La democracia en Europa: protegerse o reinventarse
El modelo democrático de la Unión Europea (UE) está sufriendo una erosión interna y ataques externos. Problemas como la desinformación o la falta de soberanía tecnológica se combinan con el auge de la polarización y las tendencias autoritarias.
En un contexto de retroceso de la democracia a escala mundial, sumado a la entente antieuropea de viejas potencias autoritarias y nuevos gobiernos iliberales, la UE se encuentra debilitada y sus ciudadanos desencantados.
Ante este escenario, más allá de limitarse a adoptar una posición defensiva, la UE debe reinventarse e inyectar dinamismo y reformas en su modelo, con el fin de recuperar su atractivo tanto ante sus ciudadanos como frente al resto del mundo.
La democracia liberal está en crisis. La tendencia democratizadora que experimentó el mundo tras el fin de la Guerra Fría, acompañada por el «momento unipolar», llegó a su pico en 2006. Desde entonces, ha estado en receso, intensificándose este proceso con la pandemia de la COVID-19. Cada vez son más los países que tienden hacia un modelo de democracias no plenas o regímenes autoritarios o semiautoritarios. Actualmente, la democracia atraviesa una recesión global, y solo un pequeño porcentaje de población en el mundo vive en países que pueden considerarse «democracias plenas». En 2024, por primera vez en dos décadas, hubo menos democracias que autocracias a escala global, según el Informe sobre la Democracia 2025 (V-Dem Institute).
De acuerdo con la mayoría de los indicadores, Europa sigue siendo una de las regiones más democráticas del planeta. El último informe anual de Freedom House la describe como «la región más libre del mundo» y el Índice de Democracia 2024 de The Economist Intelligence Unit (EIU) llega a una conclusión similar, situándola por encima de América del Norte por segundo año consecutivo. De hecho, el proyecto político de la UE prosperó en el momento unipolar: algunos incluso auguraron que el siglo XXI sería el siglo europeo, como el siglo XX había sido el de los estadounidenses. La UE, con su modelo posnacional de gobernanza multinivel y su mercado único, mandaba la señal de que su sistema funcionaba y era exportable: la prosperidad económica traía democracia y, en un mundo más democrático e interdependiente económicamente, los conflictos armados se hacían menos probables. Sin embargo, en la actualidad, ni siquiera Europa es inmune a esta tendencia global, y sus democracias se enfrentan a desafíos significativos tanto por influencias externas como por factores internos. El informe 2025 del V-Dem Institute estima que el declive gradual en Europa occidental ha devuelto a la región a niveles similares a los registrados a principios de la década de 1980.
Los distintos acontecimientos y sucesivas crisis han puesto en jaque la visión de la UE como un bastión de la democracia y la prosperidad material. El ascenso económico de China ha desafiado la teoría de la modernización que establecía una correlación entre crecimiento económico y democratización. También se ha puesto en duda la teoría de que la prosperidad y la existencia de una clase media hace más improbable un retroceso democrático. La degradación democrática experimentada en Polonia o Hungría, por ejemplo, a pesar del crecimiento económico registrado desde que se unieron a la UE, da buena cuenta de ello. Además, la «permacrisis» que rodea a la UE ha puesto en cuestión también la capacidad de las democracias liberales para mantener su narrativa normativa, es decir, la capacidad de responder a las distintas crisis mediante sus instituciones y la regulación.
La transición digital ha tenido una importante influencia en este proceso de retroceso democrático. En sus inicios, Internet prometía ser una herramienta de democratización (por su capacidad de albergar discusiones online, tomar decisiones, democratizar la participación ciudadana, etc.) y de liberación (al favorecer la comunicación y organización de movimientos opositores y disidentes dentro de regímenes autocráticos). Sin embargo, las tecnologías emergentes han evidenciado que siempre van acompañadas de una doble cara. Internet o las redes sociales no solo son tecnologías de liberación, sino también herramientas de control y de poder geopolítico. El control digital del ciudadano se produce tanto desde el Estado como desde el sector privado, muchas veces en colaboración entre ambos, como han demostrado los casos del espionaje masivo de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) estadounidense o el despliegue de vigilancia digital masivo del Gobierno chino. Los gobiernos monitorizan a los ciudadanos a través de la red, a la vez que las grandes tecnológicas monetizan los datos y la atención de los usuarios, integrando en su modelo de negocio el contenido extremo y la desinformación. Estas dinámicas online tienen consecuencias tangibles en el mundo analógico, al impactar en la polarización de los usuarios y en la salud de la democracia.
