Violencia sexual como crimen de lesa humanidad: los casos de Guatemala y Perú

Revista CIDOB d' Afers Internacionals_117
Fecha de publicación: 12/2017
Autor:
Jerónimo Ríos,Profesor asociado de Relaciones Internacionales, Universidad EAN (Colombia) y Roberto Brocate, Especialista en derechos humanos y procesos de paz (Colombia)
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Jerónimo Ríos, profesor asociado de Relaciones Internacionales, Universidad EAN (Colombia). jriossie@universidadean.edu.co

Roberto Brocate, especialista en derechos humanos y procesos de paz (Colombia). robertobrocate@gmail.com

Este artículo reflexiona en torno al tratamiento legal de la violencia sexual en contextos de conflicto armado. ¿Cuáles son las afectaciones físicas y emocionales del uso masivo de la violación como una herramienta de guerra? ¿De qué modo se cosifica a la mujer y cómo se proyectan las implicaciones de ello sobre el grupo social de referencia? A fin de responder a estas preguntas, en primer lugar, se realiza una revisión de los estándares internacionales de protección jurídica frente a la violencia sexual; a continuación, se analizan dos estudios de caso: Sepur Zarco, en Guatemala, y Manta y Vilca, en Perú. En estos casos, por primera vez, ordenamientos jurídicos nacionales –con base en el derecho internacional humanitario– se fundamentan en razones jurídicas para condenar delitos de violencia sexual en contextos de conflicto armado como delitos de lesa humanidad.

La violencia sexual fue una de las prácticas más comunes en los conflictos armados del pasado siglo xx, si bien es cierto que hubo que esperar a la conformación del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY) y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR), en los años noventa, para que la violencia sexual fuese jurídicamente tratada como crimen de lesa humanidad y crimen de guerra. No obstante, y aunque en las dos últimas décadas el derecho internacional humanitario (DIH) ha profundizado en la tipificación jurídica y la máxima punibilidad para este tipo de delitos, tanto en el marco de los referidos tribunales internacionales, como en la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), las dificultades siguen siendo ingentes. Ello se debe, principalmente, a que los mecanismos jurisdiccionales nacionales, las barreras políticas y la falta de medidas por parte del Estado se unen a otros factores que desincentivan la persecución y la tipificación de la violencia sexual en el marco de conflictos armados internos como crimen de guerra y lesa humanidad. 

A partir de un escenario teórico y jurídico, que comprende la violencia sexual patriarcal en el contexto de los conflictos armados y analiza su evolución en el tratamiento jurídico del DIH, las siguientes páginas pretenden ir más allá, presentando dos casos que se sitúan ya en el marco de las órdenes jurisdiccionales nacionales que, por primera vez, entienden la violencia sexual como crimen de lesa humanidad y crimen de guerra, con base en los estándares de protección del DIH. Los casos planteados son el de Sepur Zarco, en Guatemala, con sentencia firme, y el de Manta y Vilca, en Perú, en el que la emisión de la sentencia se encuentra en fase procesal y respecto de la cual cabría esperar un tratamiento jurídico similar. Un elemento transversal presente en todo el análisis es la perspectiva de género, que entiende que los conflictos armados –y particularmente los ejemplos de Guatemala y de Perú– son conflictos donde las divisiones de género son indisociables de la violencia producida, y que descarta la noción de que los conflictos armados son neutrales (Escola de Cultura de Pau, 2014) y que las consecuencias de estos son homogéneas y no tienen en cuenta el género (Sheperd, 2008). Por extensión, y como plantea El Jack (2003), hacer referencia al género en conflictos armados supone asumir la hipótesis de que hombres y mujeres protagonizan roles distintos –con independencia de que resulten estereotipados– y que los cambios que resultan de los conflictos armados y la violencia derivada de los mismos afectan, significativamente, a las relaciones de género. Es decir, el empleo de la perspectiva de género en el análisis de la violencia sexual dentro de los conflictos armados, así como de su tratamiento jurídico, no es reducir el fenómeno objeto de estudio a las mujeres que resultan víctimas de la violencia, sino profundizar en aspectos tales como las estructuras sociales patriarcales y las divisiones y fracturas sociales, además de la asignación de roles que retroalimenta y acentúa la violencia sobre la mujer que termina desposeída de su cuerpo, cosificada e invisibilizada.

Todo lo anterior se planteará en este artículo a lo largo de tres partes diferenciadas. En la primera se asientan las bases teóricas acerca de cómo la violencia sexual acabó siendo un ejercicio rutinario de violencia sobre las mujeres en contextos de conflicto a lo largo de buena parte del siglo xx, y cómo ello tiene repercusiones individuales, colectivas, físicas y psicológicas que resultan de imperativa atención. La segunda parte revisa la experiencia jurídica internacional, mostrando cómo ha ido cambiando la posición del DIH respecto de la violencia sexual en contextos de conflicto armado para aterrizar, particularmente, sobre los dos casos objeto de estudio: Sepur Zarco en Guatemala y Manta y Vilca en Perú. Por último, el trabajo finaliza con unas breves conclusiones que invitan a seguir investigando y problematizando este aspecto de la violencia sexual, aún por desarrollar. En la segunda parte del trabajo, además, se incluyen testimonios, fruto de entrevistas en profundidad, que fueron realizadas con colectivos y mujeres que han sido importantes en el desarrollo de los casos de Guatemala y Perú. Se llevaron a cabo entrevistas con Rossy Salazar (abogada de la organización feminista peruana DEMUS y defensora de algunas de las mujeres del caso Manta y Vilca); Julissa Mantilla Falcón (profesora de la Pontificia Universidad Católica del Perú y miembro de la Comisión de la Verdad y Reconciliación de Perú); Ana Lucía Morán (abogada de la organización feminista guatemalteca Unión Nacional de Mujeres Guatemaltecas y defensora de las mujeres en el caso Sepur Zarco) y Paula Marcela Barrios (coordinadora general de la Asociación Mujeres Transformando el Mundo, de Guatemala). Entrevistas todas que, sin duda, enriquecieron el enfoque y desarrollo de este trabajo académico.

