¿Incomprensión y tensiones como nueva normalidad en las relaciones UE-Rusia?

Nota Internacional CIDOB 115
Fecha de publicación: 05/2015
Autor:
Nicolás de Pedro, Investigador Principal, CIDOB. Elina Viilup*, Analista Política, Parlamento Europeo, e Investigadora Asociada, CIDOB. *Las opiniones expresadas en este artículo son propias de la autora y no representan las del Parlamento Europeo.
Descargar PDF

Notes internacionals CIDOB, núm. 115

Nicolás de Pedro, Investigador Principal, CIDOB

Elina Viilup*, Analista Política, Parlamento Europeo, e Investigadora Asociada, CIDOB. *Las opiniones expresadas en este artículo son propias de la autora y no representan las del Parlamento Europeo.

 

Rusia representa el mayor desafío de la agenda exterior y estratégica de la UE. La anexión de Crimea, la intervención militar rusa en el Este de Ucrania, las subsiguientes sanciones europeas y las contrasanciones rusas han arrastrado la relación entre la UE y Rusia a su momento más bajo. La partida se juega en Ucrania, pero lo que está en juego es el orden de seguridad europeo y la vigencia de los principios recogidos en el Acta Final de Helsinki (1975) que lo sostienen. Las constantes violaciones del espacio aéreo europeo por aviones de combate rusos y las apelaciones por parte de dirigentes rusos a la posibilidad de un enfrentamiento bélico plantean un contexto plagado de incertidumbres y riesgos. La recuperación de una cierta confianza y normalidad entre la UE y Moscú se antoja particularmente complicada. Moscú aspira a un reconocimiento de lo que considera su “área de influencia” por parte de la UE, algo difícilmente aceptable para Bruselas y la mayoría de los estados miembros, ya que implicaría una aceptación de la “soberanía limitada” del resto de repúblicas postsoviéticas. Éstas, por su parte, no han dado muestra alguna de aceptar esta situación. Por tanto, un movimiento de este tipo por parte de Bruselas no disiparía necesariamente las tensiones en el Este de Europa y en el espacio postsoviético. La ruptura es profunda y las bases para un consenso sobre el orden continental después de la guerra de Ucrania están aún por perfilarse.

La UE afronta graves dificultades en su política de vecindad Este y Sur, pero también en su dinámica interna. Ningún otro asunto como Rusia genera tantas divisiones y controversias entre los estados miembros y dentro de cada uno de ellos. La unidad europea, indisociable actualmente del liderazgo de la canciller Merkel, reposa sobre cimientos frágiles y será puesta a prueba tanto si el armisticio de Minsk fracasa como si no. Rusia muestra una vocación creciente por rivalizar estratégicamente con la UE y por quebrar los consensos no sólo en relación con las sanciones sino también con los propios principios democráticos liberales que sustentan el proceso de integración europea. Por consiguiente, en el marco de elaboración de una nueva estrategia de política exterior de la UE y de revisión de la política europea de vecindad, incluyendo el partenariado oriental, resulta urgente e imprescindible un debate de fondo en Bruselas sobre cómo abordar las relaciones con Rusia y su vecindario.

Este debate debe tener muy en cuenta el papel central que juega el choque de percepciones existente. El diálogo entre la UE y Rusia se ve seriamente condicionado por la incomprensión que generan unas narrativas dominantes divergentes. Bruselas y Moscú discrepan en su explicación de cómo hemos llegado hasta aquí y tienden a malinterpretar los objetivos del otro. No se trata sólo de si la UE comprende o no a Rusia, sino también de si Rusia comprende realmente a la UE. De igual forma, los debates sobre Rusia (y la crisis de Ucrania) dentro de la UE también se ven afectados por la gran maraña de intereses, visiones contrapuestas, estereotipos y desinformación existentes. Para articular un replanteamiento de la UE hacia Rusia, resulta, pues, necesario una mejor comprensión de los objetivos y planteamientos estratégicos de Moscú así como de estas percepciones encontradas. 

