La política exterior de Trump: fuentes, intereses e ideologías
La política exterior de la Administración Trump se basa en una heterogénea red de influencias: desde corrientes conservadoras tradicionales y perspectivas de ideólogos religiosos, hasta los intereses de empresarios futuristas con tendencias antidemocráticas, grupos de «halcones antichinos» y nacionalistas conservadores.
La política exterior estadounidense, al igual que el movimiento MAGA (Make America Great Again), está fuertemente vinculada a la política interior. Ambas políticas constituyen un proyecto autoritario de alcance nacional y global.
Después de este segundo mandato de Trump, la relación de Estados Unidos con el resto del mundo ya no será como antes.
Donald Trump, desde que asumió la Presidencia de Estados Unidos en enero de 2025, está imponiendo un régimen autoritario posfascista. Paralelamente, dado el papel hegemónico del país –a pesar de que su poderío se encuentre en declive–, aumenta la inquietud entre la comunidad internacional sobre cómo será la relación de Estados Unidos con el resto del mundo, tanto en la actual Presidencia Trump como después. Las políticas adoptadas por la nueva Administración son desconcertantes y, en algunos casos –como ocurre con diversas empresas estadounidenses que producen bienes en China– contrarias a los intereses de la potencia norteamericana. Sin embargo, en algunas cuestiones hay coherencia con su predecesora; por ejemplo, el apoyo estratégico a Israel que, pese a las diferencias entre Trump y el Gobierno israelí, no se han modificado. En el caso de la guerra de Ucrania, Trump defiende que Kiev debe ceder territorio a cambio de paz, si bien ha mostrado su disconformidad con Moscú en otras cuestiones.
Ante este estos primeros pasos, surge la duda de si la política exterior de Trump es totalmente novedosa o tiene raíces históricas; si guarda correlación con determinados intereses de algunos grupos económicos; si está influenciada por visiones religiosas; o si la diplomacia depende de los impulsos arbitrarios del presidente, de sus intereses narcisistas y de las ventajas para las empresas en las que opera su familia. La respuesta en cada uno de estos supuestos es afirmativa y, con esos factores interactuando entre sí, se va configurando una narrativa compleja. En este sentido, existen dos interpretaciones frecuentes, pero insuficientes, sobre su política. En primer lugar, la práctica de una diplomacia transaccional, en la que las partes negocian para obtener beneficios sin considerar las reglas que existen en las relaciones internacionales. Al respecto, el interés de Trump es ganarlo todo o, al menos, dar la impresión ante su electorado de que todo lo que hace triunfa: el control sobre las tierras raras en Ucrania, la transformación de Gaza en una Riviera turística, el aumento del gasto en defensa y la compra de más armamento a Estados Unidos por parte de Europa, o la imposición indiscriminada de tarifas arancelarias a los países. En segundo lugar, si bien durante su primera presidencia Trump fue considerado una excentricidad en un país tan poderoso como peculiar, ahora existe un consenso en que su Administración es un proyecto autoritario y militarista con aspiraciones de replicarse en todo el mundo.
En este contexto, resulta fundamental conocer las tendencias, las raíces, las escuelas y los intereses (y contradicciones) que alimentan su política exterior. Cabe observar, igualmente, cómo muchas decisiones arbitrarias se asientan en diferentes racionalidades (aparentemente irracionales) e influencias de ideólogos, directa o indirectamente, y de qué forma se construye una política exterior en la que las influencias coinciden en mantener una primacía global a través de la coerción.
