¿Por qué existe la guerra?: un recorrido del pleistoceno al antropoceno
Durante las últimas cinco décadas he llevado a cabo una amplia investigación dedicada al tema de la guerra1, a través de la cual he explorado principalmente dos aspectos: la relación entre la naturaleza humana y la guerra, o qué pruebas cabe reunir sobre la predisposición de las personas a matar a los extraños; y la elaboración de una teoría general de la guerra, es decir, un análisis de por qué existe la guerra, cuáles son sus diferentes patrones culturales o qué tipo de decisiones conducen a contiendas específicas.
Acerca de la naturaleza humana, suele afirmarse (o simplemente se presume) que los pueblos o las personas han sido programados evolutivamente para distinguir fatalmente entre «ellos» y «nosotros», aunque ciertamente se reconocen variaciones culturales y situacionales. Pero merece la pena preguntarse: ¿nacen los seres humanos con algún tipo de tendencia a matar a los extraños, a los «ellos» de la competencia reproductiva? Obviamente, estamos capacitados para el conflicto, para la guerra y, con frecuencia, optamos por ella, pero la pregunta clave es si la evolución nos empuja en esa dirección. Y mi respuesta es que no.
La principal ventaja evolutiva de la humanidad es la ausencia de tendencias sociales innatas, junto con una inteligencia de aprendizaje omnívora. Esta plasticidad, la dimensión adaptativa de la humanidad, es el fundamento de la cultura. La cultura en movimiento, dinámica ante las restricciones de la realidad concreta y en respuesta a los impulsos exógenos, es lo que determina la historia. La confluencia de todo el conjunto, social y simbólicamente procesado, crea las circunstancias inmediatas para la guerra real. Este es el ámbito de la autonomía, que incluye la personalidad de los líderes, donde se construye el «nosotros contra ellos» que aporta el contexto de la elección por la guerra o por la paz.
La perspectiva innatista neodarwiniana se basa en tres pilares: la guerra «tribal», los rastros de guerra en el registro arqueológico y el comportamiento bélico de los chimpancés. Y en el contexto de mi investigación, he examinado los tres.
El término «tribal» es una noción difícil de acotar, pero a grandes rasgos da a entender que la gente siente afinidad naturalmente por sus semejantes y repulsa por los extraños. Pero esto tiene muy poco de natural; existen evidencias arqueológicas del Paleolítico que demuestran la existencia ya desde entonces de un continuum de prácticas y estilos a escala continental, es decir, es posible hablar de la existencia de un único gran pueblo. En la arqueología del Holoceno sí aparecen diferenciaciones geográficas, asociadas a las redes sociales de los diferentes entornos, pero en las periferias se entremezclan, sin indicios de fronteras. No será hasta mucho más tarde, con el surgimiento de los «estados» primigenios, que emergerán fronteras tribales delimitadas a partir de los procesos económicos, políticos y militares, dentro de las zonas tribales. Y esta tendencia prosigue hasta llegar a las sociedades contemporáneas, en el que el binomio nosotros/ellos es principalmente situacional; Cabría preguntarse: ¿qué «nosotros» sois «vosotros»?.
Si la guerra fuese intrínseca a la naturaleza humana, debería estar presente en todo el registro arqueológico –y, de hecho, esto es lo que se presupone de manera habitual–. Sin embargo, si nos atenemos a las evidencias existentes, no es así. La guerra deja su marca en huesos, asentamientos y herramientas, y la evidencia es que no hay signos de guerra en períodos arqueológicos muy tempranos, si bien es cierto que no resulta raro encontrar indicios de violencia entre individuos. La afirmación comúnmente aceptada de que entre un 15% y un 25% de los restos humanos hallados por la arqueología reflejan muertes violentas se extrae de la sobrerrepresentación de las situaciones inusualmente violentas más o menos puntuales entre los yacimientos, o de extrapolar a épocas anteriores hallazgos posteriores. Si abrimos al máximo el foco geográfico y temporal y analizamos un volumen extenso de los estudios existentes, la evidencia es que la guerra surge y se vuelve habitual en un determinado momento, después de milenios sin existir. En general, los rastros de guerra aparecen al darse las condiciones de un sedentarismo creciente, mayor densidad de población y una concentración de objetos de valor material. Estas condiciones, a su vez, hacen posibles otras condiciones previas como las fronteras sociales, la jerarquización y el comercio en manos de una élite (unas condiciones a menudo agrupadas bajo la etiqueta de «complejidad»), y, posiblemente, se relacionan también con una tendencia hacia el patriarcado. En el pasado, los reveses climáticos también fueron un fermento para la guerra, aunque no de manera fácil identificar. Más evidentes resultan las condiciones que permiten la paz y nutren las trayectorias sociales no militaristas, incluso en la conformación de estados: redes sociales transversales, interdependencia y cooperación entre grupos estructurados, valores que promueven la paz y estigmatizan la violencia, y autoridades legítimas que pueden frenar ataques impetuosos y supervisar vías y medios para la resolución de conflictos2. En el levante del Mediterráneo parecen prevalecer estas condiciones, y por tanto la paz, entre el 13000 y el 3200 a.C.
