comisión surgió como respuesta a la desconfianza hacia las estrategias de desarrollo promovidas por las instituciones financieras internacionales, con el objetivo de reevaluar críticamente los procesos de desarrollo desde las perspectivas de los países del Sur, explorando alternativas tanto individuales como colectivas. Así, la propuesta de la Comisión recuperó ideas de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) –creada por Naciones Unidas en 1948– tales como el deterioro de los términos de intercambio, y abogó por estrategias basadas en el principio de autodeterminación nacional y colectiva, con especial énfasis en la cooperación Sur-Sur. Su enfoque, que destacaba el potencial creativo del Sur, también denunciaba el carácter político de las orientaciones de los organismos financieros del Norte, sin proponer un enfrentamiento directo. En lugar de ello, planteaba un modelo de desarrollo autosuficiente, rápido y sostenido, que requería mayor asistencia del Norte.
Simultáneamente, y desde una perspectiva más centrada en la deconstrucción de las narrativas occidentales, resurgía el indigenismo andino, que introdujo nuevas ideas y prácticas basadas en una visión holística del desarrollo: el sumak kawsay (buen vivir), un concepto que adopta distintas formulaciones según el contexto, rechaza una visión lineal y mercantilista del desarrollo, alejándose de la noción de bienestar basada en el acceso a bienes y servicios. Como alternativa, propone una reconceptualización del desarrollo centrada en la felicidad y el bienestar espiritual, lo que implica la defensa de nuevas relaciones sociales y una conexión más armoniosa con la naturaleza (Gudynas, 2011).
En el ámbito académico, esta concienciación dio lugar a un cuestionamiento incipiente del dualismo cartesiano, lo que abrió nuevas vías para la integración de nuevos enfoques en la investigación científica. A través de un breve artículo publicado en el boletín del Programa Internacional de Geosfera-Biosfera (IGBP), los geólogos Paul Crutzen y Eugene Stoermer (2000) popularizaron el término «Antropoceno», para describir el período geológico en el que las actividades humanas crecieron hasta convertirse en fuerzas geológicas y ecológicas significativas (a partir del uso del suelo, la deforestación y la quema de combustibles fósiles), influyendo de manera predominante en los procesos planetarios. Este concepto no solo redefinió los períodos geológicos al señalar el fin del Holoceno, sino que también promovió un debate sobre cómo entender los cambios ambientales en una era dominada por el ser humano. Al ofrecer un enfoque integrado que reconoce la interdependencia entre la humanidad y la naturaleza, el Antropoceno facultó una comprensión más completa de las formas en las que las acciones humanas moldean y son moldeadas por los sistemas naturales.
En 2009, la Comisión Internacional de Estratigrafía (ICS, por sus siglas en inglés) de la Unión Internacional de Ciencias Geológicas (con dominio británico) creó el Grupo de Trabajo del Antropoceno (AWG, por sus siglas en inglés), que reúne a especialistas de las ciencias naturales, sociales y humanas (con primacía de las ciencias duras) con el fin de fomentar un debate interdisciplinar común en torno a este concepto. Una de las principales discusiones dentro del grupo es el evento que marca el inicio de este nuevo período. Crutzen y Stoermer (2000) propusieron situar el golden spike que puso fin al Holoceno y dio comienzo al Antropoceno a finales del siglo xviii, basándose en el aumento de gases de efecto invernadero tras la invención de la máquina de vapor. Sin embargo, reconocieron que esta fecha era objeto de debate. Una de las primeras objeciones a esta periodización la planteó Ruddiman (2003), quien argumentó que actividades humanas como la agricultura y la deforestación comenzaron a influir en el clima global hace miles de años, aumentando gradualmente los gases de efecto invernadero y evitando el ciclo natural de enfriamiento global. No obstante, desde entonces otra interpretación se hizo dominante, tendiendo a situar el punto de inflexión en la «gran aceleración» del crecimiento poblacional y económico posterior a la Segunda Guerra Mundial (Steffen et al., 2015), fecha que finalmente fue corroborada por el AWG en 2016.