Las raíces históricas
Desde la I Guerra Mundial (1914-1918), surgió en Estados Unidos un movimiento de rechazo a los intentos internacionales de crear un sistema multilateral. El país se encontraba en una fase de sostenida expansión territorial desde el siglo XIX y, según los denominados «soberanistas», este no debía verse limitado en su crecimiento por tratados y acuerdos. La académica Jennifer Mittelstadt (2025) afirma que, según este grupo –renacido con Trump–, hay que mantener «la libertad frente a los acuerdos e instituciones internacionales que amenazan con limitar la jurisdicción soberana y la gobernanza de Estados Unidos –de su territorio, pueblos y fronteras, y de sus pretensiones proyectadas en otros lugares». Trump no es un hombre fácil de categorizar, explica. «Y los encargados de formular las políticas y asesores de su círculo más cercano muestran una amplia gama de impulsos ideológicos». Aun así, muchos de ellos reconocerían el trumpismo como –usando sus propias palabras– «soberanista»1.
Una vez finalizada la II Guerra Mundial, sin embargo, la política exterior estuvo orientada a fortalecer un sistema multilateral, incluyendo organizaciones de ayuda y financiación bajo su hegemonía, pero eximiéndose a sí misma de algunas reglas que pudieran coartar su soberanía. La Administración Trump ahora plantea que las excepciones sean la regla.
Tres corrientes han sido claves para construir este modelo de política exterior que ha oscilado entre la adhesión y el rechazo al multilateralismo: a) el excepcionalismo, b) el aislacionismo, y c) la seguridad nacional. El excepcionalismo plantea que Estados Unidos es un experimento político especial que incluye la superioridad religiosa (pueblo elegido por Dios); un país destinado a desempeñar un papel singular en el mundo y, como tal, no está obligado a someterse a las reglas del derecho internacional. Esta posición también se la ha denominado «unilateralista».
El aislacionismo, por su parte, considera que Estados Unidos se debe centrar en las cuestiones internas del país y no arriesgar tropas y recursos en guerras que no son de su incumbencia. Según Matthews (2025)2 «el aislacionismo nunca fue simplemente un movimiento para retirarse del mundo sino, primero, una resolución para mantenerse al margen de las guerras y de los diversos conflictos de Europa, que debilitarían al país e invitarían a la interferencia europea; y, segundo, estaría destinado a proteger a la débil e incipiente república de las invasiones territoriales y políticas europeas. Sin embargo, desde principios del siglo XIX, el país inició su inmensa expansión territorial que difícilmente puede considerarse aislacionista». En efecto, las políticas de Trump responden a una vinculación según los propios intereses, pero sin aislarse del mundo. En este sentido, sería más un opositor al multilateralismo que un aislacionista.
La seguridad nacional fue inicialmente adoptada como marco de la política exterior y de seguridad del Gobierno de Franklin D. Roosevelt (1933-1945), y luego continuada por el Gobierno de Harry S. Truman (1945-1953). Fue una extensión del New Deal liberal mediante la cual el Estado debía proveer empleo, salud y trabajo a los ciudadanos, pero también protegerlos de amenazas externas, especialmente del comunismo. Antes de la II Guerra Mundial, los estadounidenses consideraban la defensa nacional «como la protección de sus fronteras y el territorio dentro de un ataque físico directo» (Preston, 2025: 2). Pero debido al empuje de la presidencia de Roosevelt y los liberales internacionalistas que le apoyaron, «a partir de fines de los años treinta empezaron a vislumbrar la defensa nacional como la protección de su sitio en el mundo –y, en última instancia, su forma de vida–, de todo riesgo plausible, no importando cuán teóricamente remoto o geográficamente distante. La seguridad se tornó ideológica, así como territorial, normativa, física, y no solo continental, sino global» (ibídem).
Estas raíces históricas se manifiestan radicalmente en la Administración actual, con ataques contra el multilateralismo y el derecho internacional.
Decisiones controvertidas y el «Proyecto 2025»
Al analizar la política exterior actual, se observa, en ciertos casos, una tendencia de Estados Unidos a desentenderse de los problemas mundiales; en otros, en cambio, se atisba un regreso a políticas imperialistas, con el argumento de que la potencia norteamericana puede apoderarse de partes (Groenlandia y el Canal de Panamá, por ejemplo) de otros países, violar normas internacionales (atacar ilegalmente a embarcaciones en el Mar Caribe, o deportar inmigrantes a terceros países) en nombre de la seguridad nacional.
