Apuntes | Qué recordamos y por qué es importante: ética, memoria y guerra
Aún recuerdo las escenas del desplazamiento en masa de los refugiados a través de Europa, hace ahora casi diez años, un acontecimiento que popularmente se conoció como la «crisis de los refugiados». En aquel momento, yo residía en Australia, a miles de kilómetros de los sucesos, pero aun así fui testigo de este éxodo en tiempo real. Recuerdo también el dolor que sentí al ver la desesperación y el miedo que transmitían aquellas imágenes. Había familias enteras de desplazados: hermanos, hermanas, padres con maletas y niños colgando de sus cuerpos, todos tratando de encontrar seguridad. Niños y adultos se mostraban desconcertados. Tal vez se preguntaban por qué ahora aquí, y luego allí, y de nuevo en otro lugar, pero nunca del todo, en alguna parte. Y, sobre todo, por qué no en casa.
Soy nieta de niños que huyeron de su país y que saben lo que significa cargar con todo lo que se posee y no parar hasta encontrarse a salvo. ¿Esperaban también mis bisabuelos encontrar humanidad y seguridad? Trato de imaginar qué hubiera ocurrido si alguien hubiera construido una valla para detener a mis abuelos en su huida, o si les hubieran impedido acceder a otro país para buscar seguridad. Al cerrar los ojos, aún veo la mirada de mis abuelas cuando contaban, una y otra vez, las historias de su infancia durante la Segunda Guerra Mundial. Era la misma mirada que reaparecía ahora en los ojos de los niños que veía en televisión.
La memoria, más allá del monumento
He empezado con esta vivencia personal para mostrar cuán profundamente perduran los recuerdos, no como conceptos abstractos, sino como experiencias vividas y relatadas que dan forma a las personas, las familias, las comunidades y las naciones. La guerra no termina cuando las armas callan, sus repercusiones atraviesan las generaciones y las fronteras, a veces subliminalmente. Los recuerdos de la guerra perduran, no solo en los libros de historia o en los monumentos conmemorativos sino también como cicatrices en los cuerpos, nuestros cuerpos, a través del dolor, el silencio y el trauma heredado.
Los recuerdos de la guerra se insertan en la identidad. Dejan su huella en quienes quedaron directamente afectados por el conflicto, pero también marcan a la familia extensa y a las redes culturales. Son rememorados porque han sido vivenciados, a través de la pérdida y el dolor. Estos recuerdos encarnados ‒de miedo, pérdida y huida‒ difieren de aquellos otros recuerdos que cuentan con la validación estatal y que se conservan en los museos o los libros escolares. Pero ambos determinan cómo evocamos y cómo actuamos.
La memoria «oficial» es una elección. Esta prevalece en los nombres de las calles, los monumentos, las fiestas nacionales, los planes de estudios sobre historia o los lieux de mémoire de los que hablaba el historiador Pierre Nora, espacios que vinculan memoria y lugar, identidad y nación. Es una elección y una construcción para evocar emociones. Valga el ejemplo de las rosas blancas que se depositan en el monumento conmemorativo del 11 de septiembre en el aniversario de los atentados de Nueva York. Los visitantes sienten la memoria al ver el monumento y las rosas, a través del sonido, el movimiento y el ritual. Los lugares de memoria no solo marcan el pasado; su suave poder nos invita a sentir el pasado, pero determinan también cómo sentimos el presente, con frecuencia bajo el prisma del nacionalismo y la militarización.
Políticas de la memoria
Las decisiones sobre qué recordar, cómo y dónde nunca son neutrales: detrás de ellas subyace una política de la memoria. Los textos de historia escolar enseñan una versión de la guerra, al igual que los himnos nacionales sostienen la gloria, la fuerza y la victoria en su composición. Estas elecciones, aparentemente banales, optan por reproducir ciertas narrativas compartidas y silenciar otras.
La memoria no solo refleja quiénes éramos; también conforma quiénes somos y quiénes podríamos llegar a ser. Cuando la guerra es recordada como parte integrante de la identidad nacional, sirve también para justificar contiendas futuras. Cuando solo se recuerdan algunas vidas, no cabe reclamar otras y estas quedan olvidadas, silenciadas. Estas elecciones determinan a quiénes honramos, a quiénes acogemos, en quiénes confiamos y qué se espera que recordemos colectivamente como individuos de una misma nación.
La memoria cultural complica aún más la política de la memoria, pues no solo vive en las instituciones, sino también en los rituales, las historias y las prácticas cotidianas. Vive en el lenguaje, en el silencio y en la diáspora. No se trata solo de lo escrito o lo concretado, sino de la memoria vivida.
