Apuntes | La población civil: víctima principal de las guerras

Anuario Internacional CIDOB 2026
Publication date: 11/2025
Author:
Jordi Armadans, Politólogo, periodista y analista de conflictos, seguridad y paz
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Cualquier guerra es, por definición, un espacio de destrucción. La violencia desatada arrasa con todo –territorios, infraestructuras, edificios, ciudades, servicios, vidas, progreso y esperanzas–, y lo que queda a su paso resulta profundamente dañado.

Como se ha podido comprobar reiteradamente, la guerra acoge y potencia todo tipo de actos brutales. Las consignas iniciales, las dinámicas de la batalla y el ciclo infernal de odio-miedo-venganza se retroalimentan en una espiral sin fin. En una guerra, y en cualquier contexto de violencia elevada y sostenida, tienden a desaparecer los límites y los controles, al tiempo que se producen numerosas violaciones de los derechos humanos que, a menudo, quedan impunes y terminan infligiendo aún más dolor a quienes las han sufrido.

El principal recurso de las guerras clásicas siempre había sido el uso extensivo e intensivo de personas, en forma de soldados. Y aunque, lógicamente, a la hora de analizar los impactos de una guerra hay que distinguir siempre las bajas civiles de las militares, conviene evitar falsas impresiones: que las víctimas sean soldados no significa necesariamente que estén convencidas de esa guerra, sino que a menudo son personas, en general jóvenes, enviados al frente contra su voluntad y no siempre con la preparación técnica ni la formación adecuadas. En muchas guerras, la tropa ha sido, literalmente, carne de cañón. Carne de cañón para satisfacer deseos imperiales, ansias de poder y delirios personales de líderes que mandan a la gente a la primera línea de fuego mientras ellos se mantienen al margen.

Obviamente, uno de los elementos más alarmantes de las guerras es el enorme impacto que ejercen sobre la población civil, sobre aquellas personas que ni participan ni deciden en el conflicto a pesar de sufrir todas sus consecuencias. Consecuencias de todo tipo y que, a menudo, se superponen: en primer lugar, el miedo, la angustia y el sufrimiento general por las restricciones económicas y sociales suelen afectar a gran parte de la población; en segundo lugar, y más específicamente, los movimientos masivos de gente afectada por los combates intentando huir; y, finalmente, son quienes reciben los impactos directos de la violencia, unas veces en forma de «daños colaterales» de estrategias que no se preocupan en ningún momento de ahorrar sufrimientos a la ciudadanía, y en otras porque, claramente, atacar a los civiles se convierte en uno de los objetivos del conflicto. También porque, en un contexto de guerra, especialmente de cariz interno donde los discursos de odio se propagan con facilidad, a menudo la misma población acaba directamente enfrentada. Y, como siempre, en un ambiente de vulneraciones masivas de los derechos humanos, tenemos que preguntarnos por las mujeres. Porque, además de los impactos generales, ellas ‒por el simple hecho de ser mujeres‒ sufren de forma añadida agresiones específicas: maltratos, abusos, violaciones y violencia sexual. Por último, y más allá de las afectaciones físicas, palpables y evidentes, hay que tener en cuenta también las psicológicas: personas que, a pesar de no haber quedado heridas, quedan traumatizadas, proyectando el horror vivido en la guerra hasta mucho después del cese de la violencia y de los acuerdos de paz.

Son muchas y variadas las formas que tiene la guerra de atacar a la población civil: asedios y cercos a pueblos y ciudades (no dejar entrar ni salir a la gente; impedir la entrada de alimentos; cortar los suministros básicos; contaminar recursos necesarios para la supervivencia, como el agua; impedir la entrada de medicamentos, etc.); encarcelamientos, maltratos, torturas y desapariciones; bombardeos y ataques sobre áreas pobladas; violencia y abusos sexuales; limpiezas étnicas y desplazamientos forzados; matanzas masivas y, finalmente, genocidios. No es de extrañar que la guerra haya sido definida en términos filosóficos, políticos y jurídicos como un crimen contra la humanidad.

Por todo ello, desde siempre –aunque especialmente a lo largo del siglo xix– fue cristalizando la voluntad de limitar el impacto de las guerras sobre la población civil. Posteriormente, tras el choque provocado por el enorme nivel de mortandad de la Primera y la Segunda guerras mundiales, y la toma de conciencia de que el desarrollo tecnológico al servicio de la destrucción podía conducir a episodios tenebrosos (el holocausto y las distintas formas de exterminio a gran escala, así como las bombas nucleares de Hiroshima y Nagasaki), se acabó impulsando una normativa jurídica internacional que pretende civilizar al máximo posible el ejercicio de la guerra, y que obliga a los estados a comportarse y respetar unos mínimos, incluso en tiempos de guerra. 