Conviene señalar, para evitar confusiones, que la guerra no está asociada a la agricultura o a la estructura estatal. Sociedades complejas ecuestres de cazadores recolectores eran a menudo belicistas. A la domesticación inicial siguieron muchos siglos sin guerra, y mucha elaboración social, hasta la formación de estados. Aun así, con el tiempo, la agricultura y los estados convinieron en más guerra. Puede que el Egipto faraónico en expansión en torno al 3200 a.C. sea el primer ejemplo de una zona tribal sometida a la guerra, con milenios de paz rápidamente transformados en un escenario de conflictos bélicos.
Al aumentar la complejidad y la escala social, las condiciones para la guerra proliferaron y, con ellas, esta se extendió. Con anterioridad a las exploraciones europeas, fueron las variaciones extremas del clima las que intensificaron enormemente la guerra, al menos en las Américas y en la cuenca del Pacífico. Con el colonialismo (no solo occidental) la dinámica de las zonas tribales se transformó, a menudo intensificándose y, a veces, creando una guerra entre los pueblos indígenas. No se trata aquí de una mera cuestión de resistencia, sino de una transformación que afecta al cómo y por qué pelean unos pueblos con otros. La conclusión es que estas situaciones de contacto colonial violento suelen ser entendidas erróneamente como un estado hobbesiano de la naturaleza.
Las guerras en regiones periféricas con aspiraciones expansionistas no se libran al azar: siguen guiones culturales profundamente arraigados y responden tanto a la organización social como a la historia inmediata del lugar. Un ejemplo paradigmático son los yanomami, tipificados como un pueblo «feroz» por el antropólogo Napoleón Chagnon (1968)3. La lucha de los hombres para vengar las afrentas o su lucha por las mujeres es coherente con los valores locales, pero en ningún caso anuncia una guerra como tal. En cambio, los intereses antagónicos en la adquisición de nuevas mercancías convertidas en necesidades –como las herramientas de acero, por ejemplo–, sí actúan como un buen predictor de la guerra, de quién se convertirá en atacante y quién será atacado. Los citados antagonismos de los que hablaba Chagnon dan lugar a peleas «sobre» mujeres, venganza, robos, insultos, estatus o hechicería, pero no existe evidencia alguna de que los yanomamis más violentos sean también los que logren un mayor éxito reproductivo. La guerra yanomami no es darwiniana.
Y las evidencias crecen si nos fijamos en nuestros parientes cercanos, los chimpancés. Hasta hace poco y durante dos décadas he investigado la literatura existente y descubrí que, en primatología, se sostiene como un hecho que los chimpancés machos tienden innatamente a un comportamiento bélico, que consistiría en patrullar los límites del territorio, colarse en el territorio vecino y, si varios de ellos atrapan a un macho desconocido solitario, lo matan. Teóricamente, de este modo se reduce la competencia por los recursos y las hembras.
Sin embargo, después de realizar toda la investigación que condujo a mi libro Chimpanzees, War, and History: Are men born to kill? (Oxford University Press, 2023), llegué a conclusiones muy diferentes. Tras examinar todos y cada uno de los casos registrados de violencia letal dentro de su contexto histórico, pude corroborar empíricamente que es más la alteración causada por el ser humano la que induce a matar. De hecho, el asesinato intergrupal de adultos es infrecuente, y casi siempre ocurre donde la violencia está directamente relacionada con el impacto humano local.