Lewis y Maslin (2015) también cuestionaron la idea de la revolución industrial como un evento global sincrónico. Además de considerar la «gran aceleración» (específicamente el año 1964), exploraron la hipótesis de que el período de conquista y colonización de América podría ser significativo –lo que Mignolo (2005) denomina pachakuti, en referencia a un cataclismo en la mitología incaica–. Así pues, basándose en registros de hielo antártico, propusieron el año 1610 como uno de los posibles puntos de partida para la civilización globalizada y capitalista actual. Sus estudios sugieren que la homogeneización sin precedentes de la biota terrestre y el encuentro entre las poblaciones de Europa y América, incluyendo las profundas alteraciones en el uso de la tierra en ambos continentes (especialmente en América, con el abandono de 65 millones de hectáreas de plantaciones y la reducción del uso del fuego para la gestión de la tierra tras 50 millones de muertes entre 1492 y 1650), provocaron una reducción abrupta del dióxido de carbono atmosférico. No obstante, la principal crítica al concepto de Antropoceno emitida desde las humanidades y las ciencias sociales radica en lo que se entiende como su efecto despolitizador. Y es que, al medir los impactos de la «acción humana» sobre el planeta como un todo homogéneo, este término parece igualar las responsabilidades de las distintas regiones, pueblos y clases sociales. En resumen, se argumenta que el concepto construye una narrativa totalizante y esencialista de la humanidad como inherentemente codiciosa y destructora del medio ambiente –sin reconocer las formas de existencia y pensamiento que no siguen las lógicas de la modernidad– y limita la capacidad de imaginar futuros alternativos.
Sin ir más lejos, Bonneuil y Fressoz (2013) argumentan que el concepto de Antropoceno no solo debe destacar el impacto ambiental sin precedentes de la acción antropogénica, sino también la dimensión política, social y económica que ha dado forma a esta crisis ecológica. En su obra, los autores critican la narrativa predominante que tiende a simplificar esta crisis como un resultado inevitable del progreso humano y la industrialización. Según ellos, el Antropoceno se presenta erróneamente como un fenómeno reciente, despolitizado y universal, en el cual la humanidad en su conjunto sería responsable de los cambios ambientales. Argumentan que esta visión omite las desigualdades históricas y geopolíticas, despersonalizando las decisiones relacionadas con la explotación de los recursos naturales. Proponen, en cambio, una lectura que, bajo la autoridad de las Ciencias Humanas y Sociales, permita repolitizar el debate al reconocer cómo ciertos grupos, intereses y estructuras de poder han jugado un papel asimétrico en la configuración de esta nueva era geológica. A pesar de esta crítica, los autores reivindican el papel que ha desempeñado el concepto para generar nuevas dinámicas epistémicas. Su influjo ha permitido distanciarse de la narrativa construida por los estados, dando lugar a una comunidad científica interesada en el reencuentro entre el tiempo histórico y el geológico, que aborde holísticamente el estudio del impacto humano en el medio ambiente.
El propio Bruno Latour (2005 y 2014) va más lejos aún con su teoría del actor-red, al intentar superar el dualismo naturaleza/cultura asignando agencia no solo a los humanos, sino también a actores no humanos (incluidos objetos y fenómenos) que interactúan y transforman el entorno. En su análisis del Antropoceno y el concepto de Gaia, Latour sugiere que el desafío contemporáneo es integrar en una misma red de relaciones a todos los actores implicados en la crisis planetaria, sin recurrir a distinciones dicotómicas tradicionales. Por su parte, Mauelshagen (2017: 78) critica que se tome la industrialización temprana de Inglaterra como punto de partida de la era industrial, ya que esto refleja una perspectiva eurocéntrica. Con el objetivo de superar este límite, autores poscoloniales como Dipesh Chakrabarty (2014) han abogado por vincular las historias del capital y del clima, subrayando que los procesos históricos del capitalismo global están intrínsecamente ligados al cambio climático y no pueden comprenderse de manera aislada. Así, al igual que Latour, este autor señala que la crisis del Antropoceno exige una reconfiguración de las categorías tradicionales de la historia humana, ya que involucra no solo a actores humanos, sino también a no humanos, y debe ser analizada en escalas temporales geológicas.