Pero varios factores han contribuido a agrietar esta mínima, muy mínima, contención. En primer lugar, la evolución experimentada por los episodios armados a lo largo de los años: de las guerras clásicas a los conflictos de las últimas décadas, la fisonomía de la guerra ha cambiado mucho. De conflictos entre estados se ha pasado a conflictos dentro de una misma frontera estatal; de guerras donde se enfrentaban grandes ejércitos regulares bajo unos mandos muy identificados, a la interacción fluctuante e imprecisa de varios grupos armados, muchos de ellos irregulares, cada uno con sus agendas específicas y con una red de alianzas, aliados y enemigos en constante transformación en función de cómo se desarrolla la contienda. De guerras ejecutadas principalmente en campos de batalla o zonas fronterizas delimitadas, a una violencia que estalla por todas partes afectando a zonas urbanas, donde es difícil discernir combatientes de civiles; de las armas convencionales pesadas al uso preferente e intensivo de armas cortas y ligeras, más accesibles de adquirir ‒por precio y por volumen‒, más fáciles de transportar y más difíciles de controlar, hecho que facilita la proliferación de herramientas de guerra y nutre muchos conflictos abiertos. Y entre actores poco definidos y volátiles, que se mezclan con la población civil, con estrategias militares de corto vuelo y con la incapacidad para llevar a cabo grandes acciones planificadas; el ataque a la población civil «enemiga» ‒con la voluntad de atemorizar, de provocar una limpieza étnica, de hacerse con un territorio o, simplemente, de llamar la atención‒ ha acabado convirtiéndose, en estos conflictos armados de la segunda mitad del siglo xx y principios del xxi, en un objetivo en sí mismo. 

En segundo lugar, el progresivo desprecio por las Naciones Unidas, el multilateralismo y el derecho internacional que han practicado las potencias mundiales y muchos países en los últimos años ha sido letal. En muchos de los conflictos armados de los últimos años, cuando una potencia ha estado implicada ‒directa o indirectamente a través de sus aliados‒, se han ignorado consensos y normas. Solo se denunciaban las vulneraciones de los derechos humanos y los incumplimientos del derecho internacional humanitario cuando eran otros quienes los cometían, mientras que se perdonaban o justificaban cuando se trataba de los propios.

La conjunción de estas dos dinámicas, entre otras muchas, han obligado a la población civil a pagar un altísimo precio. De hecho, aunque llevamos tres décadas con cifras relativamente bajas de muertes por conflictos armados (en comparación con épocas anteriores), proporcionalmente ha crecido mucho el número de civiles muertos en cada guerra.

Los ataques a zonas pobladas con armas explosivas –las cuales, por definición, no tienen un grado de discriminación y precisión– se han convertido en habituales en tiempos recientes, generando un enorme sufrimiento entre la población civil. No es solo el hecho de atacar a la gente, sino de destruir todo lo necesario para que puedan vivir: edificios deteriorados, infraestructuras y redes viarias inservibles, vías de suministros y servicios truncados, ciudades devastadas; todo ello hace imposible la vida en muchos conflictos armados. Hay más guerras, cierto, pero, sobre todo, estas son cada vez más brutales para la población civil. Porque la guerra, hoy, no solo ataca a la población civil, sino también a sus formas esenciales de vida. Y por eso, el número de personas que huyen de la guerra, desplazándose dentro de sus propias fronteras o buscando refugio fuera de ellas, se ha incrementado espectacularmente: hemos pasado de 60 a 120 millones de desplazados y refugiados en una década.

En este contexto de guerra y destrucción total hay que destacar –no solo por su crueldad, sino como indicador de la evolución que estamos sufriendo– los ataques a centros médicos, algo especialmente prohibido por las convenciones de guerra. Varios informes de las Naciones Unidas y también de oenegés ponen de relieve el gran incremento de los ataques a hospitales, centros de salud y personal médico. Según datos de Safeguarding Health in Conflict Coalition (SHCC), en 2018 se produjeron 973 ataques ‒una cifra considerada muy alta en aquellos momentos‒, en 2021, 1.335, y en 2023, 2.562. El aumento ha sido constante y, de ser algo excepcional, ha pasado a convertirse en práctica muy habitual.

En varios conflictos no solo hemos visto bombardeos sobre áreas pobladas o ataques indiscriminados contra población civil, también hemos asistido a la recuperación de formas extremadamente crueles de hacer la guerra, como los asedios, los cercos y demás técnicas para presionar a la población y conseguir que se rinda, que se vaya o que se subleve contra los actores armados que combaten en aquel territorio.

Desgraciadamente, todo apunta a que, lejos de resolverse en un futuro inmediato, la degeneración en cuanto a las formas de hacer la guerra se agravará. El hecho de que cada vez más potencias y gobiernos incrementen, de manera más evidente y pública, su desprecio por los organismos y mecanismos de gobernanza multilateral y que, por otro lado, desobedezcan públicamente a los tribunales de justicia internacional, hace presagiar más vulneraciones de los derechos humanos y más impunidad hacia quienes las ejecuten, lo que, a su vez, reforzará dichas prácticas. 

Observamos un ejemplo, no menor, de esta tendencia en aquellos países que anuncian su salida de la convención que prohíbe las minas antipersona, uno de los tratados más icónicos, sólidos y universalmente aceptados de los últimos treinta años en materia de desarme y protección de la población civil. 

Sin duda, ante este panorama, la posibilidad de tejer alianzas impulsadas por la sociedad civil, acompañadas por el mundo académico intelectual, con el apoyo de organismos internacionales y la implicación de aquellos estados que no deserten de la justicia global, los derechos humanos y la paz, puede convertirse en un factor de cambio, o resistencia, para asegurar mayores cotas de protección de la población civil ante los conflictos armados.