Los megaeventos deportivos en los BRICS: un cuestionamiento a su rendimiento
La apuesta de los países emergentes, especialmente de los BRICS (Brasil, Rusia,India, China y Sudáfrica), por la organización de megaeventos deportivos responde a una búsqueda de promoción política y económica internacional, así como a un deseo de reforzar en el plano interno la legitimidad política y la cohesión nacional. Partiendo de esta ideas, el presente artículo analiza hasta qué punto estos megaeventos han servido a los propósitos iniciales de los BRICS, en la medida en que no han expuesto sus fortalezas como se deseaba a priori, sino más bien una serie de debilidades, lo cual nos permite cuestionar la utilidad de los megaeventos deportivos como estrategia política y económica nacional e internacional.
Los megaeventos deportivos son competiciones a gran escala que tienen una relevancia global y atraen a un gran número de participantes, espectadores y medios de comunicación; esto obliga al anfitrión a la realización de grandes inversiones en infraestructura, logística o seguridad, así como a la puesta en práctica de políticas públicas que requieren de la colaboración de organismos públicos y privados a escala local, nacional e internacional (Saboya y Noguera, 2014: 2; Radicchi, 2012; Hiller, 1998). Ante las exigentes condiciones que requiere este tipo de organización deportiva, no debe extrañar la existencia de una preeminencia organizativa de países occidentales tanto en los Juegos Olímpicos (JJOO) como en los mundiales de fútbol de la FIFA (Federación Internacional de Fútbol Asociación) a lo largo del siglo xx.
Sin embargo, los megaeventos deportivos han sufrido a este respecto importantes alteraciones en las casi dos décadas que llevamos del siglo xxi, con estados de la semiperiferia económica (Morales, 2013) entrando a la competición organizativa deportiva con bastante éxito, como apuntan las concesiones a Sudáfrica, Brasil, Rusia o Qatar del mundial de fútbol, y la adjudicación a China, Rusia y Brasil de los JJOO por parte del Comité Olímpico Internacional (COI). En este sentido, se puede recalcar que han sido especialmente los países que conforman el grupo de los llamados BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) los que han destacado en los últimos años desde la semiperiferia en su desarrollo deportivo, al igual que en la arena económica y política internacional. El gran tamaño de sus economías y su rápido crecimiento les han convertido en estados más activos e influyentes en los asuntos económicosglobales, gozando de un mayor peso e influencia en la Organización Mundial del Comercio (OMC) o las cumbres del G-20 y el G-8 (Alexandroff y Cooper, 2010; Schirm, 2010), por ejemplo. Paralelamente, los BRICS han desplegado una serie de medidas para colocarse a la altura de los países desarrollados occidentales en materia deportiva, poniendo un especial énfasis en los megaeventos (Grix y Lee, 2013). Sin embargo, se puede detectar una variedad en la aproximación deportiva y en los tiempos manejados, ya que mientras China, Brasil, Sudáfrica y Rusia han abarcado todo tipo de megaeventos deportivos –desde JJOO de verano e invierno a campeonatos mundiales y regionales de fútbol y otros deportes– en poco más de una década, la India ha mostrado un perfil más bajo, destacando solamente –más allá de los campeonatos mundiales de cricket– en la organización los Juegos de la Commonwealth celebrados en Nueva Delhi en 2010.
No se puede obviar el carácter político internacional de estas competiciones, especialmente de los JJOO1, al especificar la Carta Olímpica que los comités olímpicos nacionales son representaciones de sus respectivos países en las competiciones olímpicas, y al reivindicar entre los objetivos del olimpismo la contribución a la paz mundial (International Olympic Committee, 2015). Esta vinculación político-deportiva de carácter estatal implica que los diferentes países adopten un rol activo en los JJOO, ya que asocian estos juegos a intereses de carácter nacional e internacional. Según Houlihan (1991) y Riordan (1993) los intereses de carácter nacional pueden abarcar desde el desarrollo de unas condiciones físicas y de salud óptimas, la difusión de conceptos como la solidaridad o la promoción del orgullo nacional a través de las victorias, hasta el incremento y mantenimiento de la legitimidad de los gobiernos. Por su parte, los intereses de carácter internacional, partiendo del carácter de suma cero que poseen las competiciones deportivas, se corresponderían con lo que Schweller (1999: 29) denomina «bienes posicionales»: prestigio, estatus, liderazgo o reconocimiento internacional del país en cuestión. Además, serían una forma de visibilizar sus logros y progresos político-económicos o servirían como elemento diplomático de altísimo nivel (Beacom, 2012; Cha, 2009). Finalmente, según Joseph Nye (2003: 6-7), los JJOO y los mundiales de fútbol serían también una forma prácticamente inigualable de incrementar el poder blando (soft power), en el que se puede englobar lo que Ying Fan (2010) expone como nation branding: «un proceso por el que las imágenesde una nación pueden ser creadas o alteradas, monitoreadas, evaluadas y manejadas de manera proactiva con el fin de mejorarla reputación del país entre un público internacional».