En ocasiones, el presidente decide una política de confrontación con China (bajo la amenaza de imponer altas tarifas arancelarias y cortarle el acceso a tecnología punta) y declara estar «insatisfecho» con el presidente ruso Vladimir Putin porque bombardea Ucrania. A continuación, da pasos atrás, buscando una división del mundo en zonas de influencia, según la teoría de las relaciones internacionales de la competencia y cooperación entre grandes potencias. Mientras tanto, adopta la controvertida decisión de imponer altas tarifas arancelarias a India, un líder regional que las tres administraciones precedentes habían buscado alejarla de China y Rusia. En este vaivén, el segundo mandato de Trump se basa en diversas premisas: en favor de renunciar a responsabilidades respecto de los aliados tradicionales (como Corea del Sur) y reafirmar el supuesto derecho de Estados Unidos a intervenir en la soberanía de otros estados; de abandonar tratados y convenciones multilaterales y negociar de forma bilateral; de cancelar la ayuda al desarrollo y la asistencia humanitaria; así como de dejar de lado los compromisos para combatir la crisis medioambiental y climática.
Diversas influencias configuran esta visión, la principal de las cuales es la Nueva Derecha que, desde 2016, ha ido formándose y sustituyendo al conservadurismo tradicional. Intelectuales, activistas políticos y empresarios proveen ideología a la nueva política populista republicana. Como apunta Field (2025), sus miembros son casi todos hombres que vieron en Trump una gran oportunidad, animándole a él y a sus seguidores. Consideran que comparte algunas de sus opiniones extremistas y conservadoras, y aprecian que busque utilizar cualquier medio necesario, aunque sea inconstitucional, para ejercer el poder. Al igual que Trump, este grupo identifica algunos problemas reales (por ejemplo, el flujo migratorio sin un marco legal claro y el desempleo creado por la desindustrialización) y vulnerabilidades del liberalismo, a fin de imponer su propia visión moral y política al resto del país. La finalidad es erradicar la democracia liberal pluralista, e incluso la modernidad. Muchos de ellos articulan nuevas visiones para el futuro: nuevas leyes, esquemas para la educación, modos de constitucionalismo, comunidades tradicionalistas y utopías tecnológicas (ibídem: 2), así como una política exterior coherente con esas concepciones.
Dentro de esta corriente, una serie de fundaciones y expertos ultraconservadores convocados por The Heritage Foundation redactaron el «Proyecto 2025» (Project 2025. Mandate for Leadership), un programa de gobierno que el presidente Trump sigue casi al pie de la letra. Sobre política exterior y defensa, los autores plantean que Estados Unidos enfrenta una doble amenaza que supone un desafío existencial: China, por una parte, y el avance del progresismo dentro de los departamentos de Estado, Defensa e Inteligencia, por la otra. Para Christopher Miller, exsecretario de Estado interino de Trump entre 2020 y 2021 y uno de los autores del informe, China debe ser «inequívocamente la primera prioridad de la planificación de defensa». Se manifiesta la necesidad de contar con una estrategia integral en el terreno militar, económico y tecnológico, «sincronizando las políticas de seguridad y las económicas». Se trata de una lucha existencial y generacional, en la que todos los ámbitos de la sociedad deben participar «para proteger los intereses de seguridad nacional, económicos, la soberanía y la propiedad intelectual».
Para enfrentarlo, este informe propone «eliminar el adoctrinamiento marxista y los programas sobre teoría racial que crean divisiones». De esta forma, la Administración Trump está expulsando a empleados de la Casa Blanca y de los departamentos de Estado, Defensa, y servicios de inteligencia que no sean afines a MAGA. Asimismo, se plantea ampliar las fuerzas armadas, cortar los fondos para Naciones Unidas y otros organismos multilaterales, así como la ayuda internacional al desarrollo.
