Lecciones de una crisis global: coronavirus, orden internacional y el futuro de la UE

Nota Internacional CIDOB 231
Fecha de publicación: 04/2020
Autor:
Pol Morillas, director, CIDOB
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Puede ser que la crisis del coronavirus sea sólo un bache en el camino de las dinámicas internacionales durante las últimas décadas. Quizá, tras un periodo de hibernación de las principales economías internacionales, la vida vuelva a la normalidad, los planes de estímulo capeen el temporal y el mundo vuelva a ser plano e híper-conectado1. Sin embargo, el coronavirus puede ser también un punto de inflexión en la era de la globalización. 

En cualquiera de estos escenarios, la crisis del coronavirus nos forzará a considerar algunas lecciones acerca de nuestras democracias, los autoritarismos de otros y los valores de las sociedades; sobre el cambio de orden internacional, en particular desde un plano ideacional; sobre el auge del populismo y los discursos basados en el “mi país primero”; sobre las perspectivas para la cooperación internacional en un orden global re-ordenado; y el papel de la Unión Europea. 

1- Democracia, autoritarismo y valores 

Poco antes del confinamiento desde el que escribo, me llegó la noticia de que una de las personas con las que me había reunido había dado positivo en la prueba del coronavirus. La notificación no desvelaba el nombre del afectado, pero recomendaba extremar las precauciones ante un contacto físico más que probable. En aras del derecho a la privacidad individual, y primando este sobre el conocimiento colectivo del grupo de los allí presentes (¿nos habíamos, o no, dado un abrazo?), seguí las recomendaciones de las autoridades sanitarias de permanecer un mínimo de quince días confinado, algo que pronto sería de obligado cumplimiento con el decreto de medidas de confinamiento general. 

La manera como se comunicó el caso muestra el valor que damos en nuestras sociedades a los derechos de los individuos y a su privacidad, algo que contrasta con el tratamiento de la crisis del coronavirus en ciertos países asiáticos. Algunos lo achacan a una diferencia cultural de base. Las sociedades occidentales perciben la seguridad desde un punto de vista individual y como mecanismo de protección de los derechos de sus ciudadanos, mientras que las orientales la perciben como un bien social y, por lo tanto, subordinado a los intereses de la comunidad. Se recurre al confucianismo como la raíz civilizatoria detrás de un comportamiento social basado en los principios de la jerarquía, el respeto a la autoridad, la confianza en el Estado y la supeditación de los derechos individuales al beneficio de la comunidad. 

En la era digital, este trato de la privacidad tiene una traslación inmediata en el uso de los datos. En Corea del Sur, Singapur o China los datos proporcionados por teléfonos móviles y otros dispositivos se han usado para controlar a la población y evitar la expansión del coronavirus. La vigilancia digital como mecanismo de control, pero también como herramienta para un fin superior -la salud de la población-, ha sido para algunos objeto de admiración. Por el contrario, en la Unión Europea, el Reglamento General de Protección de Datos (GDPR) -paradigma de su poder regulatorio-, antepone la privacidad de las personas y sus datos al uso con finalidades comerciales, limitando el acceso de terceros, también de autoridades públicas. 

El uso de los datos y, en particular, el debate acerca de si los autoritarismos digitales o las democracias están mejor equipadas para hacer frente a crisis como la del coronavirus, están centrado buena parte de los análisis. Este debate es, en cierta medida, engañoso. El mismo uso de los datos y los límites a la privacidad han sido utilizados tanto por autoritarismos y semi-autoritarismos (China o Singapur) como por democracias (Taiwán o Corea del Sur) y, en democracias, la gestión de la epidemia ha resultado tanto en buenas prácticas (Corea del Sur) como en situaciones límite (Italia o España). 

El elemento clave parece ser la eficacia de las medidas, más que el tipo de régimen político que las aplica. Como argumenta Francis Fukuyama, la crisis del coronavirus puede hacer que los gobiernos que perduren sean aquellos que se perciben como eficaces en la lucha contra el virus y sus consecuencias y el nivel de confianza que, por estos motivos, le otorguen los ciudadanos. En este caso, el tipo de régimen (democracia liberal o autoritarismo) importaría menos que la velocidad con la que se adoptan soluciones para la contención de la pandemia. 