Sin embargo, la organización de un megaevento deportivo no asegura per se este tipo de ganancias de carácter político; puede incluso ser contraproducente, porque existe la posibilidad de que se expongan los puntos débiles del Estado organizador en lugar de sus puntos fuertes, ya que, como se ha apuntado, la organización de un megaevento deportivo requiere de una preparación y de unas condiciones económicas y políticas que no están al alcance de todas las ciudades y países. Como especifican Kamilla Swart y Urmilla Bob (2004: 1312): «La celebración de grandes eventos tiene un significado económico, social, político y simbólico. Esto implica que la capacidad de un paíspara tener éxito en el ámbito de la acogida de grandes eventos depende del reconocimiento internacional en relación con sus condiciones económicas. También esnotable que, una vez que un país es capaz de entrar en la arena internacional de la organización de megaeventos, esto crea el efecto dominó deatraer mayores megaeventos con una frecuencia cada vez mayor». A este respecto, el caso de los BRICS es sumamente revelador: dado que son considerados estados semiperiféricos o de desarrollo medio que combinan elementos del capitalismo central-desarrollado y de la periferia (Rocha y Morales, 2011: 160-161)2, se encontrarían tremendamente expuestos a que los megaeventos deportivos enfatizasen o bien sus fortalezas o bien sus debilidades, lo que a su vez contribuiría a reforzar o poner en cuestión sus incrementos de poder y su ascenso en el escalafón internacional. Hay que tener también muy presente lo que Immanuel Wallerstein (2006: 57) recalca en torno a los estados semiperiféricos; según este autor, estos derrochan sus energías para mantener al menos su estatus intermedio, pero con la esperanza de ascender en la estructura internacional. Desde esta perspectiva, los JJOO o los mundiales de fútbol encajarían en las respectivas políticas exteriores nacionales y formarían parte de la estrategia de mostrar al mundo sus progresos y desarrollos que los acercan e igualan al resto de potencias del capitalismo desarrollado.
Metodología DAFO y la Trampa-22
En esta valoración de los megaventos deportivos organizados por los BRICS se ha empleado la metodología DAFO, que hace referencia a las debilidades y amenazas, por un lado, y a las fortalezas y oportunidades, por el otro. Esta herramienta es una de las más válidas para conocer los riesgos a los que se enfrenta una organización deportiva, y le permite abordar mejor su entorno interno y externo, así como prepararse para elaborar una planificación estratégica eficaz que refuerce las fortalezas y contenga las debilidades (Karadakis et al., 2010: 170-174). Si bien esta metodología se suele emplear para el estudio de las cuestiones más puramente técnicas de la organización –como pueden ser la accesibilidad del lugar, calidades de las instalaciones, horarios y fecha del evento, medios de transporte o climatología–, se puede aplicar también en un sentido político, como en este caso, en el que se plantea que las fortalezas y oportunidades se presentarían para los BRICS en la fase de candidatura del megaevento, mientras que las debilidades y amenazas surgirían a partir de la concesión de la organización.
Esto se encuentra en estrecha relación con lo que plantea Victor Cha (2009: 1597-1601) como la paradoja de la Trampa-22 (Catch-22)3, según la cual el país que se encarga de organizar un megaevento deportivo buscaría aumentar su prestigio sin atenerse a grandes cambios políticos. Sin embargo, el organizador se encontraría bajo el punto de mira internacional durante el tiempo de la preparación y organización deportiva, de manera que se cuestionaría o certificaría no solo la correspondencia del proyecto con su desarrollo efectivo, sino también su caracter democrático, las capacidades económicas del país, la calidad de vida de la población, sus relaciones diplomáticas o la adecuación del proyecto a los valores deportivos más básicos –no discriminación de ningún tipo o respeto a los derechos humanos, por ejemplo–. En referencia a esto último, Cha (2009: 1597-1604) afirma que el vínculo entre los valores e ideas del olimpismo y el liberalismo es más fuerte de lo que se cree, por lo que se generan en los países organizadores expectativas de abrazar con entusiasmo estos valores liberales-olímpicos, de manera explícita en las competiciones y de manera implícita en su papel global como anfitriones.
Fortalezas y oportunidades políticas de los BRICS en la fase de candidatura
Se acaba de apuntar que las fortalezas y oportunidades de los BRICS desde un punto de vista político se plasman durante la fase de candidatura. Es aquí donde las diferentes ciudades, o los estados directamente4, compiten unos con otros por ofrecer la mejor opción a la FIFA o al COI para albergar sus megaeventos. En el procedimiento de aceptación de una candidatura olímpica, por ejemplo, se valoran el apoyo gubernamental y la opinión pública, el estado de las finanzas tanto en el ámbito local como estatal, la calidad de las infraestructuras a nivel general y, específicamente de las deportivas, el transporte o las condiciones y el impacto ambiental, entre otras cosas; por lo que salir vencedor es una primera muestra de fortaleza frente a otros países.
En el caso de los juegos olímpicos de Beijing en 2008, el proyecto pasó por encima de las candidaturas de París, Toronto, Osaka y Estambul en la ronda final de votación de 2001; Sochi superó a Salzburgo y Pyeongchang en la competición por los juegos de invierno de 2014 en la votación de 2007; mientras que Río de Janeiro hizo lo propio frente a Madrid, Chicago y Tokio en la votación del COI de 2009 sobre los juegos de verano de 2016. Sudáfrica, por su parte, se vio favorecida por la política de rotación de continentes en la celebración del mundial de fútbol de 20105 (Hall, 2005), por lo que este país tuvo que superar solamente a otros países africanos: Egipto, Marruecos y una candidatura conjunta de Libia y Túnez que se retiraría solo una semana antes de la votación final en Zurich en 2004. La importancia de este paso no es algo menor, ya que dota en primera instancia al país organizador de credibilidad y prestigio internacional, igualando sus capacidades organizativas a la de los estados del capitalismo central. Así, ciudades de Estados Unidos, Japón, Francia, Canadá, Austria, España o Corea del Sur pueden quedar derrotadas en favor de ciudades de estados semiperiféricos que, si bien en las últimas décadas han gozado de unos incrementos de poder que les han permitido comenzar a desarrollar proyecciones geopolíticas y geoeconómicas de alcance global, y escalar en la jerarquía de poder internacional (Rocha y Morales, 2011: 160-161), no dejan de ser considerados países del Sur con unas capacidades más limitadas que las de los estados occidentales.