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Las bases del choque de percepciones entre Rusia y la UE

El camino que conduce a la desconfianza y tensiones actuales entre la UE y Rusia puede trazarse, al menos, hasta la propia caída de la Unión Soviética en 1991. En estos últimos veinticinco años, el choque de percepciones se ha acentuado progresivamente y las narrativas dominantes en Bruselas y Moscú sobre este periodo difieren profundamente. Así, la percepción más extendida entre las élites europeas -inspiradas por la idea de Gorbachov de una Casa Común europea - es la de haber apostado genuinamente por la progresiva integración con Rusia promoviendo la construcción pacífica de un espacio abierto de prosperidad compartida con el comercio como eje central. En Moscú, en cambio, se ha consolidado una interpretación marcada por la decepción, en la que ‘humillación’, ‘engaño’ o ‘traición’ son términos recurrentes. Para el Kremlin, los hitos de esta etapa son la operación de la OTAN en Kósovo/Serbia y la primera ampliación de la organización atlántica (Hungría, Polonia y República Checa), ambas de marzo de 1999. La visión europea de una suerte de felices años 90 y 2000s hasta la crisis de 2008 contrasta con la de un “ Versalles con guantes de terciopelo ”, en palabras del influyente politólogo ruso, Sergey Karagánov.

Así, desde la perspectiva de Rusia, los últimos quince años no son sino una sucesión de injerencias occidentales en el espacio eurasiático y de desprecios a sus intentos de buscar un acomodo mutuamente satisfactorio con la UE y la OTAN. A Moscú le irrita profundamente su percepción de que Occidente ignora su papel de hegemón regional en el espacio postsoviético y, sobre todo, su convicción de que implementa una estrategia de cambio de regímenes con fines geopolíticos que, en última instancia, persigue usurpar y quebrar el poder de Rusia. Desde la perspectiva del Kremlin, las revoluciones de colores no son más que un instrumento en manos de Occidente –una herramienta para ejecutar “golpes de Estado postmodernos”– con lo que el papel de los actores locales y las raíces y dinámicas endógenas de estos fenómenos quedan completamente invisibilizados. El ciclo de revoluciones de colores y la segunda ampliación de la OTAN reafirman al Kremlin en su percepción y conducen al paulatino endurecimiento del régimen de Putin hacia dentro –conceptualización de la “democracia soberana”– y hacia fuera.

En su relación con Europa y EEUU, Putin ha situado reiteradamente en el centro del debate la idea de diseñar una nueva “arquitectura de seguridad moderna, duradera y firme” (Berlín, septiembre de 2001), bajo el principio de la “seguridad como bien indivisible” y alertando del peligro que acarrean las “serias provocaciones” (léase la política occidental) que generan un entorno en el que “nadie se siente seguro” (Múnich, febrero de 2007). En ocasiones, se ha sugerido que las demandas del Kremlin, particularmente cuando fueron formuladas por Medvédev en 2009, resultan redundantes con acuerdos y estructuras vigentes (el Acta Final de Helsinki y la OSCE). Sin embargo, el solapamiento es sólo aparente. Helsinki sanciona la “igualdad soberana entre estados”, pero cuando Moscú invoca el “principio de la indivisibilidad de la seguridad”, lo que está demandando implícitamente es un reconocimiento firme de su derecho de tutela y controlsobre sus vecinos postsoviéticos en lo que entiende como su “área de influencia natural ”. Es decir que la cuestión central, aunque no se explicite como tal en el diálogo UE-Rusia, es la libertad y plena soberanía o no de los países vecinos de Rusia o lo que es lo mismo la capacidad de Moscú para controlar su orientación estratégica.