En esta misma línea de reflexión, y con el fin de escapar de esta trampa, algunos autores han sugerido el término «Capitaloceno» desde la teoría sistémica, presentando ciertas diferencias conceptuales entre sí. Por un lado, autores como Malm y Hornborg (2014) mantienen el inicio del Capitaloceno en la revolución industrial (vinculada a la explotación de América, la esclavitud afroamericana, la mano de obra británica en fábricas y minas, así como la demanda global de tejidos de algodón baratos), pero destacan el uso masivo de combustibles fósiles (distribuido globalmente de manera desigual) como el punto de inflexión en la relación entre el capital y la naturaleza. Por su parte, autores como Moore (2020) y Haraway (2015) vinculan este período con la fundación de la ecología-mundo capitalista del siglo xvi. Moore argumenta que, desde su surgimiento en el largo siglo xvi, el capitalismo ha reorganizado las relaciones entre la humanidad y la naturaleza a través de la explotación de lo que llama «naturaleza barata», es decir, la transformación de la naturaleza en una fuente de trabajo y recursos baratos para sostener la acumulación de capital. A su vez, Haraway se centra más en la crítica del dualismo naturaleza/cultura desde un enfoque poshumanista, señalando la importancia de ver la naturaleza como una trama de vida en la que humanos y no humanos coexisten e interactúan, rompiendo con las jerarquías impuestas por la modernidad capitalista.
Al conectar la noción de Antropoceno con la expansión de la frontera extractiva en la periferia, especialmente en América Latina, también Svampa (2019) se nutre de estas lecturas para sostener que el problema ambiental global no puede entenderse sin considerar las dinámicas del capitalismo basado en la explotación de recursos naturales. Sin caer en lo que denomina una «falsa antinomia» entre Antropoceno y Capitaloceno, la autora defiende que el Antropoceno es un concepto-diagnóstico que revela los límites de la naturaleza. Desde esta perspectiva, la humanidad se presenta como una fuerza geológica global, lo que cuestiona tanto las estrategias de desarrollo dominantes como el paradigma cultural de la modernidad. No obstante, Svampa advierte que, en tanto campo de disputa con diversas narrativas, el Antropoceno también da lugar a lecturas que perpetúan el dualismo cartesiano: aunque el giro antropocénico resalta la crisis socioecológica sin precedentes a la que nos enfrentamos, algunas interpretaciones sugieren que las transformaciones climáticas son una prueba del poder humano. Con todo, a partir de su lectura, comprende que la complejidad del campo en disputa sobre el Antropoceno abre oportunidades para establecer conexiones y fomentar diálogos desde la transdisciplinariedad, abordando la interconexión y el acoplamiento entre el orden natural y el social. Como señala, en esta perspectiva conciliadora es crucial reconocer que concebir a la humanidad como una fuerza telúrica es necesario, pero no suficiente. Este enfoque debe integrarse con una crítica al concepto, analizando el giro antropocénico a través de la lente de la mercantilización y la expansión de la frontera, y reconociendo las raíces históricas desiguales que sustentan el Antropoceno (entre Norte y Sur, pero también al interior de las sociedades).
Lejos de evitar la controversia, el debate entre Antropoceno y Capitaloceno parece estar enmarcado en una disputa entre jerarquías epistémicas –un conflicto que involucra a las ciencias naturales, sociales y las humanidades– y un problema de incomunicación interdisciplinar análogo al principio kuhniano de inconmensurabilidad1. Tal dificultad para generar un diálogo coherente entre disciplinas refleja tensiones que no son nuevas para el Sur Global. De hecho, muchos de los fundamentos de la crítica al Antropoceno y la propuesta del Capitaloceno recuerdan las luchas históricas del Sur, que han cuestionado las narrativas dominantes sobre el desarrollo, la responsabilidad ambiental y las asimetrías de poder en la toma de decisiones globales, con su consiguiente correlato en las condiciones materiales de las sociedades. Y es que la influencia del estructuralismo y la teoría de la dependencia latinoamericana –fundamento de la teoría del sistema-mundo– ha sido clave para moldear la lectura que ofrece la teoría del Capitaloceno. Estas corrientes no solo traen al debate el núcleo de las reivindicaciones históricas del Sur Global, sino que ofrecen una retroalimentación desde la contemporaneidad, al verse hoy revitalizadas y renovadas en las academias. De esta manera, la confrontación teórica trasciende una disputa meramente medioambiental para convertirse en una crítica profunda a las estructuras de poder globales y a las responsabilidades desiguales en la crisis ecológica.