La organización de estos megaeventos supone también un reconocimiento a la buena labor de desarrollo de estos países, dado que dichos eventos son conceptualizados de manera interna como un paso más en el desarrollo económico y social del país o de la ciudad sede. Esto, a su vez, les hace aumentar su estatus, prestigio y legitimidad gubernamental a ojos externos e internos. Por ello, los megaeventos vienen a recalcar precisamente una diversidad de capacidades y buscan enfatizar, según Müller y Steyaert (2013: 141), «que [los países que los acogen] se han ganado el lugar que les corresponde entre las principales potencias como naciones culturales, deportivas y del entretenimiento –por encima de la fuerza militar (por ejemplo, Rusia) o proezas económicas (por ejemplo, China)»–. Este interés se puede considerar compartido con las autoridades deportivas, ya los megaeventos permiten al COI y a la FIFA presentarse a sí mismos también como catalizadores de desarrollo, legitimando la existencia del mundial de fútbol y de los JJOO y su inversión en ellos. Esto provoca, además, un efecto llamada a terceros estados para seguir el camino de los actuales organizadores, que obviamente van a presentar esta estrategia político-económica a través del deporte como exitosa.
Por otro lado, no se puede obviar aquí el papel fundamental de los valores olímpicos como un instrumento de integración y aceptación del orden internacional, en el sentido de lo citado en el apartado anterior acerca del trabajo de Victor Cha. En un contexto donde la estructura del sistema internacional está siendo cuestionada precisamente desde los BRICS –hecho que queda fuera de toda duda tras la constitución de los BRICS como grupo en 2009 y la creación de su Nuevo Banco de Desarrollo (NBD) en 2014–, estos países buscarían rebajar su percepción de estados competidores y amenazadores para con las potencias mundiales agrupadas en torno al G-7. Los JJOO servirían así, especialmente, para demostrar su adecuación a las normas y reglas compartidas en el ámbito internacional y para rebajar la visión de estos países como potencias amenazadoras a la estabilidad del sistema, fundamental en el caso de China (Grix y Lee, 2013: 6-7). A fin de cuentas estas competiciones –originarias, desarrolladas y propagadas desde Occidente– gozan de una legitimidad global prácticamente inigualable; así lo demuestra la adscripción de países tanto a la FIFA como al COI, superando ambos organismos las cifras de Naciones Unidas en cuanto a estados reconocidos. Además, no se debe menoscabar el anclaje del ideario deportivo básico, al menos el olímpico, en base a una concepción occidental y eurocéntrica6 (Chatziefstathiou, 2005) que genera que se preste especial atención a cuestiones políticas vinculadas al carácter democrático formal de los países o al respeto a los derechos humanos de primera generación, que refuerzan esa percepción de acomodamiento político internacional por parte del Estado organizador al vincularse a los valores olímpicos.
Todos los BRICS que han organizado este tipo de megaeventos se han escudado en estas fortalezas y oportunidades planteadas y, precisamente, se han amparado en ellas como justificaciones para que el COI o la FIFA les concedieran la organización. China, por ejemplo, tenía en sus progresos económicos recientes una base de peso para su justificación de la candidatura, pero a su vez planteaba cómo los juegos de Beijing podían servir para algo más que para apuntalar su economía, con una función también de desarrollo social que incluía específicamente un desarrollo democrático y de derechos humanos (Hong y Zhouxiang, 2012a). Según Tomlinson (2010), el desarrollo en estos ámbitos serviría para dotar de legitimidad al Partido Comunista chino, en la medida en que se mostrarían y expandirían la identidad, la cultura y la modernidaddel país, lo cual reforzaría a su vez el ascenso de la nueva China. Por su parte, Brasil también expuso su poderío económico como base para las candidaturas del mundial de fútbol de 2014 y de los JJOO de 2016. El propio presidente Luiz Inácio Lula da Silva destacó en su discurso ante el COI el desequilibrio existente en la organización de los juegos olímpicos, que había ignorado a América del Sur hasta entonces (Pulleiro, 2013): «De entre las diez mayores economías del mundo Brasil es el único país que no fue sede de los Juegos Olímpicos y Paralímpicos (…) Esta candidatura no es solo nuestra, es también de América del Sur, un continente con casi 400 millones de hombres y mujeres (…) Un continente que como vimos nunca fue sede de los Juegos Olímpicos, y están en la hora de corregir ese desequilibrio» (Lula da Silva, 2009).
Rusia, al igual que Brasil y China, también haría hincapié en su desarrollo económico reciente como una justificación importante en su candidatura. El desembolso gubernamental en publicidad fue enorme –más de 30 millones de dólares solamente en promocionar la candidatura–, con el objetivo de convertir Sochi en una ciudad olímpica que fuera el catalizador del cambio, a través de su transformación en un destino turístico global, de facilitar a los deportistas rusos instalaciones de primer nivel, así como de mostrar a Rusia como líder mundial en áreas como latecnología, la infraestructura, el ocio y la calidad de vida (Cox, 2014: 29-30; Müller, 2015: 629). El rol de Vladimir Putin fue esencial –como reconocieron los propios miembros del COI–, al asegurar con su presencia en la sesión de Guatemala de 2007 un total compromiso gubernamental (Cox, 2014: 30). Putin vinculó los juegos al desarrollo ruso a lo largo de la primera década del siglo xxi, y afirmó sobre la elección de Sochi y de la situación rusa que «este es un reconocimiento de sus crecientes capacidades, sobre todo en losámbitos económico y social» (Angerer, 2014). No obstante, como se verá más adelante, no todo salió según lo planeado.
Finalmente, Sudáfrica se resarció con la organización del mundial de fútbol de 2010 de la fallida candidatura para organizar los JJOO de 20047. El contexto político, económico y deportivo del país –más allá de la iniciativa de la FIFA de la rotación de continentes adoptada para que África albergara por primera vez un megaevento deportivo– había variado enormemente en los apenas siete años que habían transcurrido entre una y otra votación (la de los JJOO en 1997 y la del mundial en 2004). La anterior concesión a Beijing de los juegos de 2008 y la propia concepción y popularización de los BRICS, que enfatizaba ya la existencia de una categoría especial de potencias emergentes de carácter regional desde el Sur, en la que Sudáfrica era precisamente la que más destacaba en el continente africano (Wilson y Purushothaman, 2003: 10-11) –aunque formalmente no formaría parte de este grupo hasta 2011– favorecieron sin duda la apuesta por este país como sede de un megavento deportivo. Tampoco se puede obviar la experiencia organizativa ganada en esos años mediante la coorganización del mundial de cricket y la Copa de Presidentes de golf en 2003, que se sumaban al mundial de rugby y la Copa Africana de Naciones, de 1995 y 1996 respectivamente; con lo que las dudas acerca de las capacidades organizativas del país disminuyeron considerablemente.