Existe también una segunda hipótesis que afirma que los asesinatos por parte de chimpancés de bebés y adultos del grupo que suceden con frecuencia son políticos, como forma de alarde o venganza, y que no están necesariamente relacionados con la alteración humana. En cualquier caso, los seres humanos y los chimpancés no pueden compartir como herencia de nuestro último antepasado común el deseo de matar, porque esos simios no lo tienen. Ellos y los bonobos, como los humanos, son flexibles y adaptables en las relaciones sociales.
Sin embargo, entre la violencia de los chimpancés y la guerra humana existen dos diferencias fundamentales que alimentan mi teoría general de la guerra, desarrollada tiempo atrás, como son: de un lado, su dimensión sistémica y causal; y, del otro, la cognitiva y agencial.
Respecto al primero de estos aspectos diferenciadores ‒la dimensión sistémica y causal‒, como materialista cultural clasifico los fenómenos culturales en tres dimensiones. La primera es la «infraestructura», es decir, las personas como seres físicos, incluyendo aquí la demografía, la tecnología, el trabajo y la ecología. La segunda es la «estructura» o las personas como seres sociales, con las instituciones y relaciones sociales, económicas, políticas y militares. Y la tercera, la «superestructura», es decir, las personas como seres conscientes, con visiones normativas del mundo, con una historia, símbolos, creencias, valores y emociones. En el plano teórico, las tres dimensiones citadas conforman una jerarquía anidada de restricciones cada vez más específicas. Esta estructura no solo delimita los márgenes de autonomía causal, sino que también da forma a campos de acción concretos. Las interacciones sistémicas y los mecanismos de retroalimentación –tanto dentro de cada dimensión como entre ellas– generan resultados probabilísticos altamente sensibles a la historia y a las circunstancias locales.
Este paradigma se aplica a la guerra de muchas maneras. Desde una perspectiva de evolucionismo social, aborda los inicios de la guerra y la respuesta a por qué las sociedades recolectoras nómadas e igualitarias generalmente no eran belicistas. Aplicado holísticamente, el paradigma explica con exactitud cómo el contacto occidental transformó a algunos yanomamis, desde su modo de subsistencia hasta su visión del mundo, haciéndolos parecer «feroces». Permite asimismo una comparación sistemática a través de las culturas, como en las consecuencias que implicó la guerra para toda la Amazonía; y la guerra y la sociedad en los estados antiguos y medievales, y en comparación con los pueblos no estatales. Este examen pone de relieve diferencias estructurales del militarismo estatal (coacción, ejércitos, logística, políticas e instituciones sociales específicas que suelen buscar más recursos y control). El paradigma causal es ampliable, como se ha hecho recientemente, para abordar los problemas de la masculinidad y la guerra.
El otro aspecto de mi teoría general –y el segundo contraste esencial con los chimpancés– es cognitivo y agencial, y está relacionado con las percepciones y creencias de los responsables de la toma de decisiones que conducen a la guerra. Las decisiones expresan una dualidad esencialmente humana: el interés propio práctico de carácter universal, y comprensiones locales muy particulares. De forma egocéntrica, ambas se refractan a través del prisma de la posición social interna: ¿qué postura externa tiene sentido para mí, teniendo en cuenta mi situación interna? En la guerra, como en todos los aspectos de la vida, las personas son prácticas, pero dentro de poderosas restricciones normativas. Por lo tanto, en todas las zonas tribales, los patrones de guerra indígenas son prácticamente similares, pero dentro de mundos simbólicos y morales totalmente diferentes. Cuando la guerra parece ventajosa para aquellos con influencia o poder, se justifica en términos de valores culturales locales. La percepción del interés propio y las normas se solapan, a través de lo que yo llamo «conversión moral».