Adicionalmente, el debate contemporáneo entre Antropoceno y Capitaloceno refleja, en muchos aspectos, las tensiones políticas que surgieron en la década de 1970 en el seno de las instituciones multilaterales. El conflicto entre la visión universalista de responsabilidades compartidas por «la humanidad» frente a la degradación ambiental, y la idea de responsabilidades comunes pero diferenciadas, que pone énfasis en el papel histórico de los países del Norte en la crisis ecológica, sigue siendo central. Este enfoque, que aboga por soluciones que recaigan sobre quienes han contribuido desproporcionadamente al problema, alinea las demandas del Capitaloceno con las respuestas del Tercer Mundo ante el Informe Meadows y la Conferencia de Estocolmo de 1972, así como en las conferencias mundiales sobre población que siguieron.
Por último, dos elementos clave del contexto de la década de 1970 permanecen vigentes en el debate actual. En primer lugar, la persistente denuncia sobre las jerarquías epistémicas entre disciplinas, donde las ciencias naturales y sociales «cuantitativas» (como la Economía), siguen monopolizando el debate experto en detrimento de los enfoques críticos de las ciencias sociales «cualitativas» y las humanidades. Este desequilibrio epistémico está, además, vinculado con las dinámicas de poder global: mientras que las decisiones sobre temas clave (como una «transición verde» tecnificada que no ponga en riesgo los equilibrios macroeconómicos), siguen dominadas por los países del Norte a través de instituciones financieras no democráticas como el Banco Mundial y el FMI, los países del Sur y sus «enfoques alternativos» se ven relegados a foros de decisiones no vinculantes, como la Asamblea General de Naciones Unidas. En segundo lugar, esta misma concentración de poder y saber ofrece continuidad a la denuncia contra la despolitización del debate sobre el desarrollo sostenible (la ya citada «máquina de antipolítica» de Ferguson). Al igual que en los debates de los años setenta, desde las lecturas del Capitaloceno se señala que la noción de Antropoceno enmascara las profundas desigualdades estructurales que subyacen en la crisis ecológica, al presentar la degradación ambiental como un problema técnico o universal, desvinculándola de las relaciones históricas de poder y explotación.
Así pues, este viaje por los Sures, buceando en las resignificaciones conceptuales vinculadas a la agenda medioambiental y a los contrastes epistemológicos para abordar el fenómeno, nos conduce a algunas disquisiciones sobre la idea misma de lo que se entiende hoy por Sur Global. Estas reflexiones, enunciadas en forma de apertura de nuevas líneas de investigación antes que, como respuestas taxativas, se desarrollan en el siguiente epígrafe.
Reflexiones para una suerte de reinvención del Sur Global
El Sur ha sido tradicionalmente concebido desde el Norte como parte de un proyecto extractivista en virtud del cual obtener recursos, tanto de sus tierras como de sus pueblos (Alcoff, 2022: 3). Así, la connivencia con élites locales, unido a epistemologías que dieran cobertura a estas iniciativas (desde el colonialismo, pasando por el desarrollo, hasta el neoliberalismo) han favorecido estas prácticas, que llevan a su vez aparejados impactos de distinta índole.