La violencia sexual como constante en los conflictos armados

En el siglo xx, especialmente desde la Segunda Guerra Mundial, la violencia sexual ha sido una constante contra las mujeres. En la masacre de Nankín, en diciembre de 1937, los japoneses asesinaros a 100.000 personas y destruyeron gran parte de la ciudad china, y se estima, según el Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente, que más de 20.000 mujeres fueron violadas (Torres, 2008). De la misma manera, Moreyra (2007) recoge que, también durante la Segunda Guerra Mundial, el Ejército Imperial y el Gobierno japonés esclavizaron sexualmente a 200.000 mujeres, denominadas comfort women, hacinadas y vejadas en las llamadas comfort stations, que eran una suerte de burdeles a los que poco más de 200 mujeres lograron sobrevivir (Portal, 2008). Algo parecido ocurrió con las violaciones sistemáticas a mujeres y niñas judías que la Wehrmacht1 protagonizó con motivo de la invasión de Polonia, en septiembre de 1939, y para las que se normalizó la creación de burdeles en buena parte de Europa Oriental con jóvenes y niñas de los territorios que, paulatinamente, se iban ocupando. Más recientemente, aportaciones como la de Lilly (2007) profundizan en otra dimensión de la violencia sexual, menos conocida y que responsabiliza, del mismo modo, a los países aliados. Se estima que el Ejército estadounidense fue responsable de cerca de 14.000 violaciones a mujeres francesas, inglesas y alemanas durante la Segunda Guerra Mundial, mientras que al Ejército Rojo se le imputan más de dos millones de violaciones a mujeres y niñas alemanas entre 1942 y 1945 (Naimark, 1995). Empero, ni el Tribunal Militar Internacional de Núremberg (1945) ni el mencionado Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente (1946) –ante el que se desarrollaron los juicios de Tokio– incorporaron la violencia sexual como crimen de guerra o lesa humanidad, ello a pesar de que los artículos 5 y 6 de los estatutos por los que se constituyeron los respectivos tribunales permitían considerar como lesa humanidad «otros aspectos inhumanos contra la población civil».

Otros trabajos, como los de Villellas (2010) o Villellas et al. (2016), señalan de qué modo la creación de India y Pakistán en 1947, por ejemplo, dejó consigo cerca de 70.000 casos de violencia sexual impunes; o cómo el conflicto que dio lugar a la creación de Bangladesh, en 1971, produjo entre 200.000 y 400.000 casos de violencia sexual cometidos, en su mayoría, por soldados pakistaníes sobre mujeres bengalíes. Más recientes, en los años noventa, se producirían los conflictos de Bosnia y Ruanda. Se intuye que, en Bosnia, entre 20.000 y 50.000 mujeres y niñas musulmanas fueron violadas en masa por las tropas serbias en campamentos habilitados ex profeso (Niarchos, 1995; Booth, 2012). Por su parte, en Ruanda, si bien no había órdenes por escrito que inspiraran la violencia sexual, los líderes hutus animaron a la violación de mujeres tutsis, en una suerte de propaganda ascendente que puso el cuerpo de la mujer en el centro de la espiral de violencia genocida y que involucró a más de 300.000 víctimas (Brouwer, 2005).

Desde el inicio del presente siglo, la violencia sexual en conflictos armados ha seguido utilizando a la mujer como el centro de la guerra, tal y como ha sucedido en la República Democrática del Congo, donde el 39% de las mujeres de la región oriental ha reconocido haber sido violada (Johnson et al., 2010), o en Darfur, donde las mujeres han sido objeto de matanzas y violaciones en masa por parte de las tropas de Sudán. De hecho, las cifras hablan de más de 250.000 mujeres objeto de violencia sexual con una importante omisión por parte de las autoridades sudanesas (Human Rights Watch, 2015). También sigue presente la violencia sexual contra las mujeres en los distintos conflictos internos más recientes de Libia, Irak, Siria o Nigeria, entre otros (Unicef, 2016). 

El cuerpo de la mujer como centro de la violencia sexual

Hacer referencia al género en el contexto de la violencia sexual que se produce en los conflictos armados presupone reconocer de partida la existencia de una realidad patriarcal, donde el hombre hace uso, en un particular proceso de cosificación, del cuerpo de la mujer. La mujer se traduce en una suerte de propiedad, en un proceso en el que a la violencia sexual se yuxtaponen otras violencias físicas que tienden a relegar o banalizar la violencia sexual en sentido estricto. Y es que el cuerpo en sí se erige como un objeto de acción, de maltrato, que, en el caso particular de la mujer, responde a relaciones particulares, patriarcales, donde se observan mecanismos de poder y dominación que hacen que la violencia sexual amerite una atención muy particular (Foucault, 1975). Así, la violencia sexual es la dimensión de la violencia que, dentro de un conflicto armado, mejor permite entender cómo el cuerpo de la mujer se transforma en un motín de guerra y que, a su vez, imbrica elementos de cosificación, dominación y odio, proyectando terror, no solo sobre la mujer, sino al conjunto de la sociedad. De hecho, la esclavitud sexual de la mujer en conflictos armados –no solo en la Segunda Guerra Mundial– ha sido un elemento que evidencia la deshumanización de la mujer en términos de guerra (Bonnet, 1995). A la práctica iniciada por el Ejército japonés con las denominadas «esclavas sexuales del ejército» (gunyou seidorei), se suman infinitud de ejemplos más recientes, como Colombia (Restrepo, 2007), Sierra Leona (Bou Franch, 2015) o Irak, Somalia y Libia, entre muchos otros (Consejo de Seguridad, 2015).