Adopté esta perspectiva general para abordar las guerras civiles modernas, etiquetadas engañosamente como étnicas o sectarias. No se trata de costumbres populares o teología, sino de política y poder. Las etiqueté con el neologismo «identerés» (identerest), con la idea de evitar el lenguaje común y las implicaciones primordialistas. El nuevo término evoca la compleja fusión de identidades e intereses, en grupos de identerés recientemente construidos, liderados por empresarios que ponen el identerés a su servicio, que promueven la polarización y la violencia basadas en el identerés para promover sus propios intereses. Manipulan combinaciones infinitamente variables de etnia, región, tribu, linaje, religión, clase, generación y género, y las recubren a todas ellas con narrativas históricas tóxicas repletas de agravios, invocando símbolos de identidad profundamente poderosos y convirtiendo en un arma el sentido del yo. Valgan los ejemplos de Yugoslavia, Rwanda, los rohinyá, Trump, Putin, etc. Hablar de un conflicto de identerés aboca a plantear una cuestión de identidades e intereses que debe ser respondida. Las creencias reúnen adeptos y facilitan alianzas, pero el combustible que impulsa las agrupaciones surge de los intereses locales y las luchas por la riqueza, el poder y el prestigio.
Doce puntos sobre la guerra
Por amable invitación de los editores del Anuario CIDOB, completo a continuación las conclusiones de mi reciente artículo con los puntos expuestos en trabajos anteriores4, actualizados y dejando al margen la discusión y la aplicación de cada punto a las guerras estadounidenses de la década de 2000, cuando se escribió el artículo original. Esta presentación también incluye dos puntos adicionales de un estudio más reciente sobre masculinidad y guerra5. Si bien estos trabajos son coherentes entre sí, representan enfoques diferentes para sintetizar mi investigación sobre la guerra, que queda expuesta en los doce puntos que siguen.
1. Nuestra especie no está biológicamente destinada a guerrear
Durante mucho tiempo, ha habido teorías que sostienen que la guerra es el resultado de algún aspecto predeterminado del cerebro o la mente humana y que, por tanto, hacemos la guerra porque nacemos para buscarla. Pero las evidencias disponibles no respaldan esta teoría. Estamos lejos de explicar cómo y en qué medida las variables biológicas innatas afectan el comportamiento agresivo humano o masculino. E incluso si esto fuera cierto, no está claro que esto nos diera claves sobre la propensión biológica de los humanos a la guerra, ya que es un proceso esencialmente social.
2. La guerra no es una parte ineludible de la existencia social
Son muchas las regiones del mundo, desde Oriente Próximo hasta Europa o el valle del río Amarillo en China, sobre las que tenemos datos fiables de siglos, e incluso milenios, sin indicios de guerra. Como patrón global, y de manera similar a otros «comienzos», como el sedentarismo o la agricultura, la evidencia sugiere una transición de sociedades no belicistas a sociedades belicistas. En este caso, parece haber seis condiciones previas que, combinadas, hicieron más probable el inicio o la intensificación de la guerra: 1) la existencia sedentaria, a menudo tras la aparición de la agricultura; 2) el aumento de la densidad de población; 3) la jerarquización social; 4) el desarrollo del comercio, especialmente de bienes de prestigio; 5) la aparición de grupos sociales delimitados; y 6) la existencia de graves reveses ecológicos. La transformación de la guerra –de fenómeno esporádico a práctica común en todo el mundo– responde a cuatro procesos históricos de largo plazo. Primero, a medida que se generalizaron las condiciones que favorecen el conflicto, comenzaron a surgir guerras en más regiones. Segundo, esos enfrentamientos se expandieron gradualmente a zonas vecinas. Tercero, el auge de los antiguos estados proyectó el militarismo hacia sus periferias y a lo largo de las rutas comerciales. Y cuarto, la expansión occidental desde finales del siglo XV generó o intensificó guerras en las zonas de contacto con otras culturas. Frente a esta evolución, la antropología puede ofrecer una contribución positiva: dejar claro que no existe ninguna base científica para creer que un futuro sin guerras sea imposible.
3. Comprender la guerra implica una jerarquía anidada de restricciones
Como he adelantado antes, mi enfoque de la guerra divide los fenómenos socioculturales en tres dimensiones: la infraestructura define cómo se libra y los intereses que la causan: su alcance, el tipo de armamento utilizado, la temporalización y la disponibilidad de recursos esenciales. La estructura especifica el patrón social de la guerra: los lazos familiares para movilizar a los hombres dentro de los grupos en guerra y entre ellos, la circulación y distribución de necesidades y objetos de valor, las estructuras de decisión y los patrones de alianza y enemistad. La superestructura proporciona el marco moral para librar la guerra y motivar a los guerreros: los sistemas de valores relativos a la violencia, las ideas religiosas o mágicas empleadas en los conflictos, y las ideologías políticas invocadas para justificar la guerra o la paz. Estas tres dimensiones de la vida cultural se distribuyen en capas en una jerarquía anidada cada vez más restrictiva. La infraestructura establece posibilidades para la estructura, y la estructura limita la superestructura, aunque cada nivel y subsistema tengan su propia autonomía.