Según Scarlett Cornelissen (2008: 486-487), a nivel interno, el mundial de fútbol sirvió como un proyecto a raíz del cual el Estado sudafricano pudo «movervarios objetivos económicos, políticos y de desarrollo». Se anunció que se generaría un crecimiento económico y una mitigación de la pobreza a través de la creación de empleos directos e indirectos. Además, se profundizaría en «la política de la reconciliación y la utilización del deporte como instrumento eficaz en la forja de la cohesión nacional» –que tan buenos resultados había dado con el rugby en 1995–, con el añadido de que, a diferencia de la candidatura olímpica, el mundial de fútbol había estado dirigido por los «históricamente desposeídos» en la sociedad sudafricana (Cornelissen, 2004: 1297). La selección de la sede del mundial de 2010 fue una competición entre diferentes estados africanos, cada uno de los cuales buscaba presentarse como el mejor reflejo de la «identidad de África» y reforzar así su liderazgo regional (ibídem). Finalmente Sudáfrica fue la mejor opción, porque apostó por una candidatura que remarcaba el carácter estratégico del evento para el desarrollo del país8. Más allá de la lógica económica-empresarial tras la construcción de las infraestructuras generales y específicamente deportivas necesarias para el buen funcionamiento del evento, se establecieron numerosos programas sociales, englobados en marco denominado «deporte para el desarrollo», en el que se suelen involucrar tanto organismos deportivos –la FIFA, principalmente– como organismos internacionales –Naciones Unidas y ONG–, además de los propios gobiernos nacionales y diferentes empresas del sector privado –tanto multinacionales como empresas locales– (Cornelissen, 2008: 488-490 y 2011).
En definitiva, la propia concesión de la organización supone una fortaleza en el sentido de que, como países semiperiféricos, los BRICS se permiten a priori igualar o incluso superar a los estados más desarrollados en capacidades organizativas. A la vez, supone una oportunidad para profundizar en el desarrollo económico y mitigar la pobreza, por lo que se justifican así las grandes inversiones en infraestructura y transporte12 , necesarias ambas para asegurar el buen funcionamiento del megaevento y que van más allá incluso de las inversiones necesarias para las instalaciones puramente deportivas –estadios, piscinas o pabellones, por ejemplo–. Por último, se refuerza también su liderazgo regional como potencias escaladoras con proyección global en el sistema internacional, lo que fortalece su carácter no amenazador y su poder blando.
Debilidades y amenazas político-económicas durante el proceso organizativo
Además de las fortalezas y oportunidades descritas en el apartado anterior, los megaeventos también pueden enfatizar y apuntalar aquellas dimensiones más vulnerables de los BRICS, que más que servirles para reforzar su rol de potencias regionales/globales en ascenso, tienen un efecto contrario; es decir, refuerzan la idea de que, a pesar de sus progresos económicos, siguen contando, por su naturaleza política de potencias emergentes semiperiféricas, con debilidades particulares que cuestionan tanto su ascenso en la estructura de poder internacional como su atractivo político-económico global. Por la propia concepción que se hace desde estos estados de los megaeventos deportivos, las implicaciones de las debilidades y amenazas adquieren mayor relevancia que la que puedan tener en competiciones deportivas celebradas en países del capitalismo central. Nos basamos aquí en la afirmación de Tomlinson (2010: 150) de que estos eventos son de carácter «inequívocamente nacionaldonde las ciudades sirven como un medio en la búsqueda de objetivos políticos nacionales»9. Por ello, los BRICS se encuentran singularmente expuestos a la Trampa-22, ya que al plantearse los megaeventos deportivos en un sentido nacional, el punto de mira no se situará exclusivamente en la gestión desde las ciudades donde se desarrolla el megaevento, sino también en la utilidad del megaevento para el conjunto del Estado en relación con los objetivos y metas político-económicos propuestos durante la fase de candidatura. Se pueden destacar, por lo tanto, tres aspectos básicos de los megaeventos deportivos organizados por los BRICS para ver hasta qué punto han servido a sus propósitos iniciales: la gestión organizativa, el impacto económico y la legitimidad gubernamental tanto interna como externa.
La gestión organizativa supone el punto de partida de todo, quedando fuertemente vinculada a los otros dos aspectos mencionados. Es interesante introducir aquí lo que Schweller (2006: 13) define como «capacidad extractiva de los estados», por la que se entiende que no todos poseen la misma habilidad para explotar y administrar los recursos de los que disponen. Así, los megaeventos podrían cuestionar esta capacidad extractiva de los BRICS y soliviantar a la población en caso de no realizarse una gestión eficiente de los mismos. En este sentido, los sobrecostes han sido una constante, especialmente en los JJOO, sobre los que Flyvbjerg y Stewart (2012) exponen que suceden el 100% de las veces10. Sochi fue la viva imagen de la corrupción e ineficiencia de gestión rusas, con unos gastos que se llegaron a multiplicar por cinco hasta alcanzar los 50.000 millones de dólares aproximadamente11, de los cuales el 80,2% fue sufragado directamente con dinero público –el 57,7%– o a través de empresas estatales –el 22,5%– (Müller, 2015: 637). La edición rusa se convirtió así en la más cara de la historia, superando incluso los 40.000 millones de dólares que costaron los juegos de Beijing, donde también podemos encontrar sobrecostes. La situación de Sochi fue tan vergonzosa que hasta el propio presidente Putin arremetió en 2013 contra la inaceptable gestión del comité organizador.