En el pasado y en el presente, a la UE le ha faltado interrogarse sobre las limitaciones de su propio sistema democrático. Cuando la Unión intentó exportar su modelo más allá de sus fronteras, nunca se planteó por qué la democracia liberal a la europea fructificaba en contados países más allá del continente. Ahora que se encuentra a la defensiva, la falta de introspección sobre su propio modelo hace que todos los esfuerzos se concentren mayoritariamente en la protección del sistema y no en pensar cómo reformarlo para hacerlo más atractivo, ya sea en su interior o para el resto del mundo. Además, el contexto ha cambiado: para proteger la democracia en la UE, es necesario responder tanto a los fenómenos que ocurren online como offline. Y no solo eso. También es necesario pensar cómo reinventarla.
La democracia es un modelo que ha demostrado que se puede promover el crecimiento económico y el bienestar social, sin que por ello haya que renunciar a los derechos individuales y colectivos. A lo largo de su historia, la democracia ha sido un fenómeno dinámico, capaz de incorporar reformas y transformaciones para responder de manera libre y justa a los desafíos del momento.
Amenazas online: el ecosistema digital como campo de batalla democrático
El mundo virtual tiene un impacto directo en la realidad analógica de la democracia. La Unión Europea ha detectado que la transición digital comporta riesgos para la democracia y que para poder defenderla existe una necesidad de soberanía tecnológica, que provea a la Unión de las capacidades materiales y del poder económico y geopolítico necesario para defender su modelo y sus valores digitales. Actualmente, la UE tiene una fuerte dependencia de grandes empresas tecnológicas, la mayoría de ellas de origen estadounidense (Amazon, Alphabet, Meta, Microsoft, X u OpenAI), aunque también de origen chino (ByteDance, Alibaba y Deepseek).
Estas grandes corporaciones suministran la mayoría de la infraestructura digital que sostiene nuestras actividades digitales, ya sea a través de plataformas de servicios virtuales o de centros de datos que ofrecen servicios en la nube. Gran cantidad de los datos de los ciudadanos europeos, aunque frecuentemente almacenados en territorio europeo, están en última instancia bajo control de entidades no europeas sujetas a jurisdicciones externas. En este sentido, la soberanía tecnológica europea está lejos de ser una realidad. Además, gracias a esta infraestructura, las grandes tecnológicas han creado un mercado de intercambio y generación de contenidos virtuales basados en la «economía de la atención», edificada con algoritmos que priorizan mostrar aquel contenido que mantiene más tiempo conectado al usuario. De esta manera, las empresas aumentan su beneficio económico mediante extracción de datos o exposición a publicidad. Sin embargo, maximizar el tiempo de uso del usuario suele entrar en conflicto con consideraciones de carácter político, social y ético. Por ejemplo, los algoritmos de recomendación tienden a favorecer el contenido extremo, ya que es capaz de generar mayores descargas de dopamina y provocar adicción. Una problemática de este modelo de negocio es que favorece que la desinformación gane peso en las redes sociales, lo que puede comportar la radicalización de distintos grupos sociales. Además, aprovechando este modelo de negocio de las redes sociales, terceros actores pueden tratar de interferir en procesos electorales, favoreciendo a ciertos candidatos, desprestigiando a otros o creando dudas sobre la legitimidad del proceso electoral (tal como ha ocurrido en los recientes casos de Rumanía, Alemania o Moldavia).
A fin de responder a estas externalidades negativas de las redes sociales, la UE ha desarrollado un entramado legislativo compuesto por una serie de regulaciones, como el Reglamento General de Protección de Datos (RGPD), la Ley de Servicios Digitales (DSA, por sus siglas en inglés), la Ley de Mercados Digitales (DMA, por sus siglas en inglés) y la AI Act, o Ley de IA, con el objetivo de promover la soberanía y los valores digitales europeos. Detrás de esta lógica se encuentra la voluntad de extender el «efecto Bruselas» al espacio digital: la idea de que las regulaciones de la UE pueden establecer normas globales que protejan los derechos digitales de los ciudadanos, exijan responsabilidades a las plataformas tecnológicas y promuevan los estándares europeos a nivel global. Sin embargo, esta voluntad ha chocado en múltiples ocasiones con los intereses empresariales de las grandes tecnológicas estadounidenses, que actualmente tienen en Donald Trump un aliado en su embate desregulatorio. Al mismo tiempo, en la UE existe un debate interno sobre el impacto de la regulación en la competitividad, con una Comisión Europea que ha moderado sus ambiciones frente a los intereses de las tecnológicas, apostando por reducir los niveles de regulación.