Junto con lo anterior, la violencia sexual sobre la mujer implicaría un simbolismo que trasciende de la propia mujer y que se representa sobre lo colectivo, en la medida en que la violación sistemática y la vejación a las mujeres incorpora un significado de humillación generalizada al colectivo social sobre el que tiene lugar (Human Rights Watch, 1996). El cuerpo de la mujer se traduce en un canal desde el que representar el mensaje de la violencia. La mujer violada es la humillación, a su vez, del hombre que se considera propietario de ella y que no la pudo proteger en el marco de la guerra. La mujer es, por tanto, propiedad del hombre y del conjunto colectivo, y vejar su cuerpo es vejar a la sociedad en la que transcurre la violencia sexual. Ello, además, se traduce en la re-victimización de la mujer, la cual es repudiada por sus familias y parejas, y postergada a un ostracismo de marginación que, por lo general, se termina acompañando de prostitución, desplazamiento forzado o, incluso, el suicidio (Naciones Unidas, 2003). Una situación perfectamente recogida en el testimonio de dos mujeres colombianas, en un trabajo publicado por Amnistía Internacional (2008: 60): «Las sobrevivientes son rechazadas, “mire, mire, la violaron”, por eso una niña tuvo que salir. Las que son violadas durante una masacre (pero sobreviven) igualmente son estigmatizadas. Aquí muchas mujeres son violadas, pero eso no sale a flote. No quieren quedar marcadas por el resto de su vida».

Esta situación conduce a un ocultamiento de la violencia sexual que, hasta hace unos años, invitaba a un carácter marginal o secundario en su tratamiento. En primer lugar, porque la re-victimización y el rechazo social favorece la infradenuncia por parte de las víctimas, las cuales prefieren llevar en el anonimato las consecuencias de la violencia sexual. En segundo lugar, y consecuencia de lo anterior, porque se favorece una impunidad a los perpetradores de este tipo de violencias. Ambos factores convergerían en un abandono, fruto de la descomposición del tejido social, por el que el olvido se convierte en la mejor memoria; de manera que ni el grupo social ni, en muchas ocasiones, la propia institucionalidad están por la labor de apoyar la visibilidad y persecución de este tipo de actos. El resultado de todo ello es una condición de abandono de la mujer, la cual queda fuera de su integración en el grupo social –que se extiende al ámbito familiar, económico y profesional–, lo que la convierte en alguien tan dependiente como vulnerable. Ello a su vez termina retroalimentando, casi inexorablemente, los pilares patriarcales de la sociedad y esta condición de abandono, dependencia y vulnerabilidad se agrava cuando se añaden otras categorías subalternas como la condición rural, la pertenencia étnica o el hecho de que, fruto de la violencia sexual, hayan quedado embarazadas, mutiladas o contagiadas por una enfermedad sexual (Popkin y Roht-Arriaza, 1995).

La protección jurídica internacional frente a la violencia sexual en contextos de conflicto armado

En los juicios de los primeros tribunales militares internacionales, tanto para el Lejano Oriente como el de Núremberg, ninguno de los acusados fue responsabilizado por delitos de cariz sexual, en buena medida porque se argüía que los crímenes de guerra y de lesa humanidad respondían a categorías jurídicas tan generales como superiores. Empero, y de acuerdo con Chinkin (1994), cabe entender que las razones de fondo respondieron, más bien, a que la violencia sexual se justificaba como algo inevitable en el contexto de la Segunda Guerra Mundial y que, por extensión, como una cuestión que no convenía desempolvar. Pocos años después de estos dos tribunales, el Convenio de Ginebra de 1949, así como los protocolos adicionales del 8 de junio de 1977 relativos a la protección de las víctimas de los conflictos armados internacionales (Protocolo i) y a la protección de las víctimas de los conflictos armados sin carácter internacional (Protocolo ii), apenas supusieron un avance con respecto a la tipicidad, la antijuridicidad y la punibilidad de los delitos de violencia sexual. Ello en la medida en que se mantenía la presunción patriarcal de entender la violación sexual o la prostitución forzada como atentados contra el honor de las mujeres y, por tanto, como actos contrarios al DIH, pero no como una infracción grave. Esto, como señala Portal (2008), no es baladí, pues mientras que hablar de acto contrario al DIH apenas exige tomar medidas para su cese, la infracción grave representa el imperativo, no solo de reprimir el acto generador de la violencia sexual, sino de castigar la acción con la categoría de crimen de guerra.

No obstante, el hecho de que hacia finales de los años setenta se retomase el debate sobre la posición de la violencia sexual en el DIH estaría conectado, directamente, con la eclosión del movimiento feminista, el cual confiere complejidad a la violencia sexual e inicia un proceso de problematización, visibilización e, incluso, politización, que fortalece el relato sobre su comprensión como crimen de guerra y lesa humanidad. Un hecho, este, que se materializa, primero, con la posición que al respecto asume el Comité Internacional de la Cruz Roja, a finales de los ochenta, y que se termina tipificando en la conformación de los tribunales penales internacionales para la ex Yugoslavia y Ruanda (Bruneteau, 2006). Y es que en estos dos tribunales tienen lugar dos importantes novedades. Por un lado, los estatutos de ambos tribunales reconocen ex profeso la violación sexual como crimen de lesa humanidad y crimen de guerra, en el artículo 5 (apartado g), para el caso de ex Yugoslavia, y en el 3 (apartado g), en el de Ruanda. Por otro, se invoca por primera vez la conocida como doctrina de la responsabilidad de mando, definida como «la responsabilidad del superior por el incumplimiento de actuar para impedir conductas penales de sus subordinados. El superior es responsable por la falta de control y supervisión de los subordinados en el evento en que cometan delitos. De esta forma, el superior es responsable, tanto por su propia falta al intervenir como por las conductas penales de otros» (Ambos, 1999: 527).

