¿La paz mediante la fuerza? Las implicaciones del plan de Trump para Palestina y la política global


Presentado como un plan de paz, la propuesta de Donald Trump para Gaza parece poco más que un ejercicio de poder disfrazado de diplomacia. A pesar del creciente apoyo que ha reunido entre la comunidad internacional, existe un riesgo de confundir las negociaciones a corto plazo sobre un alto el fuego con la necesidad más amplia de escenarios sostenibles tras la guerra. Atrapadas entre los intereses y la retórica de las partes involucradas, las preguntas sobre el futuro de Palestina siguen abiertas.
El llamado plan de paz del presidente estadounidense Donald Trump se ha presentado con la promesa de poner fin a la guerra en Gaza. A primera vista, su atractivo es evidente: ¿quién se opondría a una propuesta que pretende detener la masacre y resolver el conflicto israelí-palestino? No solo países europeos, también naciones árabes y musulmanas parecen apoyarlo. Sin embargo, Hamás se ha visto atrapado entre la espada y la pared: aceptar el acuerdo para detener el genocidio, o rechazarlo con la esperanza de obtener más concesiones, pero consciente de que podría interpretarse como una manera de permitir que Israel «terminara el trabajo».
Con las negociaciones en Egipto en curso, Hamás ha logrado alcanzar un equilibrio frente al dilema de «lo tomas o lo dejas» planteado por Trump. Por un lado, Hamás se mostró dispuesto a debatir los puntos del alto el fuego, el intercambio de rehenes y presos, la reanudación de la ayuda humanitaria a Gaza y una futura gobernanza para la Franja de la posguerra sin la presencia del grupo islamista. Por otro lado, pospuso cuidadosamente el debate más amplio sobre el futuro político de Gaza y la cuestión palestina. En otras palabras, el plan de Trump no ha funcionado como ultimátum. Hamás no aceptó ni rechazó la propuesta; pidió sentarse en la mesa de negociaciones en la que no se había incluido a los palestinos.
De hecho, ninguna de las condiciones mínimas para un acuerdo de paz genuino se cumple en el marco de la propuesta Trump. Los palestinos no solo no participaron en el diseño de este plan, a diferencia de los israelíes y los árabes, sino que la «Fuerza Internacional de Estabilización» prevista y la gobernanza tecnocrática para Gaza parecen más una reedición del mandato británico, esta vez liderado por Trump y Tony Blair, que una propuesta inclusiva con todas las partes del conflicto. En segundo lugar, no hay garantías sobre qué pasará con las acciones militares de Israel. En tercer lugar, la propuesta solo menciona la creación de un Estado palestino en la penúltima cláusula, con referencias vagas a una «vía creíble hacia la autodeterminación». Lejos de ser una hoja de ruta concreta, esta cláusula sirve, sobre todo, como concesión simbólica destinada principalmente a garantizar el apoyo de los países árabes. Así que el mensaje subyacente a los palestinos es claro: no se les trata como agentes de su propio futuro, sino como objetos que deben ser gestionados por potencias externas.
En este contexto, Hamás y varias facciones palestinas consideran que el denominado plan de paz de Trump corresponde, en realidad, a un intento de Benjamín Netanyahu de imponer a través de Estados Unidos lo que no ha logrado mediante la guerra. De hecho, el plan está alineado con los objetivos de Israel: contempla la liberación de los rehenes, la presencia militar permanente en la Franja y la exclusión de Hamás y la Autoridad Palestina de cualquier rol político en Gaza. Para Hamás, el dilema es delicado: aceptar la propuesta de Trump significaría una rendición incondicional y sin garantías para la población civil. Rechazarla podría consolidar la narrativa de que Hamás es responsable de obstaculizar la paz, lo que supondría dar a Israel carta blanca para proseguir con la destrucción de Gaza. En este contexto, la estrategia del grupo armado palestino es doble: adoptar una postura que dé la impresión de aceptar el plan de Trump, al tiempo que se acuerdan únicamente los términos que el grupo ya había impulsado en rondas anteriores de negociación, a saber, un alto el fuego, ayuda humanitaria y el intercambio de cautivos.
Estos cálculos ponen de relieve una divergencia fundamental: mientras que Estados Unidos e Israel plantean el plan como una solución inmediata y definitiva, los palestinos lo ven solo como la primera fase de un proceso en dos etapas. Dicha primera frase se centra en la cuestión más urgente: un alto el fuego para poner fin a la tragedia en Gaza; cuestión para la cual Hamás se considera el principal negociador. La segunda fase, relacionada con la cuestión de la soberanía de Palestina, es, según Hamás, un asunto que debe discutirse con todas las facciones palestinas. En otras palabras, Hamás busca desvincular estas dos cuestiones con vistas a no perjudicar sus propios intereses y la causa palestina.
Esta divergencia contrasta radicalmente con el coro internacional que celebra la propuesta de Trump. Mientras que Hamás busca separar el alto el fuego de la soberanía, muchos Estados árabes y europeos parecen dispuestos a respaldar el plan de paz a pesar de sus defectos y contradicciones. El hecho de que tantos gobiernos lo hayan apoyado indica que el problema no radica únicamente en el contenido del plan, sino también en el contexto internacional más amplio. Lo que está en juego no es tanto los detalles técnicos de la propuesta como la voluntad de los Estados de asumir los costes políticos internos y conciliar los valores proclamados con los intereses estratégicos. Estas reacciones ponen de manifiesto cómo hemos llegado hasta aquí: normalizando la impunidad israelí, sostenida por el respaldo de Estados Unidos, y tolerada por la mayoría de sus aliados.