En este contexto, problemas estructurales como la falta de transparencia de los gigantes tecnológicos, la resistencia a la rendición de cuentas o el desmantelamiento de mecanismos de moderación de contenidos parecen estar cristalizándose o agravándose. A todas estas problemáticas se suma la eclosión de la inteligencia artificial (IA) en los últimos años. La generación barata de contenidos mediante los LLM (Large Language Models) se combina con la desinformación y promoción de contenidos radicales que ya existían en las últimas décadas. Mediante imágenes, vídeos o audios falsos –los llamados deepfakes–, los actores desinformadores tienen nuevas y efectivas herramientas para potenciar sus actividades, favoreciendo la capacidad de interferencia electoral y la creación de mensajes personalizados (microtargeting) para influir en la toma de decisiones democráticas. Gracias al impacto emocional de la imagen y el sonido, los deepfakes son más persuasivos y difíciles de desmentir que la desinformación basada solamente en texto. Además, la IA permite generar mensajes para crear interacciones irreales entre votantes y bots (programas automatizados interactivos), con un potencial electoral disruptivo. A ello se suman las nuevas estrategias de los actores desinformadores para envenenar los resultados de búsquedas mediante chatbots de IA. Por ejemplo, Rusia ha generado una gran cantidad de sitios web repletos de hechos falsos con el objetivo de que aparezcan en las respuestas de chatbots de IA, o para que dichos sitios web sean usados de manera inadvertida en el entrenamiento de nuevos modelos de IA.
Ante estas amenazas tecnológicas y desinformativas, ¿cómo puede responder la UE de manera efectiva sin caer en la censura? Una opción puede ser, por un lado, la regulación no tanto del contenido de internet, sino de la infraestructura que lo hace posible. Así, la regulación puesta en marcha por la DSA busca aumentar la transparencia de los algoritmos y datos, con el objetivo de que las plataformas asuman su responsabilidad en el ecosistema informativo digital. Además, la alfabetización digital tiene un papel esencial como herramienta para el fortalecimiento de la democracia. Por ello, la Directiva de Servicios de Comunicación Audiovisual (DSCA) exige a los estados miembros de la UE que promuevan y adopten medidas para desarrollar las competencias en alfabetización digital.
Por el otro lado, la independencia y viabilidad económica de los medios de comunicación es vital para tener periodismo de calidad que ofrezca contenido contrastado. La UE busca proteger a sus periodistas para combatir las injerencias políticas en las decisiones editoriales de los proveedores de medios de comunicación, tanto públicos como privados, además de proteger a los profesionales y a sus fuentes para garantizar la libertad y el pluralismo de los medios que representan. La EuropeanMedia Freedom Act (EMFA) responde a esta necesidad, a la que puede sumarse el Media Resilience Programme, dentro de la última herramienta de la Comisión Europea para proteger la democracia (el EU Democracy Shield). Sin embargo, estas medidas regulatorias pueden ser insuficientes ante el impacto que la IA puede tener en el modelo de negocio de los medios de comunicación. En un momento en que cada vez aumentan más los usuarios que buscan información a través de aplicaciones de IA –en vez de mediante buscadores web o medios informativos tradicionales– las fuentes de ingresos disminuyen en el sector periodístico, a la vez que aumentan los cantos de sirena para sustituir el contenido producido por humanos por otro generado por IA.
Amenazas offline: polarización, extrema derecha, desconfianza y fatiga democrática
Lo digital y lo analógico actúan como cajas de resonancia. Si lo que sucede online alimenta lo que sucede en la realidad física, lo analógico tiene también su impacto en la esfera digital, retroalimentándose ambos procesos. En este sentido, existen retos que pueden considerarse existenciales para la buena salud de las democracias liberales: el aumento de la polarización, acompañado del crecimiento, consolidación y normalización de la extrema derecha; la desconfianza hacia el entramado institucional que sostiene el sistema democrático; y una fatiga democrática que facilita la transición hacia el autoritarismo.