Por último, cabría destacar los últimos avances jurídicos, tanto en el ámbito de la Corte Penal Internacional (CPI) y el Estatuto de Roma, de 1998, como en la experiencia de la Corte IDH. Del lado de la CPI, es importante señalar que se reconoce la violencia sexual no solo, estrictamente, como crimen de guerra y de lesa humanidad, sino que, además, cuando concurren ciertos elementos, resulta susceptible de ser entendida como práctica genocida (Lemkin, 1946). Ello daría continuidad a lo planteado en los tribunales penales anteriores, pues la violencia sexual se sustantiva, a partir de entonces, como producto de una situación de fuerza, amenaza y coacción, que se concreta a través de seis crímenes de índole sexual: violación sexual, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada y, finalmente, otros actos de violencia sexual de gravedad comparables –lo cual abarcaría la unión forzada, el aborto forzado o la mutilación genital–. Todos ellos pasarán a ser concebidos como delitos de lesa humanidad cuando concurre un ataque sistemático o generalizado, de carácter doloso, y donde la víctima hace parte en su conjunto, o parcialmente, de un grupo social concreto. Asimismo, estos tres elementos implican que el delito sexual, en cuanto que de lesa humanidad, resulta imprescriptible, punible con la tipicidad más elevada prevista en el ordenamiento jurídico nacional y con aplicabilidad del ya mencionado principio de responsabilidad de mando. Por otro lado, y sin que resulte excluyente, la violencia sexual puede pasar a ser considerada como crimen de guerra cuando concurren contextos de conflicto armado, siendo la diferencia entre esta categoría y la anterior, la naturaleza de la perpetración. Es decir, mientras que la lesa humanidad requiere que los actos violentos no sean aislados y respondan a una razón organizativa y planificada, los crímenes de guerra son violaciones al DIH que sobrepasan los límites en el uso de la guerra por razón de un conflicto armado, pudiéndose constreñir a un plano individual. 

Todo lo expuesto –desde finales de los noventa y principios de la década pasada– también está presente en el marco de la Corte IDH, la cual avanza en el desarrollo de nuevas prácticas procesales que buscan proteger a la víctima de un crimen de violencia sexual, por ejemplo, favoreciendo las audiencias a puerta cerrada; entendiendo que no hay consentimiento cuando este se encuentra mediado por condiciones de amenaza, fuerza o coacción, o considerando que la credibilidad o la honorabilidad de una víctima de violencia sexual no puede inferirse de la naturaleza sexual de su comportamiento anterior. Y es que el Sistema Interamericano de Derechos Humanos (compuesto por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos [CIDH] y la Corte Interamericana de Derechos Humanos [Corte IDH]) ha tenido una posición más marcada en la protección de los delitos de violencia sexual, al entender que este tipo de violencias ejercidas sobre la mujer, en tanto en cuanto representan un daño físico y mental (Unicef, 2013), con un propósito destructivo y con una culpabilidad en la que media un agente del Estado o un tercero por aquel, son susceptibles de ser elevadas a la categoría de tortura. Ello fue evocado en el caso Raquel Martín de Mejía contra Perú, de 10 de marzo de 1996, aunque por la ausencia de recursos internos y debido a la implicación en el caso de miembros de la fuerza pública peruana, no resultó investigado. Más lejos se iría con el caso María Elena Loayza contra Perú, de 17 de septiembre de 1997, donde, por primera vez, la Corte IDH se referirá a la violencia sexual dentro del marco del conflicto peruano como un trato cruel, inhumano y denigrante, que transgrede el artículo 5 de la Convención Americana de Derechos Humanos. 

En esa misma línea –de creciente protección frente a los delitos de violencia sexual– y también en el marco del conflicto peruano, destaca el caso del Penal Miguel Castro Castro contra Perú, de 25 de noviembre de 2006. En la cárcel Miguel Castro Castro, mujeres sospechosas de pertenecer a Sendero Luminoso fueron sometidas a tratos sexuales vejatorios, sin salubridad y sin privacidad, y cuyo corolario fue un traslado fallido por un asalto militar a la cárcel, que se saldó con 42 muertos, 175 heridos y 322 víctimas de tratos denigrantes. La sentencia amplió la comprensión de la violencia sexual al entenderse que: «Esta violencia no se limitó a violación sexual, sino que las mujeres fueron sometidas a una gama más amplia de violencia sexual que incluyó actos que no envolvían penetración o contacto físico. (…) existen alegaciones de violación sexual con las “puntas de las bayonetas” (…) [y] las revisiones o inspecciones vaginales de las presas en el contexto de requisas llevadas a cabo por policías varones encapuchados, usando fuerza, y sin otro propósito que la intimidación y abuso de ellas constituyeron flagrantes violaciones a los derechos de las presas, constituyendo violencia contra la mujer. Asimismo, las revisiones vaginales practicadas a la visita femenina de los sobrevivientes en total ausencia de regulación, practicada por personal policial y no de salud (…) constituyó violencia contra la mujer; y otras formas de violencia sexual incluyeron amenazas de actos sexuales, “manoseos”, insultos con connotaciones sexuales, desnudo forzado, golpes en los senos, entre las piernas y glúteos, golpes a mujeres embarazadas en el vientre y otros actos humillantes y dañinos que fueron una forma de agresión sexual» (Corte IDH, 2006: 97-98).

La violencia sexual como delito de lesa humanidad: los casos de Guatemala y Perú

A continuación, se va a profundizar en dos casos que, por su trascendencia, originalidad, alcance y sentido pueden representar un nuevo avance en la tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad de los crímenes sexuales como delitos, no solo de guerra, sino de lesa humanidad. Una nueva tipología punitiva que añadiría otra particularidad, como es la sanción desde ordenamientos jurídicos nacionales amparados en estándares de protección propios del DIH. Así, se abordan dos casos: uno con sentencia firme, el caso Sepur Zarco, de Guatemala, y otro en proceso abierto, que sería el caso de Manta y Vilca, en Perú. Mientras que en el primero se ha conseguido castigar como delitos de lesa humanidad una serie de casos de violencia sexual, en el segundo se pretende seguir por la misma vía, recurriendo a razones y argumentos jurídicos de carácter similar.