Entender la memoria cultural como una memoria experiencial implica poner en primer plano a aquellas personas cuyos recuerdos no forman parte de la memoria «oficial»: sobrevivientes cotidianos, refugiados, personas colonizadas o comunidades minoritarias. Sus recuerdos a menudo resisten la versión estatal. Pueden evocar la traición, la violencia étnica o el abandono, y su memoria hunde sus raíces no en símbolos de victoria, sino en las ruinas del cuerpo y los escombros del hogar.
La memoria en el lugar
La guerra no solo deja cicatrices en las personas, sino también en los paisajes. Altera el significado del lugar, a veces para siempre. Los barrios destruidos, los campos de concentración reacondicionados e incluso los solares vacíos donde antes se encontraban las casas son lugares de memoria físicos, pero también inmateriales. Tienen identidad y sostienen el dolor.
Ciudades como Varsovia, Sarajevo, Gaza o Beirut se convierten en palimpsestos, repletos de memoria, dolor y resistencia. Los impactos de bala permanecen en los edificios. Las ausencias se convierten en símbolos. La memoria del lugar que vivimos un día se vuelve inseparable de su pérdida. Cuando los lugares ya no pueden recuperarse, su recuerdo (y el de las identidades asociadas a ellos) pueden verse reforzados a través de su ausencia y, a veces, esa pérdida conduce al conflicto (futuro).
La pérdida territorial nunca es una mera cuestión de tierra: se trata de la memoria de esa tierra ligada a su gente. La anexión rusa de Crimea en 2014 y, más recientemente, las incursiones israelíes en Gaza reflejan cómo la recuperación del territorio suele ser también un proyecto de recuperación o reescritura de la memoria cultural. La investigación de Natalia Volvach sobre la rusificación de Crimea muestra cómo la creación de nuevas memorias culturales (aunque también las viejas) operan para codificar el territorio recuperado y la memoria cultural. Del mismo modo, el trabajo de Johanna Adolfsson sobre la forestación de Al-Naqab evidencia el poderoso atractivo de la recuperación territorial y que esta no siempre se lleva a cabo militarmente.
Recordar para prevenir, no para perpetuar
¿Cómo puede entonces usarse la memoria para prevenir futuros conflictos en lugar de avivarlos? En primer lugar, debemos reconocer que, para muchas personas, la memoria de la guerra no es algo abstracto, sino algo vivo y encarnado, que no se limita a una placa o un desfile. Debe ser tratada por tanto con cuidado. Las conmemoraciones y los rituales nacionales no deben ser ensayos para futuras guerras y deben incluir verdades difíciles y voces excluidas.
En segundo lugar, debemos entender que la memoria siempre está sujeta a una selección política. Cuando los estados utilizan la historia para justificar una decisión (reunir tropas, denegar asilo, redibujar las fronteras…), se basan en narrativas específicas del pasado. Reconocer que detrás de esta representación hay un propósito es vital para articular una resistencia.
En tercer lugar, tenemos que apoyar a los que todavía llevan consigo el rescoldo de la guerra. El trauma no desaparece en la frontera. Los refugiados no solo necesitan refugio, precisan también un espacio para recordar, hacer su duelo y sanar. Apoyarlos significa reconocer el peso que arrastran, no solo físicamente, sino también histórica y emocionalmente.
Finalmente, debemos repensar cómo enseñamos y hablamos de la guerra. Deberíamos considerarla menos como un noble sacrificio, y más como un fracaso colectivo; no como algo que defina la grandeza nacional, sino como una lacra constante que nos da una lección de humildad.
Romper el bucle: hacia una política ética del recuerdo
La política de la memoria no es solo una cuestión del pasado, sino de las condiciones que fijamos para el futuro. Si seguimos recordando la guerra como parte integral de la construcción de la nación y el mantenimiento de una identidad nacional colectiva corremos el riesgo de repetirla. Pero si centramos el recuerdo de la guerra en la pérdida (personal, cultural y territorial), creamos un espacio de cuidado, empatía e ilusión, abierto a futuros distintos.
La guerra siempre puede ser una posibilidad, pero si nos comprometemos con una política ética e inclusiva de la memoria, que escuche, que cuestione, que rechace lo borrado, entonces recordar puede convertirse en un acto de prevención. No podemos deshacer el pasado, pero podemos elegir cómo recordarlo y, al hacerlo, podemos optar por no repetirlo.