La polarización está aumentando en las sociedades democráticas occidentales, tanto en su dimensión temática –es cada vez más complicado encontrar consensos– como afectiva –lo político se divide en trincheras identitarias. Emanuele y Marino (2024) afirman que la polarización ha aumentado en Europa occidental y Estados Unidos de manera significativa a partir de los años 2000, especialmente tras la crisis financiera de 2008, y con un votante medio desplazándose progresivamente hacia la derecha, en contextos donde el sistema de partidos se ha fragmentado y el voto es más volátil. Estos autores también concluyen que el aumento de esta polarización en la Europa occidental no se debe a la radicalización de los partidos tradicionales, sino al cambio de equilibrio de poder entre partidos tradicionales y nuevos partidos con posiciones más radicales.
Existen dos derivadas de estas conclusiones. Por un lado, la fragmentación del sistema de partidos tiene un impacto en el buen funcionamiento de la democracia: a más polarización, menos rendición de cuentas democrática y más difícil es encontrar soluciones compartidas que sean consideradas legítimas por parte de toda la sociedad –con lo que la democracia se debilita a ojos de sus ciudadanos. Por otro lado, si bien la polarización no ha sido causada por la radicalización de los partidos tradicionales, estos sí han jugado un papel legitimador de las posiciones de la extrema derecha. El ascenso de este radicalismo se ha visto impulsado por un proceso de normalización e integración de sus discursos, ideas y postulados en el espacio político central de la mayoría de los estados miembros. Es un proceso de mainstreaming que opera en dos direcciones: por un lado, los partidos de extrema derecha intentan moderar su imagen para ganar credibilidad y acceder al poder; y, por el otro, los partidos tradicionales adoptan y legitiman muchas de las tesis de los extremismos, especialmente en torno a la inmigración y a la identidad nacional. De este modo, los partidos de extrema derecha han ganado apoyo electoral hasta estar presentes en al menos un tercio de los estados miembros de la UE mediante coaliciones o apoyo parlamentario, entre ellos, en Bélgica, Croacia, Eslovaquia, Italia, Finlandia, Hungría, República Checa o Suecia. Estas fuerzas han capitalizado el malestar derivado de las incertidumbres políticas, sociales y económicas actuales, con un foco especial en la cuestión migratoria. La extrema derecha, en este sentido, puede considerarse una amenaza para la democracia, en tanto que sus votantes están más inclinados hacia el autoritarismo.
Este resurgimiento de las preferencias por el autoritarismo se ve reflejado en varios estudios. Por ejemplo, en 2024, una encuesta del Pew Research Centre afirmaba que el 31% de los encuestados de más de una veintena de países apoyaban sistemas autoritarios. Los que se decantaban por soluciones autoritarias eran más cercanos a la derecha ideológica, provenían de países de renta media (sin que esto sugiera que no exista el apoyo a opciones autoritarias en países de renta alta) y disponían de bajos ingresos. Otra encuesta del mismo centro en el mismo año reflejaba también que un 59% de los ciudadanos consultados no estaba satisfecho con el funcionamiento de su democracia; un 74% creía que a los representantes electos no les importaba lo que pensara la gente corriente; un 42% afirmaba que ningún partido político de su país representaba sus opiniones, y crecía en un 8% respecto al año anterior la población favorable a apoyar a un gobierno con un líder fuerte.
Paralelamente, no parece existir la confianza de que un cambio sea posible. En una encuesta reciente también del Pew Research, un 69% de los ciudadanos de entre los 25 países encuestados creen que su sistema político necesita un cambio sustancial. Cuando se filtra por edad, la demanda de cambio se acentúa en la franja de 18 a 34 años. En diversos países encuestados no hay confianza en que el sistema sea capaz de canalizar el cambio necesario. Esto es especialmente relevante si se tiene en cuenta que hay una correlación entre la población de los países que se declara «no satisfecha» con su democracia y la que no percibe la economía positivamente. La incredulidad de la ciudadanía respecto a la capacidad de la democracia para reformarse, con cambios económicos o de otra índole, se ve reflejada en el hecho de que la insatisfacción con la democracia se ha incrementado 15 puntos desde 2017, según la misma encuesta; y es una tendencia que puede ir a más.
Pero no solo hay descontento con la democracia en general, sino que existe un profundo malestar con las instituciones propias de este sistema. Un estudio publicado en 2025 en el British Journal of Political Science advierte que la confianza en las instituciones representativas como los parlamentos, gobiernos y partidos políticos ha ido decreciendo paulatinamente en países democráticos desde 1958 hasta 2019.