4. La guerra expresa tanto aspectos prácticos propios de toda la humanidad como valores culturalmente específicos
La premisa básica para entender la guerra es que es el resultado de decisiones adoptadas por determinadas personas que persiguen sus propios intereses prácticos, dentro de circunstancias materiales históricamente cambiantes. En los largos debates que suelen preceder a la guerra, quienes abogan por emprender acciones convierten los propios intereses prácticos en los más altos valores morales aplicables, recurriendo, por ejemplo, a ideas sobre la condición humana, acusaciones de brujería, nociones sobre el deber religioso, apelación a la valentía o acusación de cobardía, demandas de venganza, etc. Tales valores comunes, profundamente arraigados, se utilizan para justificar ciertos planes y persuadir a otros. Los deseos y las necesidades se convierten en derechos y deberes morales. Este es un proceso de guerra fundamental y necesario, ya que las luchas por ciertos objetivos deben transformarse en imperativos para matar a otros seres humanos. En muchos casos, tal vez en la gran mayoría de ellos, los defensores de la guerra llegan a creer su propia lógica. Lo que es bueno para ellos se convierte en lo correcto. Cada parte percibe a la otra como responsable de haber provocado la guerra.
5. La guerra moldea las sociedades para sus propios fines
La causalidad social de la guerra resulta sorprendentemente evidente cuando se lleva a cabo el estudio comparado de los estados antiguos y los medievales. La guerra puede hacer que la tierra se cultive, mientras que en otras ocasiones destruye la base de subsistencia; aumenta el énfasis en las fronteras y el territorio; incorpora más gente a la producción regulada, reclutando también mano de obra para grandes proyectos; puede reducir la población y fomentar al mismo tiempo tasas de natalidad más altas; estructura la educación y la formación de los niños para ser guerreros; puede transformar un paisaje con estructuras defensivas y fomentar la transferencia de tecnologías entre regiones; conduce a la mezcla de pueblos y culturas; puede romper las relaciones de parentesco. La participación en la guerra puede ser un aspecto central de los sistemas de estratificación, abriendo vías para un mayor estatus social y para la competencia entre élites. La guerra conduce a ejércitos y otras instituciones formales a convertirse en actores importantes dentro de las sociedades. También puede moldear la religión para que justifique la conquista. Puede reestructurar los sistemas sociales de producción e intensificar el control político interno. La guerra puede convertir el equilibrio comercial y tributario en desequilibrio, las alianzas en confederaciones e imperios, y otras formas de extender los sistemas de dominación. Una vez que una sociedad determinada se adapta internamente a la guerra, esta se convierte en un recurso fácil, más automático, llegando incluso a ser una necesidad para la reproducción de las relaciones sociales existentes. Los analistas a menudo han comparado la guerra con una enfermedad, pero la adicción sería una analogía más acertada.
6. La guerra existe en múltiples contextos
Estamos acostumbrados a conceptualizar la guerra como una contienda entre dos o más grupos, pero la guerra también es característica de un sistema más grande. El espacio entre gobiernos está muy estructurado: por la distribución física de las poblaciones y los recursos, el terreno y su cobertura, y los factores que afectan a los viajes; a través de todos los lazos sociales, económicos y políticos que unifican o dividen a las comunidades; por las concepciones, convenciones y expectativas compartidas entre adversarios acerca de la guerra. Los contextos se articulan por capas, comenzando con el vecindario local y pasando a las interacciones regionales e interregionales. Entre pueblos comparativamente igualitarios, como en las tierras altas de Nueva Guinea o la Amazonía, el universo social efectivo se compone de comunidades vecinas de escala similar. Pero con el desarrollo de la jerarquía social, prevalecen relaciones intergrupales más extensas y, con frecuencia, desiguales. Con la ampliación de las interacciones, puede haber sistemas dentro de los sistemas. Por ejemplo, los numerosos caciques de guerra locales de la Europa de la Edad de Bronce formaban parte de una vasta red vinculada por la tecnología, el comercio, el matrimonio y la ideología, y este sistema era en sí mismo parte de una esfera de interacción más amplia centrada en Oriente Medio y que se extendía desde Egipto hasta el sur de Asia y más allá.