Si bien un mundial de fútbol supone un menor gasto que unos JJOO, los sobrecostes sí son un elemento en común. La inversión sudafricana alcanzó entre los 3.800 y los 5.000 millones de dólares, unas diez veces más de lo esperado; el presupuesto inicial, de alrededor de 300 millones de dólares, no cubriría ni lo que fue la adecuación del estadio Soccer City (Goldblatt, 2010; Cottle et al., 2013). En el caso de Brasil tampoco hubo excepción, los sobrecostes, solamente en estadios del mundial de fútbol celebrado en 2014, superaron el 50% (Gaffney, 2014). En la India, por su parte, los Juegos de la Commonwealth celebrados en 2010, que contaban con un presupuesto inicial de unos 250 millones de dólares, llegaron a alcanzar un gasto de 9.000 millones de dólares según algunas estimaciones. El escándalo de corrupción fue tal que el presidente de la Asociación Olímpica India y varios miembros del comité organizador acabaron incluso en la cárcel (Mehta y Majumdar, 2012).
En relación con la gestión del megaevento, tampoco hay que dejar de lado la utilidad de las instalaciones que se proyectan, ya que son parte fundamental del legado que deja el proyecto, tanto para el desarrollo económico general del país como para el desarrollo deportivo en particular. Pero, sin una buena planificación inicial que tenga en cuenta la funcionalidad a medio y largo plazo de esas instalaciones, la contradicción político-económica será inevitable12, ya que parece existir en el caso de los BRICS la obligación de construir fastuosas instalaciones deportivas de última generación en aras tanto de promocionar internacionalmente el poderío tecnológico nacional y el nivel de desarrollo alcanzado, como de demostrar la pertenencia a la vanguardia deportiva. Esto es incompatible con el mantenimiento del gasto durante la preparación del megaevento o tras la finalización del mismo, por lo que gran parte de las instalaciones deportivas acaban convertidas en lo que comúnmente se denominan elefantes blancos, en referencia al coste de mantenimiento, mayor que el beneficio que aportan. En Sudáfrica y Brasil, especialmente, son muchos los estadios que han quedado infrautilizados con unos costes de mantenimiento altísimos13: 2,5 millones de dólares al año el estadio de Brasilia y unos 6 millones de dólares al año en el caso del estadio de Ciudad del Cabo (York, 2014; Boadle, 2015). Incluso el impresionante Estadio Nacional de Beijing construido para los juegos de 2008 es deficitario, con unos costes de mantenimiento de unos 11 millones de dólares anuales14. Aunque Rusia destaca de nuevo en este caso, al estimarse unos costes anuales de los juegos de Sochi cercanos a los 1.200 millones de dólares, de los cuales 400 serían costes de mantenimiento, 50 provendrían de la Fórmula 1 y los 750 restantes corresponderían a ingresos no percibidos por rebaja de impuestos a propietarios de infraestructuras olímpicas o por moratorias de intereses (Müller, 2015: 645-646).
No es de extrañar que, por extensión, se produzca un cuestionamiento de las previsiones del impacto económico general o sobre a quién beneficia el desarrollo de los megaeventos deportivos. No hay que olvidar que la mayoría de infraestructuras son costeadas ya sea mediante la reducción de servicios públicos, mediante el aumento de los impuestos o a través del endeudamiento público (Zimbalist, 2015). Si bien es cierto que los megaeventos en los BRICS han dado ciertos frutos positivos, sobre todo en materia de infraestructuras de transporte, comunicaciones o alojamiento, también lo es que para ello se desvían recursos económicos muy necesarios para la superación de la desigualdad y la pobreza. Vinculado a esto podemos destacar especialmente la problemática surgida en torno a la vivienda. En los juegos de Beijing, organizaciones como el Observatorio de Derechos Humanos, Amnistía Internacional y el Comité para la Protección de los Periodistas denunciaron que China no estaba cumpliendo con sus obligaciones en materia de derechos humanos y revelaron, entre otras cosas, los desalojos forzosos de hasta un millón y medio de personas por la construcción de infraestructuras relacionadas con los JJOO (Fowler, 2008). En Brasil, Sudáfrica y la India –aunque las cifras no son tan escandalosas como en China– se repitió esta situación. La existencia de estas prácticas quedó tapada por los discursos habituales que anunciaban legados positivos y políticas de embellecimiento urbano pero, como expone Caroline Newton (2009: 98), no se puede negar que los «eventos de prestigio internacional están siendo utilizados como justificaciones para remodelaciones de ciudades, empujando a los pobres a un lado de manera literal». En la India, por ejemplo, al menos 200.000 personas han sido desalojadas por la fuerza en Nueva Delhi desde 2004, como resultado de los preparativos de los Juegos de la Commonwealth, debido a una variedad de motivaciones que incluyen la construcción de estadiosy aparcamientos, la ampliación de las carreteras, el «embellecimiento» de la ciudad y motivos de seguridad (Housing and Land Rights Network, 2011: iii).
Los atropellos en materia de derechos humanos sufridos por los ciudadanos locales más desfavorecidos quedan, por lo tanto, justificados en favor de los intereses de los turistas extranjeros que vendrían a presenciar los eventos deportivos y de las élites económicas nacionales e internacionales, como así se encargaron de publicitar y denunciar diversos organismos (Cottle, 2010; Newton, 2009). Los compromisos adquiridos respecto a facilitar una vivienda asequible para los desplazados quedan de esta manera apartados y no se priorizan una vez que la construcción de los estadios va con retraso. Raquel Rolnik (2009: 6-10), relatora especial de Naciones Unidaspara el Derecho a la Vivienda Adecuada, denunció que, con motivo del mundial de fútbol de 2010, unas 20.000 personas fueron desalojadas del asentamiento Joe Slovo en Ciudad del Cabo para dar paso a la vivienda de alquiler. Los residentes locales tuvieron que trasladarse a las zonas pobresen el borde de la ciudad, de entre las que destaca el barrio de alojamiento temporal Blikkiesdorp, construido por el propio ayuntamiento en 2007 y al que no se duda en calificar como una suerte de campo de concentración conocido por su alto índice de criminalidad, sus lamentables condiciones de habitabilidad y su entorno de vida extremo (Smith, 2010).