Los autoritarismos cuentan con una amplia capacidad de reacción, articulación de la cadena de mando y limitación de libertades públicas. También censuran voces críticas, como la del médico chino Li Wenliang, cuya alerta temprana fue silenciada por las autoridades por conspirar contra el régimen -lo cual contribuyó a la expansión global del virus-. Las democracias, en cambio, se basan en la deliberación y en la capacidad de crítica a las autoridades públicas, lo que redunda en una mejor selección de políticas públicas, pero también en mayor lentitud. Esta proviene de los mecanismos de checks and balances y de la gestión política del trade-off entre criterios sanitarios y epidemiológicos y los efectos económicos negativos del confinamiento. La descentralización y coordinación de los distintos niveles de gobierno se ha revelado asimismo como un factor decisivo en la gestión de la pandemia, algo que es objeto de crítica si se parte de un prisma centralista del poder del Estado.    

Menos prometedor si cabe es el recurso a factores culturales y civilizatorios para definir el éxito o el fracaso en la gestión de la pandemia hasta hoy, por mucho que los valores que ordenen la sociedad sean efectivamente distintos en democracias occidentales o en Asia. ¿Es la adscripción cultural la que subyace en la respuesta política a la crisis? Estas explicaciones recuerdan las teorías basadas en el choque cultural o civilizatorio de Huntington durante los años 90, que fueron rápidamente puestas en entredicho por distintos motivos. 

Primero, por la imposibilidad de definir únicamente las civilizaciones en base a criterios culturales o religiosos (¿existe una civilización confuciana como tal si en ella habitan múltiples culturas y religiones?). Segundo, por la utilización de la identidad, en vez de la política, como factor explicativo del conflicto. Tercero, por la convivencia de identidades múltiples en todas las civilizaciones, como escribió Amartya Sen. Cuarto, por el predominio de conflictos dentro de las civilizaciones más que entre ellas. Y, finalmente, por el reduccionismo cultural al que sometemos las relaciones internacionales cuando obviamos factores (geo)políticos, de seguridad o económicos de mayor envergadura, como nos recordaba Fred Halliday. Pasado el tiempo, muy probablemente también atribuyamos el éxito o fracaso en la gestión del coronavirus a la eficacia de los gobiernos y las políticas que en este momento se formularon, independientemente de la cultura o raíz civilizatoria de los estados. 

2- Un desafío ideacional al orden internacional 

A pesar de la limitación de las explicaciones culturales en la respuesta a esta crisis global, el coronavirus reforzará el giro ideacional del sistema internacional. En el plano material, el cambio de orden internacional estaba bien consolidado al inicio de la crisis. En 1995, las economías de los siete principales países emergentes, el E7 (China, India, Indonesia, Brasil, Rusia, México y Turquía), representaban un volumen equivalente a la mitad del PIB –en poder de paridad de compra- del G7 (Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Alemania, Japón, Canadá e Italia). En 2015, las economías del E7 ya eran más o menos comparables a las del G7. En 2040, el E7 podría incluso doblar en PIB al G7. En menos de medio siglo, el mundo ha sufrido una severa transformación en el ámbito material, y el sistema internacional se rige hoy por la multipolaridad. 

En este cambio de orden, en el que China y Estados Unidos compiten por la hegemonía, lleva aparejado un elemento ideacional que se ha acentuado con el coronavirus. La opinión pública global hace tiempo que percibe una creciente influencia de China en la escena internacional. Ya en 2017, se equilibró la imagen favorable hacia China y los EEUU2. El mundo se pregunta hoy si, pese a los errores iniciales en la gestión de la crisis, el poder normativo chino aumentará todavía más. El envío de equipamiento sanitario y médicos a países europeos, así como la guerra informativa con los Estados Unidos sobre el origen del virus, han sido oportunamente instrumentalizados por el régimen chino para mejorar su imagen hacia el exterior. Así, China trata de equiparar su creciente preeminencia material en el orden internacional con un mejor posicionamiento en el plano ideacional. 

