Conflictos sin límites: el desafío contemporáneo al derecho internacional
El conflicto de Tigray, que asoló el norte de Etiopía entre noviembre de 2020 y noviembre de 2022, es uno de los más mortíferos del siglo XXI. Según el enviado especial de la Unión Africana, Olusegun Obasanjo, ocasionó 600.000 muertos ‒una cifra que podría elevarse hasta los 800.000 según algunos estudios‒, el 30% de ellos debido al colapso del sistema sanitario y el 60% a la hambruna1, a los que se sumaban episodios de «asedio medieval»2, limpieza étnica y acusaciones de genocidio3. Y sin embargo, ¿cuántas voces denuncian hoy el fracaso del derecho internacional humanitario a la hora de lidiar con los conflictos armados contemporáneos?
Un ejemplo parejo, también en África, es el de la República Democrática del Congo, donde desde mediados de la década de 1990 se han registrado seis millones de muertos a raíz del conflicto armado. En el momento de escribir estas líneas, el 40% de la población ‒es decir, 40 millones de personas‒, experimenta una escasez de alimentos, de los cuales, cerca de la mitad ‒16 millones‒ están expuestas a la inseguridad alimentaria severa y a la malnutrición4. A ello se suma la violencia sexual endémica y una crisis sanitaria catastrófica, que ha provocado más de 20.000 casos de cólera y 65.000 de sarampión, 1.523 de ellos mortales. La Organización Mundial de la Salud (OMS) lamentaba recientemente que: «el acceso a la ayuda humanitaria sigue estando gravemente limitado por la presencia militar en torno a los emplazamientos de desplazados internos y las instalaciones sanitarias, los obstáculos burocráticos y los cortes de carretera que interrumpen la entrega de la ayuda allí donde más se necesita»5. Y a pesar de ello: ¿cuántos artículos académicos o de divulgación conocemos que estén denunciando la no aplicación del derecho internacional humanitario en este caso flagrante?
Lamentablemente, la lista de casos como los que he acabo de exponer es larga. Podrían sumarse otros muchos más, como por ejemplo Colombia, la ex Yugoslavia, Myanmar, Rwanda, Sierra Leone o Sudán, por citar tan solo algunos de los más graves. Desafortunadamente, los conflictos armados existen desde siempre. Son por naturaleza violentos y en muchos de ellos, se han perpetrado crímenes masivos. Entonces, ¿qué ha cambiado fundamentalmente para que hoy nos cuestionemos tanto la validez del derecho aplicable en los conflictos armados, o incluso su existencia?
La respuesta a esta pregunta no es sencilla, y con toda seguridad requeriría de una reflexión profunda, que supera con mucho la extensión que nos concede este artículo. Es por ello por lo que en este texto destacaré solo una selección de los hallazgos y las conclusiones que he podido desentrañar a lo largo de los últimos tres años en los que he participado activamente en el debate público y en que he podido reflexionar más detenidamente sobre este fenómeno.
Una nueva forma de ver, o de no ver
Uno de los elementos que sin duda ha cambiado es nuestra mirada hacia los conflictos, en particular a raíz de dos casos particulares: Ucrania y Gaza. En ambos, la existencia de un derecho aplicable a los conflictos armados está hoy en entredicho. Ciertamente, en toda guerra el derecho internacional humanitario ha sido y sigue siendo violado. Sin embargo, hoy las violaciones cometidas parecen querer inducirnos a cuestionar la existencia misma de derechos en los conflictos armados. Y esto se debe, al menos, a dos factores.
Primero, al hecho de que uno de los contendientes que viola manifiestamente ese derecho es Israel, es decir, un Estado «amigo», al que mayormente se incluía dentro del concierto de naciones que no solo conoce y reconoce ese derecho, sino que lo enseña a sus fuerzas armadas y sanciona las violaciones cuando se producen. En ese sentido, al observar las violaciones del derecho internacional humanitario en el territorio palestino ocupado ‒es decir, en la Franja de Gaza, pero también en Cisjordania y Jerusalén Este‒, nos es difícil, en cierta manera, no pensar que nos estamos mirando a nosotros mismos.