Estas encuestas reflejan un profundo malestar con el funcionamiento de la democracia. Por un lado, la pérdida de confianza en instituciones como partidos, gobiernos o parlamentos, indican que la democracia representativa está forzando las costuras de su revestimiento institucional. Por otro lado, esta insatisfacción señala también la pérdida paulatina de la autoridad moral que, en algún momento, ostentó la democracia liberal como la mejor herramienta para resolver los problemas de la humanidad, ya que, progresivamente, la población que vive en regímenes democráticos parece creer cada vez menos en su capacidad para resolver las preocupaciones que la apremian.
Con todo, encuestas como las del Pew Research Center e IPSOS revelan que aún hay una mayoría que sigue prefiriendo la democracia como mejor alternativa, por lo que defenderla sigue siendo tanto una necesidad como una opción políticamente rentable.
¿Qué hacer? Respuestas frente a la erosión democrática
Ante los dilemas anteriormente presentados, hacen falta respuestas que refuercen la democracia europea ante los múltiples desafíos que la ponen en cuestión, tanto en el ámbito digital como en el analógico.
En el ámbito digital, el refuerzo de los derechos digitales debe actuar en combinación con la protección de los espacios democráticos. Un desafío fundamental es cómo fortalecer la competitividad y capacidad tecnológica europea, esencial para establecer una mayor soberanía en esta materia, a la vez que se mantienen y refuerzan los derechos digitales de los ciudadanos, en un contexto de presión tanto de las grandes empresas tecnológicas como de Estados Unidos para reducir el poder regulatorio europeo. La UE debe evitar que los derechos digitales ganados desaparezcan en favor de una tecnocracia tecnológica, pero, a la vez, también debe evitar la complacencia de creer que sus derechos digitales podrán ser defendidos sin una capacidad tecnológica material real. Es necesario buscar un punto de equilibrio que mantenga el poder del «efecto Bruselas», a la vez que se crean las infraestructuras y servicios digitales imprescindibles para que este sea viable. La estrategia puramente regulatoria no es suficiente para los tiempos actuales.
En este contexto, la UE también debe defender sus espacios democráticos frente a interferencias extranjeras que provienen cada vez más de múltiples frentes. A las campañas de desinformación e interferencia de rivales como Rusia o Irán y, en menor medida, China, India o Israel, ahora también se suman las ejecutadas por Estados Unidos. La actual Administración Trump, en colaboración con magnates digitales como Elon Musk, está llevando a cabo una estrategia de promoción de partidos de extrema derecha europeos y ejerciendo una fuerte presión para erosionar leyes en defensa de los derechos digitales como la DSA. Últimamente, en contextos electorales europeos se han dado situaciones donde la maquinaria de desinformación rusa y los mecanismos de interferencia estadounidenses han apoyado a los mismos candidatos, como en el caso de Rumanía o Alemania. Responder a esta injerencia proveniente de diversos frentes es fundamental, pero no es tan fácil, especialmente en el caso de Estados Unidos, ya que diversos actores de Europa Central y del Este priorizan el apoyo militar estadounidense por encima de estos problemas de interferencia. Además, varias economías de Europa occidental consideran que adoptar una posición robusta ante Washington puede empeorar sus previsiones económicas y su estabilidad política.
En el ámbito analógico, es necesario reforzar las estructuras institucionales que sustentan la democracia, mejorar la confianza ciudadana regenerando la conexión entre representantes y representados, y mejorar la eficacia del sistema democrático. Así, ante la eventualidad de que más fuerzas de extrema derecha accedan paulatinamente al poder en distintas democracias liberales, es imprescindible reforzar las estructuras que sustentan la democracia, desde el estado de derecho hasta la independencia de las instituciones. Las democracias no desaparecen repentinamente, sino que van erosionándose poco a poco hasta que colapsan. Por ello, algunos autores han sugerido modernizar los procedimientos legislativos para prevenir abusos y obstrucciones gubernamentales; salvaguardar la independencia judicial; y fortalecer la supervisión electoral y la rendición de cuentas a fin de prevenir fraudes electorales y dudas sobre los procesos de votación. Además, existe la necesidad de despolarizar las sociedades democráticas y volver al marco mental donde el otro no es el enemigo al que hay que eliminar, sino el rival con el que se compite electoralmente. Bajo esta lógica, las diferencias se resuelven en tanto que los rivales comparten un marco común y el objetivo de servir al bien común. Al respecto, solamente están en desacuerdo en el cómo, en el camino para llegar a este objetivo compartido.