El caso Sepur Zarco: violencia sexual como crimen de lesa humanidad

En Guatemala, tal como reconoce la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH), la violencia sexual se constituyó en una práctica común y sistemática por parte de los integrantes de la fuerza pública guatemalteca, en su propósito de afectar y debilitar a la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca, especialmente entre 1982 y 1988. Precisamente, hacia finales del verano de 1982, en el valle del Polochic, entre los municipios de Panzós y El Estor, se conformó el destacamento de Sepur Zarco, un destacamento militar levantado tras la política de tierra quemada con la que llega al lugar la fuerza pública, en un contexto de lucha contrainsurgente. El levantamiento de esta comunidad supuso la desaparición y muerte de multitud de líderes comunitarios, cuyas esposas pasaron a ser denominadas «mujeres solas» y, con ello, cosificadas a efectos de las reiteradas prácticas de violencia sexual y esclavitud sexual y doméstica a la que fueron sometidas. Mujeres que, como relata la sentencia, fueron obligadas a trabajar en condiciones de esclavitud por turnos, para cocinar, lavar y atender a los militares ubicados en el destacamento. Así lo reconocen algunos testimonios recogidos2: «Vayan a bañarse, nos decían, y luego venían a violarnos. El primero era un hombre gordo y después eran otros delgados». Otra de las víctimas explica: «Subían los soldados a buscar a las personas que se refugiaban en la montaña. Al regresar pasaban por mi casa y abusaban de mí, no me acuerdo de todo, yo me desmayé, no me fijé cuántos fueron, tuve mucha hemorragia y yo me quedé desmayada».

Se dieron condiciones de violación sexual, rotativa y constante, por parte de los soldados, no solo del destacamento de Sepur Zarco, sino también de los colindantes de Puerto Barrios y Cobán. Las prácticas sexuales fueron perpetradas con todo nivel de violencia, de manera que las mujeres eran incluso obligadas a ingerir píldoras anticonceptivas e inyecciones. La violencia sexual se fue extendiendo y se impuso, más allá de las mujeres de los líderes desaparecidos, a toda mujer, joven o niña del lugar, y como una práctica generalizada, también a mujeres embarazadas o recién acabadas de dar a luz. Durante seis años, esta práctica de violencia sexual masiva se instaló en Sepur Zarco, en unas condiciones de las que las mujeres no podían escapar. De hecho, en algunos casos, incluso se realizaron operativos de búsqueda sobre aquellas que trataban de huir, mientras que, en otros, eran directamente los militares los que se encargaban de quemar y destruir los campos y casas de estas mujeres indígenas. De acuerdo con la CEH (1999), las mujeres indígenas llegaron a suponer el 89% del total de víctimas sexuales cuantificado durante los años de conflicto.

El caso Sepur Zarco, por todo ello, marca un antes y un después en la protección y restauración jurídica de los derechos de las mujeres frente a casos de violencia sexual inmersos en contextos de conflicto armado. De este modo, lo que se evoca en el proceso es que la guerra tiene límites inexpugnables, y que la violencia sexual ejercida sobre miles de mujeres guatemaltecas en los años ochenta ha necesitado, para su restitución jurídica, de una notable capacidad organizativa, de lucha y de acción colectiva de algunas de aquellas mujeres que reivindicaban la reparación del daño sufrido. Así lo reconoce la abogada del caso, Ana Lucía Morán: «Para ese momento (al inicio del proceso), en el ámbito de los juristas, la opinión vox populi era: no se puede. Esos casos ya prescribieron. Además, la violencia sexual no está tipificada como tal, como un delito, ni como crimen de guerra, ni como de lesa humanidad. Teníamos un problema en la legislación interna, el artículo 378 del Código Penal era una ley penal en blanco donde nos mandaba a ver qué convenios ha adscrito Guatemala y ver si había delitos de trascendencia internacional que se hayan violado y pues entonces buscar la manera de sancionarlos. (…) Lo que teníamos que hacer era explorar la jurisprudencia, precisamente de los tribunales penales internacionales de la ex Yugoslavia y Ruanda. A partir de estos tribunales la violencia sexual estaba siendo instituida como un delito de lesa humanidad» (entrevista en profundidad, 12 de abril de 2017).

Los destinatarios de las demandas y el ulterior proceso penal fueron dos responsables militares: el entonces subteniente Esteelmer Francisco Reyes Girón y el comisionado militar de Panzós, Heriberto Valdez Asig. El primero fue responsabilizado de delitos de lesa humanidad por razón de violencia sexual y tratos denigrantes a 11 mujeres de la etnia q’eqchi, con una sentencia que le reconoce como responsable directo de tres víctimas mortales y con una pena inconmutable de 120 años. Además, la sentencia del Tribunal Primero de Sentencia Penal (2016: 15) por el caso Sepur Zarco añade lo siguiente: «una sola orden suya hubiera sido suficiente para prevenir o detener su comisión, pues era de su conocimiento que esas órdenes infringían el Derecho Internacional Humanitario». Respecto al segundo responsable, Heriberto Valdez, se plantean los mismos delitos de violencia sexual, tratos humillantes y degradantes en Sepur Zarco, además de responsabilizársele por la detención ilegal de siete líderes comunitarios, hasta el momento desaparecidos. La sentencia, asimismo, reconoce que las comunidades, en tanto que civiles no combatientes, tenían derecho a ser respetadas bajo las normas inquebrantables del DIH; ello no solo no sucedió, sino que la actuación de Valdez se saldó con el maltrato y la privación de libertad de los hombres y la violación masiva de las mujeres, por lo que su condena final ascendió a 240 años, igualmente, de cariz inconmutable.

El fundamento jurídico para entender que la violencia sexual era susceptible de ser tipificada como delito de lesa humanidad se encontró en la remisión del artículo 378 del Código Penal guatemalteco a los delitos contra los deberes de la humanidad, de manera que el tribunal, en la argumentación de su sentencia, se basó en buena parte de los estándares del DIH planteados en este trabajo. Es decir, se comprende que la violencia sexual, de acuerdo con el artículo 3 del Convenio de Ginebra, es prohibida por suponer un ataque y trato denigrante a la población civil. De este modo, se invoca el artículo 46 de la Constitución guatemalteca, que reconoce, expresamente, la prevalencia de las normas internacionales en materia de derechos humanos (Tomuschat, 2001), y a la cual se adhirieron las organizaciones de mujeres, parte acusadora en el proceso, también, aludiendo a la Resolución 1325 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés). No obstante, y a pesar de que en el juicio se entendió que los actos juzgados en Sepur Zarco constituyeron una individualidad, en tanto en cuanto cada víctima y situación tiene un valor en sí misma, el hecho de recurrir al tipo delictivo de lesa humanidad exigió que el destinatario fuera la población civil en su conjunto y que, por extensión, el delito no pudiera dividirse.