En segundo lugar, la forma en que se emplea la fuerza, y las consecuencias de este uso, se han desprendido de cualquier complejo y nos conducen cada vez más hacia una burda instrumentalización del derecho internacional humanitario. Nunca antes los protagonistas de los conflictos armados habían utilizado el propio derecho internacional humanitario para justificar las violaciones que cometen. Y justamente eso es lo que hacen países como Rusia o Israel cuando pretenden haber bombardeado un hospital de manera lícita. En efecto, si combatientes ucranianos utilizan un hospital para establecer un puesto de mando, o si miembros de Hamás almacenan armas en un hospital, cabe considerar que se está utilizando ese recinto para cometer un acto nocivo para el enemigo. Sin embargo, al contrario de lo que pretenden los ejércitos ruso e israelí, eso nunca puede ser el pretexto para el bombardeo de un centro sanitario. En efecto, si por las razones esgrimidas el hospital ha pasado a ser un objetivo militar, es decir, un blanco lícito, aun así, deben aplicarse dos reglas a la hora de atacarlo: la proporcionalidad y las medidas de precaución.
La primera exige la cancelación o interrupción de cualquier ataque del que quepa esperar pérdidas o daños de vidas humanas o bienes de naturaleza civil excesivos, en relación con la ventaja militar concreta y directa prevista. La segunda, exige que las partes en conflicto lleven a cabo sus operaciones militares velando en todo momento para que la población civil no se vea afectada y tomando todas las medidas posibles en la práctica en la elección de los medios y métodos, con vistas a evitar y, en cualquier caso, minimizar, la pérdida de vidas humanas civiles y los daños a bienes de naturaleza civil que pudieran causarse de manera incidental durante el ataque. Así pues, cuando un hospital ha perdido su protección especial y puede ser objeto de una ofensiva, después de que se haya desoído una advertencia y se haya convertido en objetivo militar, cualquier potencial ataque debería ceñirse exclusivamente a la parte del edificio que se utiliza para cometer un acto nocivo para el enemigo.
La segunda consideración, que impera en todo momento, es que los potenciales daños que pudieran ocasionarse a los heridos y enfermos, al personal humanitario o a los civiles que se han refugiado en el hospital deben sopesarse frente a la ventaja militar que se busca.
Y, finalmente deben elegirse los medios más adecuados para limitar al máximo dichas pérdidas y daños y, por consiguiente, no proceder a un bombardeo aéreo, por ejemplo. En este contexto, difícilmente puede considerarse lícito un ataque a gran escala contra un hospital que dé lugar a su destrucción casi total, con el objetivo de sacar a la luz unas pocas armas en manos del enemigo. A pesar de lo anteriormente dicho, esto es lo que Rusia e Israel intentan hacer cuando destruyen infraestructuras médicas en Ucrania y Gaza.
Esta instrumentalización del derecho internacional humanitario provoca otro efecto perverso. Al tratar de legitimar sus actuaciones basándose en estas prerrogativas, los ejércitos ucraniano e israelí emplean una narrativa justificativa en la que, quienes manipulan este derecho, inducen a asumir su tecnicidad. Una tecnicidad que, a su vez, está concebida para erradicar todo pensamiento crítico. Porque, retomando el ejemplo anterior, habida cuenta de la protección de la que goza, un hospital solo podría ser objeto de un ataque en condiciones extremas. Esto debe recordarse inexorablemente, y nada justifica que este tipo de instalaciones se hayan convertido en un objetivo común en los conflictos armados contemporáneos. En la misma línea, la confusión que genera la narrativa técnica permite que el derecho sostenga el conflicto y con él, las violaciones del derecho internacional humanitario que alimentan la sensación de que este derecho ha dejado de ser útil. Mientras discutimos qué está permitido o prohibido, o quién ha infringido qué reglas, la guerra continúa y la población sigue sufriendo. La mirada ha desaparecido, y se ha sustituido por la ceguera.
Una paradoja
Existe actualmente un conocimiento generalizado de la base fundamental de lo que constituye el derecho aplicable en los conflictos armados. Desde el 24 de febrero de 2022, ¿quién no ha oído mencionar al menos una vez los Convenios de Ginebra de 1949 que protegen a las personas afectadas por conflictos armados? Paralelamente, la aplicación del derecho internacional humanitario y el castigo de sus violaciones han progresado considerablemente en los últimos 30 años, gracias en particular a la aparición y al auge de un genuino sistema de justicia penal internacional. Un mayor conocimiento y una mejor aplicación que se enfrentan de forma inversamente proporcional y, por tanto, paradójicamente, a una crítica cada vez más acusada. Una vez más, hay varias razones para ello.