En Brasil, con la organización del mundial y las olimpiadas, los primeros afectados fueron también los barrios adyacentes a los lugares donde se iban a construir las infraestructuras. Según el Comitê Popular da Copa e Olimpíadas do Rio, a fecha de 2014, había unos 250.000 desplazamientos forzosos, por lo general con el objetivo de «limpiar el terreno para los grandes proyectos inmobiliarios con fines especulativos y comerciales» (Articulação Nacional dos Comitês Populares da Copa e Olimpíadas, 2014: 21). Para ello no se dudó en recurrir a la represión policial ante la resistencia de ciertas favelas a su desalojo, lo que acabaría convirtiéndose en el germen de las protestas que explotarían definitivamente con la celebración de la Copa Confederaciones en 2013. El investigador Victor Matheson (citado en Waldron, 2014) recalca en este sentido que, a pesar de haberse vendido el mundial y los juegos como proyectos de desarrollo, finalmente se convierten en una construcción prácticamente exclusiva de instalaciones deportivas, priorizándose las inversiones que no tienen beneficio a largo plazo y desconectándose por lo tanto del conjunto del proyecto inicial que contenía una visión nacional. Aunque este desarrollo no democrático del espacio urbano –aprovechando los megaeventos deportivos– no es nuevo ni exclusivo de estos estados semiperiféricos (Rolnik, 2009: 6-7), es de especial importancia para ellos, dadas las necesidades sociales de la población en materia de vivienda y los discursos de regeneración urbana, desarrollo y mitigación de pobreza propagados desde los comités organizadores, desde el COI o la FIFA y desde las autoridades públicas. Estos discursos sirvieron en su momento para justificar primero las candidaturas, luego la concesión por parte de los organismos deportivos de la organización a estos países y, finalmente, las enormes inversiones realizadas.
Tampoco se puede pasar por alto lo que Isaac Marrero-Guillamón (2011) denomina «estado de excepción olímpico», que significaría que, en base a la excepcionalidad que conlleva la organización de megaeventos deportivos, se cometerían una serie de atropellos jurídico-políticos en el país organizador15. Al respecto, uno de los hechos más simbólicos, pero que mejor definen el grado de obligatoriedad normativo adquirido para con la celebración de los megaeventos deportivos, fue la conocida popularmente como «Ley Budweiser»16. En Brasil la venta de alcohol en los recintos deportivos estaba prohibida desde 2003, pero tras una contundente declaración por parte del secretario general de la FIFA en la que afirmaba que «las bebidas alcohólicas son parte de la Copa del Mundo de la FIFA, así que las tendremos», en marzo de 2012 al Congreso de Brasil no le quedó otra opción que aprobar una nueva ley por la que se permitió volver a vender cerveza en los estadios. La presidenta Dilma Rousseff ratificó esa legislación tres meses después contra la voluntad de su propio ministro de sanidad y, adicionalmente, se retrasó la subida de impuestos a las bebidas alcohólicas hasta después del mundial (Saiz, 2014; Simoes y Malinowski, 2014). Además, según lo expuesto por Marrero-Guillamón (2011: 186), se puede considerar que en pro de la celebración de los megaeventos se realiza una criminalización de toda forma de expresión no conforme con lo establecido en los acuerdos suscritos entre las autoridades deportivas internacionales, las nacionales y los poderes públicos, tanto en el interior de las zonas explícitamente delimitadas de los megaeventos como en sus alrededores. Esto implica, según este autor, renunciar a derechos básicos «o más exactamente, aceptar que estos han quedado suspendidos», en base también a una justificación de seguridad por la que se permite la militarización del espacio en forma de controles como los de los aeropuertos, el despliegue de varios miles de agentes de seguridad, restricciones de acceso y tráfico, red de cámaras de vigilancia, etc. En China, por ejemplo, tal y como expone Naomí Klein (2008), se aprovecharon los juegos de Beijing para la implementación de más de 300.000 cámaras de seguridad en la capital china; diversos grupos de derechos humanos denunciaron cómo, en nombre de la seguridad olímpica, el Gobierno chino invirtió enormes cantidades de dinero en escáneres de iris, robotsantidisturbios y software de reconocimiento facial que se distribuyeron por todo el país después de la celebración de los juegos.
Todo ello contribuye a una visualización de carácter global de la ruptura entre la ciudadanía y las élites políticas, deportivas y económicas nacionales –y también internacionales– en una pugna por la descripción de la realidad del país anfitrión. Mientras la sociedad civil denuncia la situación de pobreza y desigualdad que hay que superar, y sobre la que no se está actuando, las élites políticas, deportivas y económicas de los BRICS reivindican a sus países como estados centrales del capitalismo que han dejado atrás el subdesarrollo y que ofrecen grandes oportunidades de inversión.13 Esto supone un riesgo potencial para la estabilidad política nacional, como nos ha mostrado el caso de Brasil con las grandes manifestaciones antigubernamentales y contra la FIFA acaecidas en 2013 y 2014 con motivo de la Copa Confederaciones y del mundial, y que fueron un importante factor en la generación de incertidumbre sobre la reelección de Dilma Rousseff como presidenta. Al coincidir en tan breve espacio de tiempo la organización de un mundial de fútbol y unos JJOO –con unas elecciones presidenciales de por medio y en un contexto de recesión económica–, se dieron unas condiciones sociopolíticas por las que se favoreció una reacción popular masiva que cuestionó y denunció todo lo expuesto a lo largo del artículo: el nivel de gasto acarreado y los sobrecostes, las promesas incumplidas en torno a la construcción de infraestructuras previstas y el modelo de desarrollo económico gubernamental donde los megaeventos tienen un rol destacado. Por lo tanto, para Brasil, el mundial de fútbol y los juegos–que habían sido concebidos como un elemento para reforzar su imagen de potencia regional-global en ascenso–, han acabado generando precisamente lo contrario: se han mostrado al mundo importantes fracturas políticas y económicas que cuestionan tanto la legitimidad gubernamental como el propio desarrollo económico nacional.