Paralelamente, sin embargo, el plan para enfrentar a China está en contradicción con las prioridades de otros grupos de interés. Primero, choca con miles de empresas estadounidenses que operan en China y quieren seguir aprovechando su mano de obra barata y acceder a su gigantesco mercado. Segundo, al usar las tarifas arancelarias como arma contra el país asiático, el sector agrícola estadounidense se ve afectado, ya sea porque se reducen las compras por parte de China (que pasa a importar grano de otros proveedores), o porque los bienes (por ejemplo, tractores) fabricados ahí pasan a ser más caros en Estados Unidos. Tercero, una confrontación total entre ambas potencias iría en contra de la idea de Trump y del secretario de Estado, Marco Rubio, de que China y Estados Unidos convivan sin entrar en confrontación directa, repartiéndose hegemonías sobre el resto del mundo. Por último, no cuentan solo con lo que decida Estados Unidos hacia China, sino también con las políticas de Beijing. Por ejemplo, en respuesta al aumento de las tarifas arancelarias por parte de la Casa Blanca en octubre de 2025, el Gobierno chino impuso restricciones a la exportación de tierras raras clave para nuevos sistemas de defensa estadounidenses.
El principal ideólogo de la competencia con China es Elbridge Colby, subsecretario de Defensa para Política en el Departamento de Defensa, quien argumenta que Estados Unidos no está preparado para hacer frente a China –potencia económica, tecnológica y militar– y que se enfrenta a «la posibilidad de una Tercera Guerra Mundial en los próximos años». En consecuencia, se deben disminuir los compromisos en Europa y Oriente Medio, incluyendo los apoyos a Ucrania e Israel, respectivamente. Referente a Rusia, pese a que hay un sector en la Administración que la ve como una amenaza, especialmente debido a su alianza con China, se está produciendo un acercamiento. En la primera presidencia, Trump ya llevó a cabo un fuerte acercamiento al presidente Putin, inclusive deslegitimando a los servicios de inteligencia propios en el caso de posibles interferencias de Moscú en las elecciones estadounidenses de 2016. Esta proximidad se basa en la afinidad entre «hombres fuertes» que lideran grandes potencias. Trump muestra, además, especial cercanía con las monarquías árabes del golfo Pérsico, de las que valora principalmente su riqueza, sin tener en cuenta el autoritarismo de sus sistemas de gobierno.
Por otra parte, la propuesta del «Proyecto 2025» de aumentar el gasto militar, incluyendo enormes inversiones en el sector aeroespacial, de la inteligencia artificial (IA) y de la robotización en las fuerzas armada, contradice a los sectores de la Administración que defienden recortes drásticos en los presupuestos estatales. El Pentágono ha propuesto recortar el gasto en defensa en un 8%, especialmente en el programa de diversidad, igualdad e inclusión, así como de la Administración. Quiere fortalecer «el espíritu guerrero», promover la «paz a través de la fuerza», reactivar las pruebas con armas nucleares, y construir una defensa espacial. Esta medida se respalda con un cambio simbólico del nombre del Departamento de Defensa, que pasa a llamarse Departamento de Guerra. Sin embargo, esa reducción del 8% sería una cifra muy reducida frente al rearme que se proyecta. Además, congresistas demócratas y expertos militares ponen en duda que la Administración tenga un proyecto coherente de Defensa.
Cambios radicales de orientación
Tras la Guerra Fría, las prioridades en política exterior estadounidenses fueron extender la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN); incluir o excluir a la Federación Rusa de un acuerdo de seguridad; que los aliados de la OTAN aumentasen el gasto en defensa, pero sin perder Washington el liderazgo; contener a China; combatir al terrorismo; y alcanzar una salida honrosa en las guerras en Afganistán e Irak. Todo ello en el marco de un orden liberal hegemónico, si bien la Administración de George W. Bush lo deterioró considerablemente.