En primer lugar, el derecho internacional en su conjunto puede dar la impresión de ser incorpóreo y distante. Un derecho configurado en instancias que solo conoce un círculo restringido y cuyas modalidades de elaboración y aplicación se entienden poco. No obstante, el derecho internacional no es una emanación vaporosa, sino que se dota de normas e instrumentos concretos y tangibles. Aun así, para entenderlo bien, primero es necesario comprender dos de los elementos que lo constituyen. En primer lugar, es un derecho que se limita a la voluntad de los estados, es decir, en derecho internacional no existe un legislador descentralizado. Los tratados se elaboran en el curso de negociaciones internacionales en las que participan representantes de los estados, después de que estos, o al menos algunos de ellos, hayan decidido que es su voluntad imponerse normas de funcionamiento en relación con una cuestión concreta. En segundo lugar, y como corolario, todo el sistema de derecho internacional ‒y el derecho internacional humanitario, como rama de este, no es una excepción‒ se basa en la buena fe. Este fundamento se desprende de dos textos esenciales del derecho internacional: la Carta de las Naciones Unidas, que en su artículo 2, apartado 2 establece que «los Miembros de la Organización [...] cumplirán de buena fe las obligaciones contraídas por ellos de conformidad con esta Carta»; y la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969 que, en el título Pacta sunt servanda, establece que «todo tratado en vigor obliga a las partes y debe ser cumplido por ellas de buena fe». No existe una policía internacional encargada de mantener el orden y detener a quienes infringen las disposiciones del derecho internacional. Por lo tanto, este se basa en la lealtad y la confianza mutua. En ausencia de estas dos cualidades, nos corresponde a todas y todos apropiarnos del derecho internacional y darle vida. Una situación reciente permite ilustrarlo perfectamente. Francia es parte del Tratado sobre el Comercio de Armas de 2013, que estipula que un «un Estado parte no autorizará ninguna transferencia de armas convencionales [...] si [...] tiene conocimiento [...] de que las armas o los elementos podrían utilizarse para cometer genocidio, crímenes de lesa humanidad, infracciones graves de los Convenios de Ginebra de 1949, ataques dirigidos contra bienes de carácter civil o personas civiles protegidas como tales, u otros crímenes de guerra tipificados en los acuerdos internacionales en los que sea parte»; el 5 de octubre de 2024 el presidente de la República Francesa declaró que era necesario «cesar el envío de armas para combatir en Gaza». Ahora bien, se dio la circunstancia de que un barco con destino a Haifa (Israel) debía zarpar desde Marsella el 4 de junio de 2025 con contenedores cargados de componentes militares. Finalmente, ese viaje no pudo realizarse porque algunos estibadores del puerto de Marsella se negaron a cargarlo, invocando la masacre en curso en la Franja de Gaza.
De este modo, el derecho internacional se encarna a escala local. Si bien cabe aplaudir aquí la actuación de la sociedad civil, debe hacerse hincapié en que esta acción se produce tras la decisión de las autoridades españolas de prohibir, en noviembre de 2024, atracar en sus puertos a dos buques que transportaban armas con destino a Israel. Estos ejemplos también pueden contrastarse con el papel esencial que desempeñan las jurisdicciones nacionales en la aplicación del derecho internacional. Además de las emblemáticas iniciativas tomadas en su día por el juez Baltasar Garzón en España, otros ejemplos más recientes son la sentencia de un tribunal de los Países Bajos que prohíbe al gobierno de ese país transferir componentes de aviones F-35 a Israel, así como la investigación abierta recientemente por la fiscalía nacional antiterrorista francesa sobre complicidad en genocidio por obstrucción a la ayuda humanitaria, de nuevo en relación con el conflicto en la Franja de Gaza.