Para mejorar la confianza ciudadana, la OCDE ha desarrollado los principios que definen los «gobiernos abiertos»: transparencia, integridad, rendición de cuentas y participación de las partes interesadas (stakeholders) en apoyo de la democracia, entre otros. Esto significa que los representantes democráticos deben regirse por la integridad a la hora de ejercer su cargo, mientras que la transparencia mejora la rendición de cuentas tanto por parte de la ciudadanía como de los medios de comunicación, ya que ambos pueden fiscalizar mejor las acciones y decisiones de los representantes públicos. En cuanto a la participación de las partes interesadas, es la incorporación de elementos de democracia deliberativa, es decir, que las decisiones sean producto de discusiones justas entre ciudadanos, lo que puede apuntalar la democracia, y ello puede tener un papel fundamental en la mejora de la calidad democrática y la consolidación del compromiso de gobernantes y ciudadanía respecto a la democracia. Otros mecanismos de participación ciudadana, como la selección aleatoria de ciudadanos para integrar procesos decisorios, también pueden contribuir a reforzar el vínculo entre representante y representados, al incluir a estos últimos en la toma de decisiones.
Finalmente, la democracia necesita reconectar con la ciudadanía y reconocer sus necesidades materiales e inmateriales. Por un lado, las necesidades materiales obedecen a cuestiones de seguridad económica (freedom from need). La democracia tiene que volver a asegurar la igualdad de oportunidades entre sus ciudadanos y corregir las desigualdades que tienen su origen tanto en la renta familiar, como en la capacidad de las grandes fortunas y multinacionales para evadir impuestos mediante los resquicios del sistema –con el beneplácito de algunos estados– y que le cuesta al mundo medio billón de dólares en impuestos. Por otro lado, las necesidades inmateriales nacen de la necesidad de reconocimiento. La democracia tiene que reconectar con aquellos ciudadanos que no se sienten parte del sistema y asegurar su inclusión, para fortalecer y garantizar así sociedades más cohesionadas
Protegerse o reinventarse
Proteger la democracia es imperioso en el corto plazo. Ahora bien, cabe preguntarse qué sistema se está protegiendo y si, haciéndolo, no se está simplemente protegiendo un statu quo que perpetúa algo que ya no funciona, La narrativa de la protección de la democracia manda la señal de que cualquier cambio es pernicioso, lo que, ante la presión a la que está sometida impide que evolucione y mejore.
La encuesta de Ipsos «The system is broken» revela una profunda desconfianza de la ciudadanía respecto al sistema y sus élites. Por ejemplo, en 29 de los 31 países estudiados, una mayoría de la población considera que la economía está manipulada para beneficiar a los ricos y poderosos; en 23, opina que la sociedad está rota; y un 64% de los ciudadanos encuestados cree que a los partidos políticos y a los políticos no les importa la gente corriente.
Ante esta tendencia, la defensa de la democracia no puede presentarse simplemente como la continuidad de lo establecido. Es necesario imaginar una transformación de la democracia basándose, por ejemplo, en el marco block, bridge & build. Bloquear (block) las interferencias y ataques para protegerse, pero tender puentes (bridge) con los que desconfían del sistema para no dejar a nadie atrás y darles reconocimiento a fin de dar respuesta a las necesidades inmateriales; y construir (build) una nueva promesa democrática inclusiva y creíble que sea capaz de corregir las fallas sistémicas.
Señalar a Rusia o China como fuentes principales de desinformación apenas tiene coste político. En cambio, entender que las interferencias del futuro pueden venir de Estados Unidos requiere cambiar de mentalidad. Apuntar a la extrema derecha y la polarización como los males de la democracia es confundir los síntomas con las causas de los desafíos democráticos. Comprender que las causas estructurales requieren cambios en el corazón del sistema democrático demanda no solamente reaccionar, sino también planificar a largo plazo y promover liderazgos democráticos valientes y comprometidos. La democracia europea no está condenada al declive, pero con protegerse no será suficiente; necesita reinventarse.
E-ISSN: 2013-4428
DOI: https://doi.org/10.24241/NotesInt.2025/329/es