Tras la sentencia, emitida el 26 febrero de 2016, el último paso fue la audiencia para una reparación digna a las víctimas, acontecida el 2 de marzo de 2016 y en la que se conminaron cinco acciones orientadas a la recomposición del tejido social y reparación del daño causado. Una de las acciones, por parte del Gobierno, debe dirigir una serie de iniciativas para resignificar Sepur Zarco: mejorar el sistema educativo y de salud, así como las instalaciones y condiciones materiales del lugar; poner en marcha proyectos culturales de empoderamiento de la mujer y traducir la sentencia a los 24 idiomas mayas. Además, está previsto que se incorpore, en los cursos de formación militar, un componente específico sobre los derechos de la mujer y prevención de la violencia, y que se garantice la seguridad integral de las víctimas y familiares. También, entre las medidas de la reparación, destaca la creación de un monumento conmemorativo a las víctimas de Sepur Zarco en el municipio de El Estor, además de la mejora de la infraestructura y las necesidades básicas de las comunidades de las víctimas. Igualmente, se especifica la importancia de seguir investigando los hechos irresolutos y las desapariciones forzadas y, en favor de la parte acusadora, se insta a que los querellantes inicien el trámite para que el día 26 de febrero, que fue el día de emisión de la sentencia, se declare en Guatemala el «Día de las víctimas de violencia sexual, esclavitud sexual y doméstica». Finalmente, queda la reparación a cargo de los condenados que, en todo caso, deberán resarcir económicamente a las víctimas por familiares desaparecidos en Sepur Zarco, así como a las 11 mujeres víctimas de la violencia sexual allí acontecida.

Paula Marcela Barrios, coordinadora general de la Asociación Mujeres Transformando el Mundo, explicaba recientemente sobre el caso: «Guatemala, nunca quiso que se hablase de lo que ha ocurrido en la guerra y la participación que tuvo el Estado y el Ejército en el conflicto. Sepur Zarco plantea la desigualdad social, el racismo contra los pueblos indígenas (…) Al final, las comunidades indígenas se veían como comunidades que podían colaborar con los grupos insurgentes, además del interés del Ejército por exterminar a las comunidades mayas. [Y es que] el abogado de la defensa, ya en sus conclusiones, en un estado de desesperación, llegó a decir que las mujeres se prostituían. Y lo quiso justificar como la prostitución, que son los comentarios que siempre escuchamos y que responsabilizan a las mujeres de esa violencia sexual. No tuvieron elementos para poderse defender. Hasta las mismas testigos que la defensa presentó, en el juicio, a través de un buen interrogatorio, dijeron que prácticamente vivieron lo mismo. Sus propias testigos se revirtieron y hablaron de la violencia sexual de la que fueron víctimas también» (entrevista en profundidad, 15 de abril de 2017).

Manta y Vilca, tras la senda de Sepur Zarco

Como sucediera en Guatemala, en 2001 se creó la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) en Perú, que debía investigar y arrojar luz sobre los sucesos y acontecimientos que tuvieron lugar entre mayo de 1980 y noviembre de 2000, en el marco del conflicto armado entre el Estado peruano y las guerrillas de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA). Uno de los elementos más novedosos que plantea la experiencia peruana, y que seguramente aparecerán en otros casos ulteriores, como el colombiano, fue la dedicación de uno de los capítulos del informe final a la violencia sexual, lo cual, inicialmente, no estaba previsto (Mantilla, 2006). Siguiendo los estándares de la Corte IDH ya mencionados, y que también están presentes en el caso Sepur Zarco, la CVR utilizó un concepto de violencia sexual que, más allá de la violación, integraba otras acciones como prostitución forzada, embarazos forzados, humillaciones sexuales o esclavitud sexual, entre otras. De la misma manera, los resultados eran claros con respecto al tipo de violencia patriarcal y las categorías subalternas destinatarias de la misma. Se identificaron 538 casos de violencia sexual, de los cuales 527 fueron contra mujeres, mayormente indígenas, hablantes de quechua, analfabetas y pobres, entre 10 y 29 años, en las regiones, sobre todo, de Huancavelica, Ayacucho y Apurímac, al sur de Perú. De estas, el 83% eran responsabilidad de agentes del Estado y solo el 11% de las guerrillas (CVR, 2003). No obstante, si se tiene en cuenta el Registro Único de Víctimas del Consejo de Reparaciones del Ministerio de Justicia, se contabilizarían un total de 4.567 víctimas de violaciones durante el conflicto armado, a lo que se sumarían otras 1.500 víctimas de otros tipos de violencia sexual.

Como sucediera en el caso guatemalteco, la subrepresentación y la invisibilidad real de los acontecimientos resultan flagrantes. En Sepur Zarco solo 11 mujeres, para un total de 15 testimonios, formaron parte activa del proceso. Así, en un conflicto como el peruano, que dejó consigo más de 69.000 víctimas, resulta significativo que solo poco más de 500 víctimas salieran a la luz; ello, tal y como se mencionaba al inicio de este trabajo, como consecuencia del estigma, la re-victimización, el rechazo social y la propia rutinización de la violencia, que hacen que en muchas ocasiones las víctimas entiendan que se trata de situaciones propias de la guerra y no de flagrantes violaciones a los derechos humanos y el DIH (Boesten, 2016). También afectaba el hecho de que, en la mayoría de los casos, y como constató la CVR, la violencia sexual quedaba enmarcada como parte de los asesinatos y las desapariciones forzadas, lo cual dificultó sobremanera la investigación de estos hechos. Empero, la CVR, en su informe, enfatizaba cómo la violencia sexual se volvió una práctica generalizada, mayormente en contextos rurales y amazónicos, y en menor medida en contextos urbanos, realizándose de manera sistemática, en dependencias policiales y judiciales, por agentes del Estado que, como en Guatemala, buscaban ultrajar a mujeres sospechosas de ser cercanas a los grupos guerrilleros, en un absoluto marco de impunidad. Lo anterior diferencia estos casos de los atribuidos a Sendero Luminoso y el MRTA, en los cuales, de acuerdo a los testimonios, no fue posible atribuir la responsabilidad de su violencia ejercida como una práctica sistemática o generalizada, aunque resultase igualmente transgresora de los derechos humanos.