Tras décadas de crisis de las democracias occidentales por el auge del iliberalismo, el populismo y el repliegue nacional en su interior, el cambio de orden ideacional parece consolidarse. Occidente recalibra el occidentalo-centrismo de las ideas que han regido el orden internacional desde el final de la Guerra Fría, en particular el incuestionable predominio del liberalismo democrático y de mercado. El auge del autoritarismo capitalista de China supone una contraposición de base al fin de las ideologías que ya promulgó Daniel Bell en 1960. En buena medida, el modelo asiático que el coronavirus ha sacado a relucir revierte en una competición por las ideas y los modelos políticos y sociales a escala global. Las ideas dominantes hasta ahora devienen menos dogmáticas, algo que, para un Occidente que se creía vencedor en el plano normativo, supone un baño de realidad. 

3- Populismos e hiperliderazgo 

Durante los veinte años del auge normativo de Occidente (1989-2008), parecía que no hubiera alternativa al predominio internacional de EEUU ni, incluso, a la lógica posmoderna tras la idea de Europa. Esto se tradujo en cierta autocomplacencia, que con la crisis económica implosionó en forma de populismo. Un Occidente anquilosado en su pensamiento vio como el repliegue nacional y la lógica de “mi país primero” desmoronaban años de predominio construido en torno a la promoción de la democracia, el multilateralismo, el liberalismo y las sociedades abiertas. El populismo se convirtió en la gran enmienda a la totalidad de este pensamiento, por mucho que sus recetas difícilmente hayan podido materializarse con éxito. Además, el populismo sacó a relucir que la igualdad de oportunidades y el estado del bienestar habían sido relegados a un segundo plano durante muchos años.

Con la crisis del coronavirus, emerge un nuevo modelo de contestación ideacional al predominio de Occidente, ausente en muchos de los debates posteriores a la Guerra Fría. A diferencia de lo sucedido a partir del 11-S, la contestación no está circunscrita a narrativas basadas en una concepción cultural, religiosa o moral distinta y, respecto a la crisis financiera de 2008, pone ciertos postulados de la globalización en duda. Mirando hacia fuera, nos preguntamos hasta qué punto ciertas dosis de jerarquía y sentido de comunidad permiten confrontar mejor una crisis como la del coronavirus. Y hacia dentro, el populismo instrumentaliza la crisis para enaltecer las bondades del repliegue nacional, el cierre de fronteras y los peligros de un mundo abierto. 

Lo cierto es que el coronavirus muestra también los límites del populismo, tanto por lo que se refiere al seguimiento de las recomendaciones de los expertos como en la centralidad de las instituciones como vehículo para la gestión y salida de la crisis. Los principales exponentes del populismo occidental, Boris Johnson y Donald Trump, han dado marcha atrás respecto a sus posicionamientos iniciales en el tratamiento de la pandemia. El primero, renunciando a la lógica de la “inmunidad de rebaño” (herd immunity, que recomendaba un contagio generalizado para fomentar la inmunidad de la población), frente a la opinión de los expertos del Imperial College de Londres. Y el segundo, ante la evidencia de que centenares de miles de muertos en Estados Unidos dinamitarían sus posibilidades de ser reelegido tanto como el daño económico de las medidas de confinamiento. 

A pesar de haber tenido que rectificar, ambas figuras han conseguido abanderar una aproximación retórica y política concreta en la lucha contra el coronavirus. El hiperliderazgo, la inmediatez que requiere la gestión de la crisis y el predominio de líderes fuertes en la política internacional normalizan la gestión de líderes como Johnson y Trump, pese a haberse mostrado pésimos gestores en la fase inicial. Así lo muestran las encuestas realizadas poco después del estallido de la crisis, que les dan un alto grado de apoyo y popularidad y refuerzan sus expectativas electorales. El coronavirus se mueve en un caldo de cultivo caracterizado por el descrédito de la política tradicional y de las instituciones, percibidas desde hace tiempo en fallo sistémico por amplias capas de la población. Es poco probable que el populismo desaparezca pasada la crisis, como tampoco lo harán los hiperlíderes que lo abanderan. Y, cuánto más altos sea el coste de la crisis, más puede arraigar la desconfianza institucional.   