Pero la legitimidad gubernamental no solo podría quedar cuestionada por la gestión organizativa de los megaeventos o el impacto económico derivado de los mismos, sino que estos también pueden suponer un altavoz para la presión sobre ciertos aspectos políticos desde el exterior.14 Por ejemplo, en Beijing 2008 el mundo del espectáculo norteamericano inició una campaña de denuncia por el apoyo de China al régimen de Jartum, con la renuncia de Steven Spielberg a su rol de consultor artístico de la ceremonia inaugural y el lanzamiento de la idea del boicot a los juegos. Rápidamente, esta idea del boicot se propagó y se organizó una campaña internacional en la que participaron ex medallistas olímpicos, premios Nobel y también políticos estadounidenses; la cuestión del boicot se metió incluso en el debate electoral para la Presidencia de Francia. A su vez, el Gobierno en el exilio del Tíbet aprovechó la situación para visibilizar sus demandas, hubo disturbios en Lhasa, capital del Tíbet, y manifestaciones y protestas anti China frente a sus embajadas en una gran parte del mundo occidental (Hong y Zhouxiang, 2012b). Por su parte, en la edición de Sochi 2014, la «Ley contra la propaganda de las relaciones sexuales no tradicionales», firmada por Putin en junio de 2013 y que supuso –y supone– un grave ataque a los derechos de las personas y asociaciones LGTB, conllevó un cuestionamiento y una crítica ya no solo al Gobierno ruso, sino también al propio COI por su inacción (Lucarini y Pulleiro, 2013). A pesar de la reseñable movilización externa favorable al boicot a los juegos de Sochi, incluida la ausencia de mandatarios internacionales en la ceremonia de inauguración, la estrategia desde las propias organizaciones LGTB rusas fue la de no boicotear las olimpiadas pero sí denunciar la homofobia (Cox, 2014: 52-57; Lucarini y Pulleiro, 2013).
Conclusiones
Se suele plantear que los megaeventos son una tremenda oportunidad para los estados organizadores, dado que pueden contribuir a desarrollar, y mostrar al mundo entero, sus fortalezas y avances en términos de desarrollo social, económico y político. No obstante, a tenor de lo observado aquí, existen importantes limitaciones para los BRICS en el cumplimiento de tales propósitos. Así, fortalezas que se presuponen durante la fase de candidatura y por las cuales se les concede la organización del mundial de fútbol o los JJOO a estos países –especialmente en lo concerniente al desarrollo económico alcanzado en las últimas décadas y capaz de soportar las grandes inversiones en infraestructuras con una utilidad para el desarrollo económico nacional– se acaban tornando en debilidades durante la preparación y/o la celebración del megaevento deportivo, dado que el Gobierno en cuestión se muestra incapaz de llevar a cabo una gestión eficiente del proyecto. Dicho proyecto acaba implicando sobrecostes, infrautilización de infraestructuras u obras inacabadas, que son sufragadas en última instancia a costa de la reducción de otros servicios públicos, a través de impuestos o del endeudamiento público, en un contexto de considerables niveles de pobreza y desigualdad. Esto daña la imagen externa de los estados y cuestiona su estatus político y económico, por lo que las expectativas de proyección política internacional y el beneficio económico que se venden a priori con el mundial de fútbol o los JJOO no se ven cumplidos. Además, atendiendo a las especificidades político-económicas de cada país, los megaeventos pueden convertirse incluso en una amenaza importante para la estabilidad político-económica, como está mostrando el caso brasileño.
Consecuentemente, no se puede afirmar que los megaeventos deportivos supongan beneficios per se en términos político-económicos, al menos en estados semiperiféricos. Esta lección se ha dejado notar especialmente en la India que, a diferencia de los otros BRICS, paralizó toda iniciativa organizadora en cuanto a los megaeventos deportivos se refiere desde los Juegos de la Commonwealth en 2010. Su momento no llegará al menos hasta finales de la próxima década, ya que buscan tener unas mejores condiciones de base en relación con la pobreza, la desigualdad o a las infraestructuras existentes (Games Bids, 2009). El primer ministro indio, Narendra Modri, ya es conocedor de las condiciones y limitaciones de su país, así como de las implicaciones políticas y económicas que conlleva una celebración deportiva de tamaño considerable en la semiperiferia –tanto por la propia experiencia de la India como del resto de BRICS–, por lo que su Gobierno no va a tomar riesgos que puedan cuestionar la estabilidad política ni la imagen internacional de la India como ya sucediera en 2010. Así, solo se buscará la organización olímpica tras estar «plenamente preparados y después de contar con una gran experiencia previa» (PTI, 2015a), para lo cual se ha demandado ayuda al COI para desarrollar deportivamente a la India en materia de infraestructuras, tecnología o equipamiento (PTI, 2015b).
Finalmente, en el ámbito deportivo, la explosión brasileña supone también un punto y aparte para los megaeventos y sus organismos deportivos rectores, al ser la primera vez en la historia que la máxima competición de la FIFA se convierte en «el blanco de la protesta en vez de su vehículo» (Dorsey, 2014). Así, el máximo organismo del fútbol salió con su prestigio e imagen muy dañados, apuntalándose la ya de por sí sombría percepción general acerca de su opacidad financiera y organizativa. Esto ha supuesto la pérdida de grandes contratos de patrocinio, incluso antes de la intervención judicial estadounidense de este verano contra la Ejecutiva de la FIFA por corrupción y blanqueo de dinero (Metzger, 2015). El COI, por su parte, ha tomado nota y ha reaccionado a través de la denominada Agenda Olímpica 2020 (International Olympic Committee, 2014), a fin de minimizar los riesgos políticos y de costes y conseguir atraer a más ciudades y países como organizadores de los juegos. El presidente del COI, Thomas Bach, declaraba al respecto en 2014 que, «si no abordamos estos retos aquí y ahora, vamos a ser golpeados por ellos muy pronto» (AP, 2014). Sin duda, en ello reside el futuro del olimpismo.