Tras la realización del trabajo de la CVR, esta puso en manos del Ministerio Público casi medio centenar de casos de violaciones a los derechos humanos, de las cuales tres se referían, explícitamente, a casos de violencia sexual: 1) MM, 2) las bases militares de Manta y Vilca, en Huancavelica, y 3) Chumbilicas, toda vez que la violencia sexual se había añadido a otros cuatro casos juzgados, todos individuales, y a los hechos acontecidos en las bases militares de Capaya, Santa Rosa y Totos (Astocondor et al., 2011). Y es que, aunque en 2004 el Poder Judicial peruano abría una vía ad hoc de juzgamiento para la investigación de los casos flagrantes de vulneración de los derechos humanos entre 1980 y 2000, es igualmente cierto que, en lo que concierne a la violencia sexual y su judicialización, los resultados aún están por llegar. Como reconoce Mantilla (2015), de las 97 sentencias emitidas por la Sala Penal Nacional con relación a estos casos, en ninguna de ellas se recoge la violencia sexual. Ello es consecuencia de la escasa colaboración del Ministerio de Defensa, la prescripción de los delitos, la falta de recurso de las víctimas o las diligencias de un proceso penal totalmente re-victimizador. Así lo recocía la abogada del caso, Rossy Salazar: «En Perú los únicos casos tipificados como de lesa humanidad son tortura, genocidio y desaparición forzada. Pero violencia sexual, no (…) A nivel de imponer pena o señalar cuál es la norma que se aplica a los imputados se utiliza el Código Penal del año 24, Código Penal que regía hasta el año 90, y el Código Penal del 91, que es un caso más reciente. (…)  En Perú la politización va ¿en qué aspecto?, en que el Estado no quiere reconocer que también ellos han violado derechos. En casos de violencia sexual salen a decir que son casos aislados, que algún oficial, que algunos militares cometieron, pero que eso nunca fue una práctica que el Estado toleró. Pero la pregunta que nosotros nos hacemos es: ¿por qué en varias provincias del Perú donde se dio, los agresores fueron militares?» (entrevista en profundidad, 13 de marzo de 2017).

Sin embargo, el caso de Manta y Vilca es importante por tratarse del más avanzado en instar la protección y el reconocimiento de las víctimas de crímenes de lesa humanidad erigidos desde la violencia sexual. Ello porque el Código Penal peruano, de 1991, reconoce dicho tipo, en el cual se apoya un pronunciamiento de 2003 de la Fiscalía Supraprovincial Penal de Huancavelica, que entiende que los hechos perpetrados en las bases militares de Manta y Vilca, en cuanto a violencia sexual, son imprescriptibles porque ameritan ser concebidos como delitos de lesa humanidad. He aquí una dificultad añadida con respecto a Sepur Zaco en relación con cómo se han llevado y se están llevando a cabo las diligencias procesales, unas diligencias con escasa participación y apoyo del Instituto de Medicina Legal, con falta de personal adecuado –por ejemplo, considerando que las víctimas, mayormente, son hablantes de quechua– y que desatienden la re-victimización de un proceso que busca indagar en los hechos perpetrados hace décadas. Así, basta señalar la falta de sensibilidad, aún hoy en día, con las víctimas por parte de las autoridades, y la falta de apoyo a los testimonios en favor de las víctimas; o hechos más flagrantes si cabe, como la petición de pruebas de ADN a los niños resultantes de embarazos por violación, lo cual cuestiona directamente la integralidad de las víctimas, la exigencia de órdenes manuscritas de los perpetradores o la presencia física, en Lima, de las víctimas, mayormente concentradas en contextos rurales, muy pobres y apartados en Huancavelica.

Sea como fuere, el referido caso de Manta y Vilca, que fueron bases militares del departamento de Huancavelica, es reconocido, por parte de la CVR, a partir de los hechos perpetrados desde 1984. Los agentes del Estado entraban en las poblaciones aledañas, de manera arbitraria, acusando a las víctimas de proximidad a la guerrilla y llevándoselas a la base, donde eran violadas de manera reiterada, siendo una de las consecuencias de aquello, precisamente, que en estas localidades haya muchas personas (32) que son fruto de nacimientos producto de una violación. De hecho, la propia CVR reconoce que, a falta de apellidos, los niños y niñas nacidas de aquellos crímenes llevan el apodo o alias con el que era conocido el integrante, en ese momento, de la fuerza militar de turno. Así, de un total de 24 casos reportados, 14 mujeres pudieron finalmente denunciar el ultraje al que fueron sometidas entre 1984 y 1998, y del que existen multitud de testimonios directos como este (Crisóstomo, 2011: 5): «Me seguían interrogando, me jalaban, me golpearon. Dijo: “Ya que no quieres hablar, haremos lo que es de costumbre”. Me ha empezado a violar, seis eran, el teniente era Sierra. “Habla si sabes, habla y te vamos a dejar, y si no, seguiremos”, decía, y toditos me han pasado, los seis, yo no podía reclamarles nada. Seguro era por lo que mi hermanito Pancho ha andado con Sendero». Otro testimonio relataba: «Me han maltratado, me tiraban con el arma en el cuello, en la barriga, en la espalda, me agarraban a patadas, me decían: “Ya, terruca, conchatumadre, habla, ¿dónde están las armas y los explosivos?”, me pegaban, me insultaban, me han abusado varias veces, primero el capitán y luego pasaba su tropa, esa vez, el capitán Papilón y el suboficial Rutti» (ibídem).