Parte de la retórica y agenda destinada a la captura del poder del populismo puede verse reforzada en distintos lugares. En Hungría, el primer ministro Viktor Orbán ve el estado de emergencia como una oportunidad para reforzar su poder, más que como una medida temporal y proporcionada. El Parlamento húngaro aprobó el 30 de marzo una ley que permite a Orbán legislar por decreto durante un periodo indefinido de tiempo, suspender el Parlamento mientras dure el estado de emergencia sin límite temporal, posponer elecciones durante este periodo y endurecer las sentencias contra quien desinforme (léase contradiga) la versión oficial sobre la gestión de la crisis. Es decir, gobernar por decreto como mecanismo para afianzar su poder y erosionar la democracia, mientras saca rédito de la crisis. Algo que Orbán ya hizo en 2015 con la crisis de refugiados y que lo llevó a declarar un estado de emergencia todavía vigente y que prorroga ahora indefinidamente. 

4- Perspectivas para la cooperación internacional 

La crisis del coronavirus, sumada a las dinámicas internacionales subyacentes, hacen que el sistema internacional se enfrente a la paradoja de no poder volver hacia atrás ni avanzar en una reforma de la gobernanza internacional. Por un lado, el estado-nación se ha visto reforzado con la gestión de la crisis debido a sus competencias en materia sanitaria, de control de fronteras o de planes de estímulo. Pero esto no equivale a una disminución de lo global en esta crisis, empezando por la pandemia en sí o por la necesidad de un marco de cooperación internacional que facilite el avance hacia la vacuna. Por lo tanto, y a pesar de que es probable que ciertas dinámicas de desglobalización en la producción de productos sanitarios, medicinas o bienes de consumo básicos se instauren tras la crisis, no es esperable que el mundo de mañana deje de ser globalizado, interconectado e interdependiente. Una vuelta atrás absoluta hacia lo nacional no sería realista ni deseable. 

Por el otro lado, la lógica de “mi país primero” y las dinámicas de suma cero, incluidas las amenazas de guerras comerciales, abocan la gobernanza internacional a un callejón sin salida. Si de lo que se trata es de establecer marcos de cooperación más eficaces, la cerrazón que fomentan los líderes de las principales potencias internacionales es contraria a cualquier reforma del sistema de gobernanza internacional, para la que además falta voluntad política. Esto, sumado a los consensos que requieren las reformas, ha llevado a muchas instituciones internacionales a un punto muerto, desde la Organización Mundial de Comercio al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, pasando por el Acuerdo del Clima de París o el de no proliferación nuclear en Irán. 

En un contexto de rivalidad entre grandes potencias, las organizaciones internacionales se instrumentalizan y convierten en un tablero de juego geopolítico donde trasladar la competición. Muchas, también Rusia y China, prefieren preservar un orden internacional obsoleto pero que les posibilita mantener su posición de poder. Por lo tanto, y a pesar de que lo nacional no es suficiente para abordar retos globales como el coronavirus o la crisis climática, tampoco logramos tejer las complicidades y liderazgos necesarios para un avance efectivo de la gobernanza internacional.  

Un nuevo “idealismo” internacional sería necesario para que la crisis del coronavirus se abordase desde un marco de suma positiva. Durante los años 1930 y 1940, poco después de que se fundara la disciplina de las relaciones internacionales con el objetivo de estudiar las causas de la guerra, surgió el primer gran debate entre “realistas” e “idealistas”. Los segundos, también peyorativamente calificados de “utopistas”, eran los que creían en la necesidad de dotarse de un marco de cooperación internacional que hiciera imposible el advenimiento de una nueva guerra, para lo cual era necesaria la (fracasada) “Sociedad de Naciones” que promovió Woodrow Wilson tras la Primera Guerra Mundial. Los realistas eran aquellos que, basados en la obra de E. H. Carr “The Twenty Years’ Crisis”, consideraban a los “idealistas” unos pacifistas moralistas, por no entender que los estados siempre priorizarán su poder y supervivencia en un sistema internacional anárquico.  