Esta paradoja enlaza con los casos presentados ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ) y la Corte Penal Internacional (CPI). El objetivo de la primera es sacar a la luz la responsabilidad de los estados que no respetan el derecho internacional, mientras que el cometido de la segunda es procesar a personas sospechosas de haber cometido crímenes internacionales. Las dos desempeñan actualmente un papel absolutamente inédito. Desde el 26 de febrero de 2022, la CIJ no solo tiene ante sí una solicitud de Ucrania para incoar un procedimiento contra la Federación Rusa, sino que en los últimos 18 meses ha tenido que pronunciarse en no menos de cuatro casos relativos a la situación en Palestina. La CPI, por su parte, ha dictado órdenes de detención contra Vladimir Putin y Maria Lvova-Belova, por una parte, y contra Benjamín Netanyahu, Yoav Gallant y Mohammed Deif, por otra. La actividad de estos tribunales en estos ejemplos no tienen precedentes en comparación con otras situaciones de conflicto, y en la práctica, demuestra la vitalidad del derecho internacional y los resortes que pueden utilizarse cuando hay voluntad de aplicarlo. Sin embargo, sus procedimientos siguen siendo accesibles solo para unos pocos estudiosos, y por normal general, continúan siendo desconocidos por el público en general. Los términos utilizados, por ejemplo, pueden requerir aclaraciones. La CIJ no dijo que se estuviera produciendo un genocidio en Gaza, pero cuando afirma «que al menos algunos de los derechos que reivindica Sudáfrica y cuya protección solicita son plausibles [y que] ocurre lo mismo con el derecho de los palestinos de Gaza a ser protegidos contra actos de genocidio» (párrafo 54) y añade «que existe un riesgo real e inminente de daño irreparable a los derechos que considera plausibles» (párrafo 74), debe entenderse que, sin prejuzgar sus conclusiones sobre el fondo, existe un riesgo de genocidio contra los palestinos de Gaza, de manera que todos los estados partes de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1948 tienen la obligación de hacer cuanto esté en su mano para impedir que se cometa ese delito, y al mismo tiempo abstenerse de participar en actos que puedan hacerles cómplices del mismo. También cabe cuestionar la lentitud inherente a los procedimientos internacionales. Es poco probable que la CIJ se pronuncie sobre el fondo antes de 2026, y es pertinente recordar que la CPI tardó varios meses en dictar órdenes de detención en relación con la situación en Palestina después de que el fiscal anunciara que las había solicitado. Todo ello se debe a que estos tribunales están sujetos a sus propias normas de procedimiento, que prevén fases escritas y orales, la posibilidad de intervención de terceros y la presentación de amici curiae6. Todo ello exige necesariamente tiempo, por no mencionar el hecho de que la documentación de los crímenes internacionales es exigente y compleja, y requiere que se tomen todas las medidas necesarias para garantizar que las pruebas sean admisibles. Además, las sentencias dictadas por estos tribunales tienen a menudo un centenar o incluso varios centenares de páginas, con opiniones individuales de los jueces que los componen. Por último, en ocasiones se malinterpreta o se pasa por alto su alcance simbólico. Sin duda, la probabilidad de que la autora de estas líneas vea realmente a Vladimir Putin o a Benjamín Netanyahu y Mohamed Deif ante un juez es prácticamente nula. No obstante, el enjuiciamiento de dirigentes de potencias como Rusia e Israel era inimaginable hace tan solo tres años. Aunque es posible que nunca se entregue a estas personas a La Haya, su procesamiento significa que ningún jefe de Estado de ningún lugar del mundo puede sentirse inmune a ser procesado. Es más, la autora de estas líneas nunca habría imaginado que Ratko Mladic y Radovan Karadzic se verían algún día ante la justicia internacional y, sin embargo, ambos han sido condenados a penas de cadena perpetua.