La política exterior de Trump introduce algunos de esos temas, pero con cambios radicales e incorporando otros nuevos. En primer lugar, y fundamental, ha sido dejar de lado el orden internacional vigente hasta entonces, al considerarlo un obstáculo para la primacía y el interés nacional de Estados Unidos. «El orden mundial de la posguerra no solo es obsoleto, sino que ahora es un arma que se utiliza en nuestra contra», declaró Marco Rubio durante la confirmación de su cargo como secretario de Estado. La nueva Administración ataca, entre otros ámbitos, a los regímenes internacionales sobre derechos humanos, medio ambiente, protección de la infancia, clima, igualdad de las mujeres y derechos reproductivos, salud global, defensa de identidades de género, derechos de minorías, financiación de operaciones de paz y las reglas del asilo (para aplicarlas únicamente a los ciudadanos blancos).
En segundo lugar, Trump ha decidido abandonar la promoción de la democracia (incluyendo los «cambios de régimen» e intervenciones militares en el extranjero) por el apoyo y fortalecimiento de alianzas con gobiernos que adoptan políticas autoritarias internas y similares a la suya externas. Por ejemplo, el de Javier Milei en Argentina o Viktor Orban en Hungría. Trump y varios ideólogos son contrarios a que Estados Unidos se implique en guerras como las de Irak y Afganistán. Una parte de su electorado ha sufrido la pérdida de familiares de hasta de tres generaciones en Vietnam, Irak y Afganistán. En junio de 2025, varios ideólogos de MAGA expresaron sus desavenencias con el presidente cuando este ordenó atacar las instalaciones nucleares de Irán.
Trump ha manifestado con frecuencia su preferencia por la concepción de un orden internacional de grandes potencias que compiten entre sí y controlan zonas de influencia, pero sin llegar a provocar una guerra. En su visión, el mundo debe estar regido por un puñado de grandes potencias autocráticas situadas en equilibrio. De ahí que busque, por ejemplo, acuerdos puntuales con China y Rusia, abandonar el derecho internacional y que el resto del mundo sea una fuente de recursos y mano de obra barata.
En ese mapa del poder mundial, la Unión Europea (UE) es, para MAGA, un enemigo. Trump ha indicado que la UE ha «abusado» de su país tanto en el terreno de la defensa como en el del comercio. Considera a Europa un adversario debido a los modelos democráticos de gobierno. Trump recurre a «la “politización populista de la política exterior” (…) en la que esta se formula en función de los intereses políticos nacionales. Por lo tanto, las decisiones de Trump en la escena mundial se entienden mejor como una extensión de la política estadounidense, como otro frente en las guerras culturales de Estados Unidos» (Célia Belin, 2025).
Asimismo, la Administración Trump también mantiene una postura hostil hacia los países emergentes agrupados en los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) e IBSA (India, Brasil y Sudáfrica) del Sur Global. Washington les acusa de querer debilitar el dólar como principal moneda de intercambio internacional, de imponer limitaciones a las empresas estadounidenses de alta tecnología (es el caso de Brasil) y de perseguir, supuestamente, a la población blanca (en Sudáfrica) y a políticos autoritarios (Jair Bolsonaro en Brasil). Además, ha impuesto tarifas arancelarias del 50% a India y a una serie de bienes que importa de Brasil. Estos ataques fortalecen los lazos entre países emergentes y favorecen a China.
Confluencia de intereses
Si las políticas exteriores de administraciones estadounidenses anteriores se consensuaban entre los asesores del presidente (que solían proceder de universidades de élite), altos funcionarios del Estado, así como un selecto grupo de profesionales de medios de comunicación, con Trump se ha alterado este modelo.