Los realistas de ayer son los “mi país primero” de hoy. Con la diferencia que, pese a la multipolaridad actual del sistema internacional, los niveles de interconexión e interdependencia entre estados superan de largo los posteriores a la Primera Guerra Mundial. El mundo anterior y posterior al coronavirus será uno en el que continuarán combinándose las dinámicas de poder entre las principales potencias internacionales, con China en claro ascenso, con fuertes dinámicas de interconexión global. Pese a ello, ninguna potencia tendrá suficiente capacidad para escribir por sí sola las reglas de un nuevo re-ordenamiento global, configurando aquello que Ian Bremmer describió como un mundo (no)gobernado por el G-Zero3

5- Otro desafío para la gobernanza europea 

En este contexto, la UE tiene un reto y una responsabilidad notable. Y es que cuando el mundo se para, a Europa le pedimos velocidad. Tras años de crisis, la UE ha mostrado los déficits de su sistema de gobernanza y la lentitud de sus mecanismos de gestión de crisis y toma de decisiones. Si el orden liberal está en crisis, la UE, como representante paradigmático del mismo, sufre en primera persona el acecho de potencias exteriores como Rusia y China, el distanciamiento de este orden por parte de Estados Unidos y el cuestionamiento interno por fuerzas políticas euroescépticas de diferente índole. 

Una década de crisis ininterrumpida ha alterado los fundamentos de la Unión. La crisis del euro puso en duda los cimientos de la moneda única y la necesaria reforma de una unión monetaria todavía insuficiente en el plano económico. La de los refugiados alteró la libertad de movimientos y el espacio Schengen. Brexit puso fin a la lógica de profundización y ampliación continuada del proyecto de construcción europea. Y el coronavirus ha llevado a re-establecer fronteras internas, limitar la movilidad de personas, ver peligrar el mercado único y demostrar la insuficiente capacidad de movilización de recursos comunes para hacer frente a las crisis sanitaria y económica. Las crisis internas de la Unión, sumadas a la inestabilidad en los vecindarios sur y este, merman desde hace tiempo su proyección exterior y caracterización de “fuerza para el bien” del sistema internacional4

La UE se fundó después de la guerra. Pese a su gravedad, la crisis del coronavirus no es una guerra, sino una emergencia de salud global, social y económica. En su gestión, la Unión ha pasado por distintas fases. En primer lugar, una sensación de sorpresa, sin capacidad por parte de la UE de coordinar medidas cuya responsabilidad recae, ante todo, en los estados miembros (política sanitaria o control de fronteras). Seguidamente, una serie de desarrollos alineados con las dinámicas actuales de la política internacional (“mi país primero”), traducidas en la limitación de exportaciones de material sanitario entre estados miembros o el cierre de fronteras nacionales, sumadas a una falta de coordinación en el plano europeo de las medidas tomadas por los estados.

A continuación, la necesidad de articular una respuesta conjunta a la crisis, mediante, primero, la compra por valor de 750.000 millones de euros de activos públicos y privados por parte del BCE o la salvaguarda de los beneficios del mercado único, con las medidas de la Comisión para asegurar la distribución de material médico a todos los estados que lo necesitaran. El conjunto de políticas de la UE, que incluyen un paquete de préstamos de emergencia y un futuro fondo de reconstrucción, se acordaron en el Consejo Europeo del 23 de abril. Y finalmente, la sensación habitual de que la UE sólo sobrevivirá si es capaz de reformarse a fondo - una etapa en la que la UE tiende a encallar y que en este caso pasaría por una mutualización de la deuda (euro/coronabonos).