A pesar de la diversidad de industrias extractivas (agricultura intensiva, minería, petróleo, etc.)2, algunos elementos son comunes: por un lado, y principalmente, la maximización del beneficio económico; pero, por otro y en paralelo, el creciente apetito y demanda de mayores cantidades de materias primas vinculadas al desarrollo económico y a la transformación de la matriz energética. Este último punto no deja de ser paradójico en la medida en que la generación de energías «más limpias» conlleva, a su vez, una demanda exponencial de los llamados «minerales críticos de transición» (litio, cobalto, tierras raras, manganeso, níquel, etc.), cuya extracción se produce en las tierras del Sur Global (World Bank, 2020).
Este fenómeno plantea una tesitura desafiante en la que la transformación energética de un Norte ávido de más energía barata «y preferiblemente verde», conlleva un aumento drástico de los proyectos extractivistas que tienen lugar en el Sur Global, externalizando con ello los distintos efectos que implican. En este sentido, los impactos más evidentes son de doble orden (Arellano et al., 2023): en primer lugar y manera más obvia, el modelo de acumulación y apropiación extractivista (Svampa, 2021), sea minero, agropecuario, hidrocarburífero o inmobiliario, genera un notable impacto medioambiental, al erosionar el terreno, contaminar las aguas y ahondar en la vulnerabilidad del ecosistema motivado por un accionar humano depredador y por la creación de infraestructuras en zonas rurales y/o indígenas. No obstante, hay que señalar también los impactos indirectos (sociales, políticos, culturales e institucionales) con el consiguiente aumento de la conflictividad social (Svampa, 2019), que son a veces invisibilizados o minimizados a pesar de sus efectos empíricos y epistemológicos. Se puede constatar en numerosos casos de estudio (véase, para Perú y Colombia, Arellano et al., 2023; 20 y sig.) la erosión del tejido sociopolítico, la cooptación de líderes con la consiguiente pérdida de legitimidad de las instituciones representativas existentes, la degradación cultural por la llegada masiva de buscavidas que promueven otras relaciones sociales y fomentan la prostitución y el juego, entre otros efectos negativos de segundo orden.
En definitiva, además del consiguiente daño medioambiental, se produce una pérdida irreparable y duradera del ecosistema social de las comunidades afectadas3. A la par, se agudizan las tensiones internas sobre los modelos de desarrollo a adoptar, enfrentando los intereses de las élites extractivistas con los de las poblaciones que sufren las consecuencias negativas sin obtener beneficios tangibles en su vida cotidiana. Por si esto fuera poco, el maquillaje de la propuesta neoextractivista promovida a principios del siglo xxi por algunos gobiernos progresistas, como los de Rafael Correa en Ecuador y Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil (una suerte de extractivismo con políticas de inclusión social) no cuestionó los efectos sociales –desigualdad, conflictos comunitarios, desplazamientos– y ambientales –deforestación, pérdida de biodiversidad, agotamiento de los suelos, contaminación del agua y el aire– permanentes del modelo de desarrollo. Como resultado, las contradicciones se han agudizado, siguiendo la ecuación «más extractivismo, menos democracia» (Svampa, 2016). El consiguiente desencanto con las instituciones (que fallan en resolver los problemas de fondo) ha acelerado el resurgimiento de políticos reaccionarios que se nutren de discursos negacionistas para fomentar un extractivismo cada vez más salvaje, provocando una escalada creciente de la conflictividad social y ambiental. Al mismo tiempo, el carácter global de este fenómeno ha diluido la noción del «Sur Global» como un referente geográfico exclusivo de resistencia, profundizando la expansión de su significado más allá de los límites territoriales.
Y es que, como vimos previamente, frente a la noción geopolítica, intelectuales como Anne Mahler (2017) han intentado despojar al concepto de su carácter instrumental mediante una comprensión alternativa. Desde su perspectiva, el Sur Global se refiere a espacios y pueblos en una posición subalterna frente a la globalización del capitalismo contemporáneo. A partir del reconocimiento de una geografía fluida y desterritorializada de opresión, esta comprensión reconoce la existencia de formas de subyugación tanto en el sur como en el norte geográfico. En este sentido, el Sur Global articula una comunidad política global basada en el reconocimiento de experiencias compartidas de explotación. Refleja así una resistencia colectiva y lateral entre distintos pueblos subyugados y constituye una respuesta a la poscolonialidad, así como una nueva forma de solidaridad frente al capitalismo global. Así pues, parafraseando a Prashad (2012: 53), el Sur Global encarna una serie de luchas contra la apropiación de recursos, la violación de la dignidad humana y la degradación de las instituciones democráticas. En tanto que propuesta creativa, abarca una amplia gama de respuestas sin una dirección política fácilmente definible: desde refugiarse en ideas del pasado, hasta intentar resistir las condiciones actuales, y, por supuesto, buscar un cambio hacia el futuro.