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Notas:
1- La FIFA es menos explícita y ambiciosa que el COI en cuestiones político-deportivas; además, abarca mucho menos, dado que se ocupa de la gestión de un único deporte.
2- Según Rocha y Morales, destacan sus capacidades materiales como el PIB, volumen de comercio exterior, la extensión territorial o el tamaño de su población, como elementos propios del capitalismo central y desarrollado; pero estos países padecen todavía elementos periféricos como una baja calidad institucional o niveles más limitados de PIB per cápita y de Índice de Desarrollo Humano (IDH).
3- Según Cha, los juegos de Seúl de 1988 fueron un gran ejemplo de la Trampa-22. El Gobierno de Chun Doo-hwan, llegado al poder en 1980 tras un golpe de Estado, planteaba a nivel nacional la celebración de los JJOO como una forma de distracción de la delicada situación política del país. Sin embargo, la presión mediática y política internacional, generada en gran parte por la incertidumbre en torno a la celebración de los juegos en un clima de represión política y violencia en las calles, contribuiría a un cambio de Gobierno en febrero de 1988, ocho meses antes del comienzo de los JJOO. El nuevo presidente, Roh Tae-woo, comprendió, según este autor, que «la negativa a acceder a algún cambio político habría dado lugar a las críticas en todo el mundo y habría destruido la perspectiva de unas exitosas Olimpiadas» (ibídem: 1601).
4- En los JJOO son las ciudades las que acogen el evento, lo cual es una forma de protegerse de la vinculación política estatal; mientras que, en el caso de los mundiales de fútbol, es en los estados donde se desarrolla la competición, por la cantidad de estadios de fútbol que se necesitan para albergarlos.
5- Esta política fue adoptada en 2000 para permitir que un país africano organizara un mundial de fútbol por primera vez en la historia. Posteriormente, la FIFA abandonaría esta política de rotación en 2007.
6- En la práctica esto se puede observar en las propias instituciones olímpicas con una histórica preeminencia occidental en el COI y los temores –ya en los años sesenta– a una pérdida de control con la progresiva entrada de comités olímpicos nacionales afroasiáticos (Meynaud, 1972: 128-130; Beacom, 2012: 42-44). Esta preeminencia genera unos patrones y códigos de conducta oficiales que quedan reflejados, por ejemplo, en la actitud hostil hacia el modelo político-deportivo comunista durante la Guerra Fría; en cuestiones culturales como la reacción al uso del hiyab por parte de mujeres musulmanas; o, en la parte deportiva, en la elección de los propias modalidades deportivas que conforman el programa olímpico.
7- Los motivos fueron varios: Ciudad del Cabo tal vez no era la ciudad más idónea del país, no se puso mucho énfasis en convencer al resto de miembros africanos del COI, el apartheid quedaba todavía muy reciente, había deficiencias en temas de seguridad, desacuerdos internos en la candidatura o falta de transparencia (Swart y Bob, 2004: 1318; De Lange, 1998: 171-172).
8- Según Swart y Bob (2004: 1319), quienes siguen los argumentos de Hiller (1998), esto fue parte del fracaso de su candidatura para los juegos de 2004, porque «los Juegos Olímpicos no son sobre el desarrollo, sino que se trata de deporte y comercio».
9- Si bien los megaeventos también tienen una implicación de carácter nacional en los países desarrollados –la propia financiación, que requiere de una participación activa y primordial del Estado, así lo garantiza–, su concepción y desarrollo estará más atado a las ciudades donde se desarrollan, dotando a las élites políticas y económicas locales de un mayor protagonismo (Tomlinson, 2010) y a su vez de mayor responsabilidad ante las posibles debilidades y fallos surgidos.
10- Los comités organizadores omiten en ocasiones ciertas construcciones que corren a cargo de los ayuntamientos o gobiernos nacionales y que aumentarían enormemente las cifras de gasto, mientras que los presupuestos iniciales de las candidaturas suelen ser conservadores con el gasto con el objetivo de recabar apoyo público (Zimbalist, 2010).
11- Solo en instalaciones deportivas el gasto alcanzó los 16.000 millones de dólares (Müller, 2015).
12- También existen unas normativas para las instalaciones deportivas, especialmente por parte de la FIFA, que obligan a que estas formen parte de la excelencia y vanguardia tecnológica-deportiva, lo que contribuye al desajuste presupuestario.
13- Muchas de las instalaciones que acogieron los Juegos Panamericanos celebrados en Río de Janeiro en 2007 son inservibles para los JJOO de 2016 en esa misma ciudad, o bien necesitan severas inversiones para adecuarlas a las normativas exigidas por el COI (Gaffney, 2010: 15-28).
14- Pero al menos en este caso cuenta con una programación estable tanto de eventos deportivos como de índole turística o musical (Gibson, 2015).
15- Si bien su estudio se ha centrado en los JJOO de Londres, el análisis de este diseño político, económico y jurídico de excepción se puede extender tanto a las competiciones de la FIFA como a otros países y ciudades organizadoras recientes.
16- Budweiser es una empresa patrocinadora de la FIFA y, por lo tanto, es la única cerveza que se puede vender en los estadios.
Palabras clave: megaeventos, BRICS, semiperiferia, metodología DAFO, Trampa-22
DOI: https://doi.org/10.24241/rcai.2016.112.1.199