La respuesta de Europa es quizás la menos sorprendente. Aunque la opinión pública y las manifestaciones masivas han empujado a los gobiernos de la Unión Europea hacia un discurso más crítico, su dependencia estructural de Washington, y las divisiones internas entre estados miembros siguen siendo decisivas. Por muchas diferencias que haya entre las posturas de los países europeos, todos ellos se enfrentan ahora a una misma contradicción: los gobiernos que reconocieron recientemente a Palestina respaldan ahora un plan que refuerza la división entre Gaza y Cisjordania, y entierra la perspectiva de una soberanía palestina en la Franja. Esta contradicción es una prueba más que subraya el carácter puramente simbólico de estos reconocimientos.
Si la posición de Europa era relativamente predecible, queda otra pregunta sobre la mesa: ¿por qué, a pesar de los defectos y riesgos del plan, los Estados árabes y musulmanes también apoyan la propuesta de Trump? Varios factores explican esta alineación. Estructuralmente, la asimetría de poder con Estados Unidos es clave. Washington sabe que ganarse el apoyo del mundo musulmán reforzaría la legitimidad del plan. Al mismo tiempo, los gobiernos regionales son conscientes de que solo Washington tiene la influencia necesaria para presionar a Israel, como ha demostrado la reciente visita de Netanyahu a la Casa Blanca.
Sin embargo, persisten las dudas sobre si el primer ministro israelí cumplirá con sus compromisos, ya que su reducido margen de maniobra depende de su coalición de extrema derecha y de la presión de la oposición. Los informes filtrados sobre las negociaciones previas a la publicación del plan de paz describen tensiones entre Estados Unidos y los países de la región MENA, quienes se opusieron a las enmiendas israelíes al plan. Las disputas se centraron en dos cuestiones: el liderazgo de la denominada fuerza de estabilización —Israel rechaza tanto el control de la ONU como el regional— y las garantías creíbles de que Tel Aviv detendrá las operaciones militares en Gaza y en el extranjero contra los Estados acusados de albergar a líderes de Hamás, como se ha visto recientemente en Qatar.
Así mismo, otro error analítico consiste en considerar a los Estados árabes y musulmanes como un bloque unificado. De hecho, sus reacciones al plan reflejan tres elementos: sus diversos vínculos con Hamás, la importancia de la causa palestina en la política interna, y unos intereses estratégicos y económicos más amplios que van mucho más allá del conflicto. Por ejemplo, Arabia Saudí utiliza su «relación privilegiada» con Washington para promover un orden regional similar al de los «Acuerdos de Abraham 2.0», en el que la normalización con Israel se intercambia por beneficios económicos y de seguridad. Los Emiratos Árabes Unidos ven una oportunidad comercial en la reconstrucción, mientras que Egipto considera que el debilitamiento de Hamás es un golpe contra la «amenaza» de los Hermanos Musulmanes y da prioridad al control de la frontera en Rafah para contener los posibles flujos de refugiados.
En cambio, las posturas de Turquía y Qatar son más cautelosas. Ankara se presenta como la «protectora» de Hamás y la causa palestina, al tiempo que intenta mediar con Occidente, una estrategia doble que refuerza la legitimidad interna de Erdoğan y posiciona a Ankara como un posible garante en los acuerdos posteriores a la guerra. Como se ha visto en otros escenarios, como Siria y Ucrania, Turquía podría buscar un papel protagonista en futuras negociaciones y en eventuales misiones de mantenimiento de la paz. Doha, por el contrario, ha visto reducida su influencia tras los ataques israelíes en su territorio, tolerados tácitamente por Washington, lo que ha tensado sus relaciones con Estados Unidos y ha disminuido su influencia sobre Hamás. Sin embargo, esta postura no debe ocultar el hecho de que tanto Turquía como Qatar también tienen sus propios intereses estratégicos. Es bastante revelador que el hijo del enviado de Trump para Oriente Medio, Steve Witkoff, solicitara dinero a los Estados del Golfo, incluido Qatar, mientras su padre se reunía con mediadores regionales para el alto el fuego en Gaza. Del mismo modo, Turquía nunca ha ocultado su interés en las oportunidades de reconstrucción en los escenarios regionales posteriores al conflicto.
Bajo esta perspectiva, a pesar de las diferencias, lo que une a los Estados árabes y musulmanes en su reacción al plan es su necesidad de mantener un equilibrio entre los intereses nacionales, la opinión pública sobre la cuestión palestina y la adaptación a un orden regional cambiante. El riesgo es que, en este cálculo, Palestina siga siendo una cuestión secundaria y que el futuro de Gaza dependa de acuerdos estratégicos, contratos de reconstrucción, seguridad fronteriza y rivalidades regionales.
Lo que surge, por lo tanto, no es un plan de paz, sino un mecanismo para gestionar el conflicto y preservar al mismo tiempo la libertad de acción de Israel. Al respaldar la iniciativa de Trump, tanto los europeos como los árabes evidencian no su confianza en sus méritos, sino su negación a afrontar los costes políticos de un compromiso y una responsabilidad auténticos. El resultado es la consolidación de las mismas dinámicas que provocaron la crisis: la asimetría, la impunidad y la negación de la capacidad de acción de los palestinos.
Palabras clave: Israel, Hamás, Palestina, Gaza, plan de paz, alto el fuego, Trump, negociaciones, diplomacia, posguerra, Oriente Medio
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E-ISSN 2014-0843