7. Los oponentes se construyen en el conflicto
En la guerra, debe haber una línea clara entre «nosotros» y «ellos», ya que es preciso saber claramente a quién se debe matar. Muchas teorías basadas en la biología postulan que la guerra es, de alguna manera, expresión de una tendencia innata a la amistad dentro del grupo y la enemistad fuera de él. Desde este punto de vista, la existencia del grupo genera el conflicto. Pero es inusual, por no decir que muy infrecuente, que la guerra involucre a dos grupos preexistentes, y solo a ellos. En la práctica, es el conflicto el que consolida a los grupos oponentes.
La base real de la organización de los grupos en guerra difiere mucho según la situación. Son variables habituales la posición de los grupos en la cadena jerárquica, desde la metrópoli urbana hasta la aldea rural, la ocupación y otros indicadores de clase social, religión, idioma, casta, raza, tribu, clan, linaje y el acceso correspondiente de todas las categorías a los asientos del poder. Para lograr seguidores, las narrativas y las historias se elaboran apelando a las concepciones y los miedos culturales locales, invocando símbolos potentes y ofreciendo explicaciones plausibles (aunque sean falsas) de desventuras recientes. Estas variables se combinan y transforman de infinitas formas, como se evidencia en las recientes tragedias globales.
8. La guerra es una prolongación de la política doméstica por otros medios
La guerra involucra a personas de un lado para tratar de matar a los del otro. Así es como la gente suele pensar en la guerra, es decir, como una relación entre grupos. Esto se ve de manera especialmente nítida en la teoría de las relaciones internacionales, donde los estados en guerra son percibidos como bolas de billar chocando sobre el fieltro verde de la anarquía, cada uno con intereses claros y unificados. La política interna existente tras las decisiones sobre la guerra queda relegada a la historia, si es antigua, o al periodismo, si es reciente. La guerra es vista como esencialmente internacional, lo que tiene una parte de verdad, y otra falaz. La naturaleza de la propia guerra es lo que distingue entre políticas internas y externas. En la mayoría de las guerras, en el seno de cada unidad política hay diferencias de intereses, desacuerdos sobre las acciones y capacidades desiguales para influir en el curso de los acontecimientos. Incluso en las sociedades más simples, la guerra no empieza con alguien golpeando un tambor y todos corriendo detrás, sino tras largas discusiones y debates, frecuentemente combinados con alianzas internas y compra de apoyos. La verdadera política de la guerra es una dialéctica continua entre lo interno y lo externo.
9. Los líderes favorecen la guerra porque la guerra favorece a los líderes
Esto es cierto la mayor parte del tiempo, al menos al principio. Este es un aspecto de la guerra como expresión de la política interna, pero merece especial atención. Una de las mayores diferencias entre las guerras de los estados y las de los pueblos tribales es que en los estados las decisiones de guerra las toman las élites, y los de abajo se ven obligados a obedecer. En sociedades comparativamente igualitarias, ese poder de mando está por lo general ausente. Pero incluso en grupos políticamente igualitarios, hay líderes que tienen sus propios intereses y ejercen una influencia sustancial sobre las decisiones. Ciertamente, los líderes no siempre abogan por la guerra y, con frecuencia, les conviene evitarla, pero la guerra tiene varias consecuencias generales que se pueden utilizar para mejorar la posición de un dirigente. Suele obligar a una coalescencia de los grupos de una manera que hace más fácil manejar a la gente. Sin embargo, las guerras no suelen funcionar según lo planeado, y quienes comienzan la contienda pueden ser derrotados o encontrar la muerte. Pero tal resultado no se anticipa cuando se toma la decisión de luchar. En las sociedades modernas, las decisiones a favor de la guerra implican una compleja gama de posiciones de clase, corporativas, institucionales, mediáticas y políticas. Este es un aspecto particularmente difícil de analizar, ya que acostumbra a permanecer oculto.