Desde esta perspectiva, toda manifestación de organización social emancipadora que defienda lo común, basada en principios de reciprocidad y redistribución (Svampa, 2019: 31), y que se manifieste como resistencia al capitalismo (y, por extensión, al extractivismo), puede interpretarse como una expresión de la capacidad de agencia de un Sur Global en resistencia. Con todo, al perseguir esta reinvención epistémica y política debemos estar alertas de no caer en una nueva reesencialización, que lo convierta en un espacio simbólico rígido, desatendiendo la diversidad que lo caracteriza. La reflexión académica, además, debe alejarse de reproducir el dualismo cartesiano y sus versiones binarias contemporáneas, que perpetúan jerarquías ontológicas, como las que contraponen civilización y barbarie, o desarrollo y subdesarrollo. Además de ser funcionales a la colonialidad del poder y del saber que se busca criticar, estas dicotomías refuerzan mecanismos retóricos que, parafraseando a Tomasi di Lampedusa, lo cambian todo en el discurso para que nada cambie en la práctica. En este sentido, una postura crítica desde la academia y la política debe acercarse a las epistemologías subalternas sin apropiarse de su conocimiento, especialmente cuando, como ha sido habitual, este se instrumentaliza con fines retóricos, geopolíticos o para legitimar cambios en los sistemas productivos que perpetúan las mismas dinámicas que dichas epistemologías critican.
Tal enfoque implica mantenerse alerta también ante la cooptación y apropiación de epistemologías subalternas y formas alternativas de entender la naturaleza y los sistemas productivos dentro las estructuras institucionales modernas. Este fenómeno ha sido evidente en las narrativas discursivas sobre las cuales se han asentado las políticas domésticas y exteriores de gran parte de las potencias emergentes desde principios del siglo xxi, especialmente en América del Sur, donde el principio del sumak kawsay (buen vivir) ha sido integrado en los discursos políticos (e incluso constituciones) de múltiples estados. A modo ilustrativo de esta situación, Ansótegui (2021) argumenta que el dualismo cartesiano ha configurado una otredad que asocia al indígena con la naturaleza, transformando su figura desde la imagen del «buen salvaje» hasta la del «guardián ecológico» contemporáneo. Impulsado por la crisis medioambiental global, el movimiento ecologista ha potenciado una reconfiguración narrativa que, salvando los saberes indígenas del desprecio sufrido en el siglo pasado, los destaca como referentes en la protección del planeta y el desarrollo sostenible, convirtiéndolos en un símbolo de resistencia ante el extractivismo. No obstante, este cambio no se debe a una nueva valoración intrínseca de lo indígena, sino a la urgencia ecológica que ha revalorizado su conexión ancestral con la tierra. Ha sido el activismo occidental el que ha comenzado a cuestionar la noción de progreso, mostrando una creciente preocupación tanto por la humanidad como por la naturaleza, concebida como el sustento indispensable para la vida. Sin embargo, esta preocupación sigue arraigada en la visión utilitarista de la naturaleza de la modernidad, que reesencializa al indígena y se apropia de sus conocimientos en la medida en que resulten útiles para reformar la narrativa del desarrollo.