A partir del pronunciamiento de la Fiscalía Penal de Huancavelica en 2003 y el proseguimiento de las acciones para proteger a las víctimas de estos casos de violencia sexual en el marco de los crímenes de lesa humanidad, cinco años después, la misma Fiscalía, de oficio, presentó una denuncia penal frente a un grupo de militares de las bases de Manta y Vilca, acusándoles de delitos de violación sexual subsumibles en el marco de vulneración de los derechos humanos y el DIH. En febrero de 2009, el proceso se trasladó a Lima y se abrió el proceso penal de manera formal, a instancia del Juzgado Penal Supranacional de Lima, y seis años después, en febrero de 2015, daba un nuevo paso gracias a que la Tercera Fiscalía Superior Penal de Lima acusaba, de oficio, a 14 militares a los que responsabilizaba de crímenes de violencia sexual. Ello, imperativamente, se ha traducido en un juicio oral que, como en Sepur Zarco, invita a que se invoque el reconocimiento de este tipo de violencia sobre las mujeres, en contextos de conflicto armado, como crímenes de lesa humanidad. Así lo sugiere la profesora Mantilla: «Si tú lees el caso de Manta y Vilca, lo que nosotros investigamos no fue judicial porque se trataba de una Comisión de la Verdad, pero Manta, a mi juicio, encaja perfectamente, digamos, en lo que tiene que ver con un patrón sistemático, por el tiempo que duró y la manera como se dio. Y si has revisado Sepur Zarco, tú te das cuenta [de] que hay mucha similitud en el modusoperandi. El tema de la base, el tema del traslado a las mujeres, etc. Entonces yo sí creo que hay los elementos suficientes para sancionar» (entrevista en profundidad, 13 de abril de 2017). Tanto la Fiscalía como las partes entienden que la violencia sexual fue generalizada y sistemática, que atentó contra la dignidad humana y contra la población civil, en su conjunto, lo cual, de prosperar, y teniendo en cuenta las penas que prevén las normas aplicables –el Código Penal de 1924 (artículo 196) y el de 1991 (artículo 170)–, invita a pensar que las solicitudes de pena, a pesar de que se trata de delitos cometidos hace tres décadas, puedan ser de privación de libertad. Esta privación de libertad sería por un tiempo que, en función de las responsabilidades, oscilaría entre los 8 y los 20 años para los 14 militares acusados, de los que solo 7 se han personado en el juicio oral. 

Conclusiones

Con base en lo expuesto, se pueden plantear varias conclusiones. En primer lugar, se observa cómo la violencia sexual sobre la mujer ha sido una constante en conflictos armados, no siendo hasta la aparición de los tribunales penales internacionales para la ex Yugoslavia y Ruanda, en la segunda mitad de los años noventa, cuando se empieza a plantear la necesidad de tipificar estos delitos como crímenes de lesa humanidad y de guerra. De hecho, la creación del Estatuto de Roma y de la CPI, así como significativos avances por parte de la Corte IDH, permiten encontrar argumentos jurídicos sólidos para entender la violencia sexual como una transgresión de primer orden del DIH y los derechos humanos. Esto va a ser muy importante en América Latina porque, tras los convulsos años setenta y ochenta, cuando la región estuvo inmersa en numerosos conflictos armados, la violencia sexual ejercida contra las mujeres podría encontrar finalmente mecanismos garantes que permitan no solo visibilizar y restituir el daño realizado sino, también, proyectar ante la imagen pública de qué modo la perpetración se hizo, no en pocas ocasiones, desde las instancias puramente estatales.

Dos ejemplos de lo anterior lo representan los casos abordados de Guatemala y Perú. En Sepur Zarco se destacaba el hecho de que, por primera vez, existe una sentencia firme que repara a las víctimas y condena a los perpetradores, miembros de la fuerza pública, a importantes penas por la comisión de delitos de violencia sexual castigados como delitos de lesa humanidad. Esto supone un referente jurisprudencial, no solo en Guatemala sino, por su contundencia argumentativa y su fundamentación jurídica, también en el resto de países de América Latina donde han concurrido situaciones similares. El caso más próximo es en Perú, donde el caso de Manta y Vilca presenta unas características análogas a Sepur Zarco y para el que se espera que se pueda hacer extrapolable el tratamiento de la violencia sexual como crimen de lesa humanidad. Sin embargo, a diferencia de Guatemala, los reparos y dificultades procesales han sido mucho mayores en Perú, del mismo modo que el nivel de compromiso de las instancias oficiales ha sido también menor. Se está aún en fase de proceso penal pero, de darse una sentencia parecida a la de Sepur Zarco, podría pensarse en una hoja de ruta cada vez más sólida y visible a efectos de incrementar el nivel de punibilidad de los delitos de violencia sexual en el marco de conflictos armados. No obstante, aún queda mucho por hacer. Es imprescindible una mayor articulación entre colectivos feministas latinoamericanos y mayor calado en el intercambio de experiencias, buenas prácticas y lecciones aprendidas. Las exigencias de visibilización, problematización y politización son ingentes, y siempre insuficientes, si lo que se quiere es agitar conciencias jurisdiccionales que, todavía, en muchos casos, siguen entendiendo que la violencia sexual es un daño colateral de los conflictos armados y no, en sí mismo, un crimen de guerra, cuando no de lesa humanidad, imposible de aceptar.

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Notas:

1- La Wehrmacht son las Fuerzas Armadas unificadas de la Alemania nazi, compuestas por el Ejército (Herr), la Armada (Kriegsmarine) y la Fuerza Aérea (Luftwaffe).

2- Véase: http://www.soy502.com/articulo/muchas-veces-fui-violada-continuan-testimonios-caso-sepur-zarco 

Palabras clave: violencia sexual, crímenes de lesa humanidad, derecho internacional humanitario, Perú, Guatemala

Revista CIDOB d’Afers Internacionals, nº 117. pp. 79-99
Cuatrimestral (abril 2017)
ISSN:1133-6595 | E-ISSN:2013-035X
DOI: doi.org/10.24241/rcai.2017.117.3.79

Fecha de recepción:  18.04.2017  ;  Fecha de aceptación:  05.04.2017