10. La paz es más que la ausencia de guerra
Al igual que es necesario reconceptualizar la guerra, conviene reconceptualizar la paz. Se suele pensar la paz como la ausencia de guerra, y vistos los costos humanos de la guerra, tal vez eso ya sería suficiente. Pero la investigación de Leslie Sponsel (1994), William Ury (1999), Douglas P. Fry (2006) y otros ha dejado muy claro que los factores que conducen a la resolución pacífica de conflictos son bastante distintos de los que conducen a la guerra. La paz tiene su propia dinámica, que incluye patrones de comportamiento, instituciones sociales y políticas y sistemas de valores que fomentan un trato equitativo y el rechazo de la violencia como medio aceptable para lograr un fin.
11. Cuando existe la guerra, el patrón de género se adapta a ella
Todas las sociedades tienen patrones de comportamiento especialmente asociados a hombres y mujeres. Siempre hay, por supuesto, variaciones, opciones y elecciones personales. Una base fundamental de la dicotomía la encontramos en la división social del trabajo. Básicamente, las tareas socialmente necesarias que son compatibles con el embarazo y la crianza temprana pueden ser femeninas; las que no, son masculinas. Esta asignación laboral se integra y refuerza de innumerables maneras por la organización social y las expectativas de la personalidad, con profundas consecuencias para el estatus social y el poder. No todas las sociedades tienen guerra, pero cuando están en guerra, esta es masculina, aunque haya variaciones y opciones individuales. Como especialidad conductual particularmente crítica, con consecuencias de vida y muerte, cualquier rol de género se adapta a las exigencias de la guerra. Es necesario agregar y enfatizar que, en las sociedades contemporáneas, tanto la manera de hacer la guerra como los perfiles de género en sentido amplio están cambiando rápidamente y la elección adoptada puede afectar al rumbo que adopte la guerra.
12. La guerra da forma a la masculinidad y la masculinidad da forma a la guerra
Diferentes tipos y prácticas de guerra imponen diferentes expectativas de los combatientes. A veces pueden implicar moderación y una especie de civilidad; en otros casos exigen el ejercicio de la crueldad. Los niños aprenden estas expectativas al crecer. Aprenden que matar es una cosa masculina, necesaria para ser un hombre. Las niñas aprenden que el combate no es su campo, que su papel consiste en apoyar a los guerreros. Estas expectativas no están al margen del resto de la vida social. La masculinidad en general se militariza, a veces a niveles tóxicos, y eso afecta a las relaciones de género en general. Otras expectativas de comportamiento masculino en la guerra pueden implicar tratar de resolver o minimizar los conflictos violentos. Las expectativas normativas de masculinidad en la guerra luego se representan en combate y llegan a caracterizar un patrón de guerra.
Consignados esta docena de factores, a modo de corolario, la antropología puede llamar la atención sobre los intereses de los poderosos, diseccionando la propaganda militarista y desmontando el mito generalizado de que la guerra debe asumirse porque los humanos son inherentemente belicosos y, por consiguiente, la guerra siempre estará con nosotros porque, bien sea por la cultura o por los genes, estamos programados para ella. Una vez iniciada e integrada en los sistemas culturales, la guerra rara vez ha desaparecido en el pasado, por lo que no hay indicios de que vaya a hacerlo en el futuro, pero tampoco debemos perder la esperanza, ya que tampoco hay base científica para creer que un futuro sin guerra es imposible.
Referencias bibliográficas:
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Sponsel, Leslie E. «The Mutual Relevance of Anthropology and Peace Studies», en: Sponsel, Leslie E. y Gregor, Thomas A. The Anthropology of Peace and Nonviolence. Boulder: Lynne Reiner, 1994.
Ury, William. Getting to Peace: Transforming Conflict at Home, at Work, and in the World. Nueva York: Viking/Penguin, 1999.
Notas:
1- La elaboración teórica y las pruebas en las que se basa se proporcionan en publicaciones anteriores, disponibles para su descarga en mi página web http://www.brianferguson.com, a excepción del libro Yanomami Warfare: A Political History, y Chimpanzees, War and History: Are Men Born to Kill? (Oxford: Oxford University Press, 2023).
2- Véase Fry (2012) y Fry et al. (2021).
3- Véase Ferguson (1995).
4- Véase Ferguson (2008).
5- Véase Ferguson (2021).
El presente artículo desarrolla un artículo anterior titulado «Why War? From the Pleistocene to the Present: an Anthropological Perspective» (Public Anthropologist, nº 5, abril de 2023).