De lo anterior se desprende que el derecho internacional, y dentro de este el derecho internacional humanitario, no solo está vivo y goza de buena salud, sino que es rico y denso. Las guerras no son, por tanto, zonas sin derechos y, si hay alguna degradación, es la del compromiso político para materializar este derecho, dotarle de existencia concreta y permitir que despliegue toda su eficacia. Para que esto ocurra, es necesario, ante todo, que quienes están en su origen, los estados, y entre estos los que permanecen del lado del derecho internacional y del multilateralismo, es decir, la mayoría de ellos, se muestren mucho más enérgicos en la defensa de este derecho y en la denuncia de sus violaciones, pero también sean más coherentes en las acciones que emprenden. A este respecto, resulta interesante mencionar la estrategia de influencia a través del derecho que Francia ha adoptado para el periodo 2023-2028, que se basa en la visión, compartida con los demás estados de la Unión Europea, de «un orden internacional basado en el Estado de derecho, garante de la paz y la seguridad internacionales» y «una concepción del derecho basada en exigencias universales, empezando por los derechos humanos». Esta visión, que debería ser mucho más concreta, debe también traducirse en actos. Asimismo, Sudáfrica, Brasil, China, Francia, Jordania, Kazajstán y el Comité Internacional de la Cruz Roja han puesto recientemente en marcha de forma conjunta una iniciativa mundial para revitalizar el compromiso político con el derecho internacional humanitario. Esta iniciativa, a la que se han sumado muchos otros países, y que dará lugar a consultas que desembocarán, a su vez, en recomendaciones concretas en 2026 en torno a siete ejes de trabajo, no es objeto de oposición alguna. Hasta la fecha, ningún Estado ha expresado críticas a esta iniciativa como tal o al proceso propuesto. Por el contrario, los primeros pasos que se han dado ponen de manifiesto un nivel muy alto de apoyo a la iniciativa; y la mayoría de los países abren sus declaraciones expresando su gratitud por su lanzamiento y coinciden en que la actual situación humanitaria mundial pone de relieve la necesidad de este esfuerzo.
Por último, hay un punto que no debe pasarse por alto al considerar la supuesta degradación del derecho internacional: las consecuencias que esto podría tener. Porque si el derecho internacional se degrada hasta el punto de que se lo dé por finiquitado, ¿qué nos queda por defender? Debemos, por tanto, preguntarnos qué aporta decir que el derecho internacional humanitario esté muerto o sea ineficaz. Porque, si así fuera, los conflictos armados serían, efectivamente, zonas sin derechos. ¿Es lo que realmente anhelamos? ¿Realmente queremos un mundo sin derecho, solo porque un Estado o un puñado de estados hayan decidido ignorarlo? Es más, una vez que constatemos que el derecho internacional humanitario ha fenecido, si quisiéramos recrearlo, ¿qué prohibiciones querríamos imponer?, precisamente la función del derecho es delimitar lo que está permitido y lo que está prohibido. ¿La hambruna como método de guerra? ¿La tortura? ¿El asesinato? ¿Los ataques a hospitales, al medio ambiente, al patrimonio cultural? ¿Los desplazamientos forzosos de población? ¿Los ataques indiscriminados? ¿Las represalias contra la población civil? ¿Los obstáculos a la prestación de ayuda humanitaria? ¿La utilización de armas que causan sufrimiento innecesario? Todas estas prohibiciones ya figuran en los textos fundamentales del derecho internacional humanitario elaborados en 1949 y completados en 1977 ‒ratificados por 196 países‒. Por lo tanto, no se trata de un problema del derecho. El problema está en otra parte y, a fin de cuentas, el derecho internacional humanitario solo está muerto si nosotros decidimos que lo está.
Referencias bibliográficas:
Care. «More than 27 Million People in Democratic Republic of Congo are Facing Acute Food Insecurity», 20 de mayo de 2021. (en línea) https://www.care.org/media-and-press/more-than-27-million-people-in-democratic-republic-of-congo-are-facing-acute-food-insecurity/?utm_source=chatgpt.com
COI Focus. «Ethiopia, Security situation in Tigray». Office of the Commissioner General for Refugees and Stateless Persons, 16 de mayo de 2024. (en línea) https://martinplaut.com/wp-content/uploads/2024/07/security-situation-in-tigray.pdf
Nyssen, Jan. Documenting the civilian victims of the Tigray war. Presentación en el webinar de «Every Casualty Counts», 2023. (en línea) https://everycasualty.org/webinar-documenting-the-civilian-victims-of-the-tigray-war/
Notas:
1- Véase Nyssen (2023)
2- Nyssen, op. cit.
3- Véase COI Focus (2024).
4- Véase Care (2021).
5- La OMS alerta de una situación sanitaria «catastrófica» en la RD Congo, 12 de julio de 2024, https://news.un.org/fr/story/2024/07/1147006?utm_source=chatgpt.com
6- N. del Ed.: la figura amicus curiae permite la intervención de terceros ajenos a un proceso con el objetivo que emitan una opinión sobre los casos sometidos a conocimiento judicial, en virtud de su interés en la resolución final.
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