Tal apropiación también se manifiesta en las comunidades epistémicas y, por extensión, en las visiones dominantes en la academia, que no solo validan la noción geopolítica del Sur Global, sino que reproducen la colonialidad del saber en la noción de resistencia. Al legitimar una apropiación de los conocimientos alternativos y aceptar su reesencialización, a menudo no ofrecen un lugar de enunciación a las voces subalternas que adoptan como símbolos, sino que las incorporan a través de su propia voz. Esto resulta sumamente relevante en un contexto en el cual estos conocimientos son leídos, reinterpretados e incorporados al lenguaje del progresismo político que reivindica la noción de Sur, adoptando lo útil para su narrativa, pero, paralelamente, dando continuidad al extractivismo y, con ello, traduciéndose en implicaciones materiales negativas para las sociedades más allá de las ya mencionadas epistémicas. Siguiendo la máxima coxiana, hay que reconocer e identificar «desde dónde se habla» en la medida en que «toda teoría es siempre para alguien y para alguna finalidad» (Cox, 1981: 128).
Como hemos visto, tal instrumentalización de la noción de Sur Global, tanto en su dimensión geopolítica como de resistencia, asociada a lógicas neoextractivas de poder/saber, termina por coadyuvar en la generación y promoción de un desencanto con las instituciones democráticas y epistémicas en una suerte de crisis de representación que se traduce en una desafección general frente a las promesas de la modernidad. Esta instrumentalización interesada, en definitiva, fomenta la desestructuración y la desconfianza de las redes sociales de resistencia, deslegitimando las posibilidades de existencia de un Sur resiliente verdaderamente global. En última instancia, en este resurgimiento del concepto de Sur Global resulta crucial mantener un sentido crítico que permita, de una vez, romper con el dualismo cartesiano. Ello requiere mantener los esfuerzos por abrir el diálogo con la otra parte de la herida colonial (Mignolo, 2005), y evitar la reesencialización de un Sur que, en su heterogeneidad, diversidad y desvinculación a la territorialidad moderna, debe fortalecerse frente a las lógicas extractivas y homogeneizantes del capitalismo.
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Notas:
1- Kuhn (1962) define la inconmensurabilidad como la imposibilidad de traducir directamente entre paradigmas científicos debido a diferencias conceptuales y metodológicas, lo que resulta análogo a la incomunicación interdisciplinar.
2- Por ejemplo, la agricultura intensiva ha impulsado la deforestación, como en Brasil, Malí y Sudán; la minería ha generado impactos ambientales en los Andes y los Himalayas; y la extracción de petróleo no convencional ha generado efectos sociales y medioambientales en casos como Vaca Muerta, en Argentina, o el Delta del Níger, en Nigeria.
3- Las resistencias frente al extractivismo han sido ampliamente estudiadas y se manifiestan en diversos movimientos sociales. En la explotación agrícola, destacan el Movimiento de los Sin Tierra (Brasil), Cinturón Verde (Kenia), Chipko (India), y los movimientos indigenistas Mapuche y Wichí, en América del Sur. En la minería, la región andina ha sido un foco de militancia, con ejemplos como la Asamblea No a la Mina (Argentina), el movimiento campesino en Conga (Perú), además de las luchas en otras geografías, como la del pueblo Wayúu (Colombia), la oposición de las comunidades Xinka (Guatemala), o de los Dongria Kondh (India). Ante el extractivismo petrolero, sobresalen las protestas de los Ogoni e Ijaw (Nigeria), los Achuar (Perú), y los Huaorani y Sarayaku (Ecuador), así como la oposición Mapuche al fracking en Vaca Muerta (Argentina).
Palabras clave: Sur Global, geopolítica, resistencia, resiliencia, desarrollo, medio ambiente
Cómo citar este artículo: Crescentino, Diego y Caballero, Sergio. «Repensar el Sur Global más allá del dualismo cartesiano: la emergencia de la conciencia ambiental». Revista CIDOB d’Afers Internacionals, n.º 139 (abril de 2025), p. 77-97. DOI: doi.org/10.24241/rcai.2025.139.1.77
Revista CIDOB d’Afers Internacionals, nº 139, p. 77-97
Cuatrimestral (enero-abril 2025)
ISSN:1133-6595 | E-ISSN:2013-035X
DOI: https://doi.org/10.24241/rcai.2025.139.1.77
Fecha de recepción: 23.09.24; Fecha de aceptación: 13.01.25