En el medio plazo, Europa debe recuperar su génesis social, que es parte de sus valores constitutivos tanto como la creación de un mercado interior y el fomento del estado de derecho. La Europa social ha quedado muy mermada tras años de austeridad, por lo que la legitimidad de una salida europea a la crisis pasa también por avances en materia social y económica. En otras palabras, por una Europa que funcione y cuya legitimidad emane de los resultados y no sólo de los procesos (inmersos en una crisis de gobernanza) o los ideales (con el euroescepticismo en aumento y un orden liberal contestado). Si la salud y seguridad de las personas han recobrado centralidad en un momento en el que nos creíamos infalibles, será necesario que el proyecto europeo proteja mejor a sus ciudadanos y garantice avances en la construcción social. 

En cuanto a los valores, no tendría demasiado sentido pensar que Europa emulará el esquema de China. Ni Europa ni sus ciudadanos querrán renunciar a sus valores fundamentales, motivo por el cual pierde sentido considerar qué sistema político es mejor para afrontar una crisis de estas características. No renunciaremos a las libertades individuales en favor de un autoritarismo más eficaz, por lo que la alternativa pasa por una Europa de instituciones fuertes y funcionales. Sin embargo, la reforma de la gobernanza europea no es inmediata y esto aumenta la sensación de desincronización entre la celeridad de las crisis y nuestra capacidad de respuesta. 

En el plano operativo, es necesario volver a una lógica transaccional y de suma positiva. Para evitar el bloqueo y la fragmentación definitiva de la UE, la discusión debe ir más allá de la salida de la crisis del coronavirus e incorporar elementos de reforma y prioridades pendientes como el marco financiero plurianual, el Brexit o la Europa digital. La lógica transaccional se impondrá cuando el marco de negociación sea lo suficientemente generoso para tejer alianzas flexibles entre estados, evitando fracturas tradicionales entre países deudores y acreedores, por ejemplo. 

Este pacto político para Europa deberá incorporar mecanismos de solidaridad entre estados, pero también debe evitar ahondar en fracturas recurrentes desde la crisis del euro. Las nuevas alianzas deben construirse sobre la base de intereses compartidos, y no solamente en función del número o de la categoría de estados partícipes (norte, sur, fundadores, hanseáticos o frugales, por utilizar categorías recurrentes). La carta firmada por nueve estados miembros -de procedencia diversa en base a estos criterios- reclamando mayores dosis de coordinación entre estados, un instrumento de deuda común y un ambicioso plan de recuperación económica es buena muestra de ello. 

Europa sigue estando mejor equipada que otras potencias para fomentar un orden multilateral y cooperativo basado en reglas. Las dinámicas de interdependencia e híper-conectividad volverán y, al hacerlo, revelarán que la cooperación efectiva a escala internacional es el mejor antídoto para crisis como la del coronavirus. Pero, si fracasamos en ello, la larga tradición de poder de los estados se impondrá como segunda mejor opción en un orden internacional fragmentado.

Referencias:

1-  Thomas Friedman (2005), The World is Flat. A Brief History of the Twenty-first Century, New York: Farrar, Straus and Giroux

2-  Según Pew Research, en 2017 un 49% respondían tener una visión favorable de los EEUU y un 47%, de China. También crecía la percepción en muchos países que China tiene más influencia en el mundo hoy que hace una década.

3-  Ian Bremmer (2012), Every Nation for Itself. Winners and Losers in a G-Zero World, London: Penguin Books.

4-  O “force for good”, tal y como en su día la caracterizó el antiguo Alto Representante, Javier Solana. Véase Esther Barbé y Pol Morillas (2019), “The EU global strategy: the dynamics of a more politicized and politically integrated foreign policy“, Cambridge Review of International Affairs, 32:6, 753-770, DOI: 10.1080/09557571.2019.1588227.

* Este artículo se actualizó el 28 de abril de 2020

Palabras clave: coronavirus, crisis, globalización, UE, gobernanza europea, cooperación internacional, populismos, orden internacional

E-ISSN: 2013-4428

D.L.: B-8439-2012