El presidente designa como asesores y a puestos importantes a empresarios que financiaron su campaña electoral, así como a periodistas de medios de comunicación ultraderechistas. Por ejemplo, trece multimillonarios ocupan altos cargos en su administración, incluyendo a los embajadores en la Organización de los Estados Americanos (OEA), Francia, Reino Unido y Turquía. El empresario inmobiliario Steven Witkoff, enviado especial para Oriente Medio y Rusia, contribuyó con dos millones de dólares a la campaña electoral de Trump. Witkoff representa, a su vez, al poderoso lobby judío, que apoya incondicionalmente a Israel en el conflicto de Palestina. Trump ha forjado una poderosa alianza con este sector que, en paralelo, comparte con los evangélicos protestantes ultraconservadores, quienes mantienen posiciones proisraelís. Entre 70 y 100 millones de estadounidenses pertenecen a alguna de las muchas iglesias evangélicas distribuidas por todo el país, con mayor presencia en estados del sur y el estado de Missouri (área denominada The Bible Belt). El 61% de los protestantes evangélicos blancos se identifican como republicanos, mientras que sólo el 9% lo hace con el Partido Demócrata.
Un caso revelador es el del secretario de Defensa, Peter Hegseth. Siendo exoficial de la Guardia Nacional del Ejército y excomentarista de la cadena ultraconservadora Fox News, Hegseth pertenece a la extremista iglesia de los reconstruccionistas libertarios antidemocráticos. Desde su llegada al Departamento de Defensa, ha despedido a mujeres y a personal gay y transgénero. Esta iglesia quiere que Estados Unidos sea una «nación cristiana» basada en la ley bíblica del Antiguo Testamento. También destaca el caso de Steve Bannon, estratega de Trump en la primera presidencia, un nacionalista antiglobalización contrario a las élites a las que considera corruptas. Aliado con ideólogos en Rusia, Brasil y otros países, Bannon aboga por una revolución mundial populista-tradicionalista que acabe de forma violenta con el liberalismo. Entre las medidas que propugna se encuentran el refuerzo de las fronteras y la persecución de los inmigrantes, además de debilitar a la UE.
La densa red de medios de comunicación, organizaciones sociales, think-tanks y fundaciones de diferentes facciones, grupos religiosos, corrientes y escuelas incluye a centenares de grupos y subgrupos de la derecha alternativa (alt-right), la Nueva Derecha, la Derecha Cristiana, y el Nacionalismo Conservador. Todos ellos encuentran en la presidencia de Trump un espacio propicio para sus proyectos de sociedad y proyección en el mundo.
Al favorecer esa fluidez entre ideólogos, asesores y altos cargos, Trump cumple con su promesa de atacar a las élites que supuestamente hundieron la credibilidad de los Estados Unidos en el mundo. Además, al nombrar a personajes populares de Fox News y otros medios genera una ficción de acercamiento entre sus votantes y el poder. Esta tendencia populista dominante provoca un efecto arrastre entre políticos con experiencia en política exterior. Por ejemplo, el actual secretario de Estado, Marco Rubio, reniega de su pasado multilateralista y se integra en políticas ofensivas (como los ataques en el Caribe y la ofensiva contra Venezuela para un posible cambio de régimen). Asimismo, se han acabado las políticas consensuadas que se alcanzaban entre congresistas de los partidos Demócrata y Republicano.
Ideólogos inesperados
El movimiento MAGA tiene un sector de ideólogos radicales entre los que sobresale Stephen Miller, compañero doctrinario de Bannon. Miller considera la política exterior como una extensión de la política interior. Subdirector de políticas, especie de primer ministro, defiende la apropiación directa de territorios extranjeros, y señala a los «enemigos internos» (inmigrantes, académicos, medios de comunicación, jueces, fundaciones filantrópicas, ONG, y el Partido Demócrata) como la principal amenaza a la seguridad nacional. Asumiendo cada día más funciones presidenciales, Miller ha planificado la deportación ilegal de inmigrantes procedentes de países africanos y latinoamericanos, el despliegue de la Guardia Nacional en diversas capitales estatales, así como las investigaciones por «terrorismo» de los antifascistas. También toma decisiones junto con el secretario de Estado, Marco Rubio, sobre los ataques ilegales, según el derecho internacional, a embarcaciones de supuestos narcotraficantes en el Caribe, así como la utilización del al ejército contra los cárteles de la droga.
Otro grupo destacado son los «nacionalistas económicos», quienes consideran que la política exterior es principalmente una cuestión comercial. El secretario del Tesoro, Scott Bessent, sostiene que para que Estados Unidos «vuelva a ser grande» son necesarios los aranceles como herramienta de presión. Este grupo apoya el «dominio de la IA» y el sector «energético» global. Sin embargo, el enfoque de Trump sobre los aranceles suele ser más ideológico que económico, y lo utiliza para fines políticos, como la presión sobre México para que controle el paso de inmigrantes y el narcotráfico hacia Estados Unidos. El analista Viala-Gaudefroy considera que «las medidas arancelarias buscan remodelar el orden mundial según su propia interpretación de los intereses de su país. (…) Ahora, todo se convierte en una cuestión de soberanía: tierras raras, minerales estratégicos, datos, rutas marítimas (…) El objetivo ya no es integrarse en los flujos mundiales, sino eludirlos (…) una forma de autarquía imperial».
Por otro lado, existe un grupo que ejerce una fuerte influencia indirecta, aunque sus integrantes no formen parte de la Administración (excepto Elon Musk, que participó durante tres meses), que lo conforman varios empresarios de alta tecnología o «tecno barones». Se dedican, principalmente, a los sectores de la IA, la industria aeroespacial, la robotización y los fondos de inversión, como Peter Thiel, presidente de la empresa contratista del Pentágono Palantir y que tiene una fuerte influencia sobre el vicepresidente J.D. Vance. Thiel considera que ha finalizado la era de la democracia, y aboga –como también el libertario Curtis Yarvin– por que el país sea regido por una élite «tecnomonárquica». Por su parte, Musk, muy cercano a Trump pese a sus desavenencias, comparte la visión elitista de la gobernabilidad.
El investigador Johannes Späth asegura que, actualmente, se observa un reajuste entre las élites tecnológicas de Silicon Valley, que en el pasado apoyaron al Partido Demócrata, produciéndose una intersección entre capital, tecnología y poder político. Los ultrarricos ya no solo se benefician del acceso a contratos gubernamentales, de su influencia en las decisiones políticas, de la desregulación de sus prácticas comerciales o de las exenciones fiscales, sino que además teorizan sobre cómo deberían ejercer el poder.
Sin vuelta atrás
La Administración Trump tiene varias políticas exteriores: desde conciliar con China y Rusia hasta revivir la Doctrina Monroe hacia América Latina –aunque sin intervenir con tropas–, pasando por considerar a Europa como enemiga y querer penalizar a las potencias emergentes, así como abandonar a su suerte a los países pobres del Sur Global. Estas políticas se vinculan con diversas variaciones del nacionalismo conservador y el tradicionalismo religioso, y nuevas corrientes –como los tecno barones– del pensamiento antidemocrático.
Para los países democráticos convivir con una potencia cuya política exterior proviene de múltiples fuentes políticas, religiosas y empresariales requiere anticipación, capacidad de respuesta ante lo imprevisible, así como diseñar una política de alianzas tanto con estados, por ejemplo, del Sur Global, como con diferentes sectores políticos de Estados Unidos. En el caso de Europa, en la medida en que la potencia norteamericana sigue siendo formalmente una aliada, se presenta esta situación como un serio desafío, presente y futuro. Después de este segundo mandato de Trump, la relación de Estados Unidos con el resto del mundo ya no será como antes.
Referencias bibliográficas
Preston, A. (2025). Total defense: The New Deal and the invention of national security. Cambridge, MA: The Belknap Press.
Field, L. K. (2025). Furious minds: The making of the MAGA New Right. Princeton, NJ; Oxford, UK: Princeton University Press.
Notas:
1- Entrevista del autor con Jennifer Mittelstadt, de la Rutgers University (13 de octubre de 2025).
2- Entrevista del autor con Robert Matthews, profesor retirado de la New York University (14 de octubre de 2025).
E-ISSN: 2013-4428
DOI: https://doi.org/10.24241/NotesInt.2025/326/es
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