El presidente Putin lo dejó claro durante su intervención en la cumbre de la OTAN en Bucarest (abril de 2008) cuando puso el foco en Georgia y Ucrania. A ésta última la calificó de “formación estatal compleja” cuyo acercamiento a la organización atlántica podía, según el mandatario ruso, “poner al país al borde de su existencia”. De igual forma, Putin cuestionó la legitimidad de la soberanía ucraniana sobre Crimea (“no hubo siquiera un procedimiento estatal de transferencia de este territorio ”). Apenas cuatro meses después, en agosto de 2008, se producía la intervención militar de Rusia en Georgia tras la torpe operación lanzada por Saakashvili para tratar de retomar por la fuerza el control sobre las regiones de Osetia del Sur y Abjasia, escindidas de facto desde 1991 con respaldo de Moscú. El tibio apoyo obtenido por Rusia entonces tanto de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) como de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC) era un primer indicador claro del escaso entusiasmo y de los temores que despertaba entre sus socios, incluyendo a China con matices, la adopción de una línea asertiva y potencialmente revisionista. Y es que la clave explicativa de las tensiones en el espacio postsoviético y las dificultades de Moscú no son, como arguye el Kremlin, “la presencia y actividad occidental” (las recurrentes “provocaciones”) sino la falta de voluntad o incapacidad de Rusia para articular la relación con sus vecinos sobre la base del reconocimiento real, no sólo formal, de la plena soberanía de estos.

Moscú reacciona (o sobrerreacciona) ante el acercamiento a la UE de cualquiera de las repúblicas ex soviéticas al interpretarlo como un avance occidental que, en última instancia, cuestiona su posición regional dominante y contribuye a articular un cerco de contención a Rusia. Así, ante el lanzamiento por parte de la UE del llamado Partenariado Oriental (junio de 2009, establece la Unión Aduanera (enero de 2010) con Bielarús y Kazajstán como germen de una futura Unión Económica Eurasiática (UEE). La UEE es tanto una respuesta de sus miembros ante la crisis global de 2008 como un intento de Rusia por dejar de ser periférica entre la UE y China, con la idea subyacente de que Moscú lidere uno de los polos llamados a conformar el orden multipolar emergente. La UEE resulta, por consiguiente, de naturaleza estratégica para el Kremlin y la incorporación de Ucrania decisiva.

La interacción entre ambas iniciativas está muy condicionada por el choque de percepciones mutuo y los sesgos cognitivos. Así, mientras el Partenariado Oriental es para la UE un instrumento que no contempla la perspectiva de la adhesión a la UE, para Moscú, representa un primer paso hacia una rápida integración en la UE que, presumiblemente, vendrá acompañada del ingreso en la OTAN. Bruselas y la mayor parte de estados miembros tienen una enorme dificultad para asumir el temor existencial que provoca en el Kremlin el poder blando de la UE en el espacio postsoviético. De ahí que la oleada de manifestaciones anti-gubernamentales de diciembre de 2011 y marzo de 2012 en San Petersburgo y la plaza Bolotnaya de Moscú, como reacción al fraude electoral en las elecciones parlamentarias y al anuncio del retorno de Putin al Kremlin, sean percibidas por el presidente ruso como un desafío con una dimensión interna y otra externa.

El tercer mandato de Putin, más marcado por su personalidad, si cabe, que los anteriores, está indisolublemente ligado a este síndrome de Bolotnayaque pone en marcha la agenda “conservadora y tradicionalista”, la “nacionalización de las élites”, un creciente control social y la estigmatización de los opositores como “quintacolumnistas” o “traidores” en el espacio público y administrativo. Así, por ejemplo, una ley, adoptada en julio de 2012, obliga a cualquier organización cívica que reciba fondos internacionales a registrarse como “agente extranjero”, interpretando que no son más que un instrumento en manos de Occidente para provocar un cambio de régimen en Rusia. La incapacidad de canalizar política e institucionalmente hasta las críticas más leves debilita al sistema, no lo fortalece. Lo cual no implica que no resista sin problemas hasta 2024. Por si acaso, el propio Putin ya ha anunciado (y deslegitimado de paso) una oleada de protestas en 2016 (elecciones parlamentarias) y 2018 (presidenciales); orquestada, cómo no, desde Occidente y una más de esas recurrentes “provocaciones políticas”. Éste es el marco en el que la relación de la UE y sus estados miembros con Rusia y, consecuentemente, las tensiones que han cristalizado a resultas de la crisis y posterior guerra en Ucrania, se desenvuelve hoy.  

¿Tiene Putin una estrategia?

Para articular su respuesta, la UE debe, en primer lugar, evaluar y comprender en profundidad las percepciones y los objetivos prioritarios del Kremlin. Una dificultad primordial para ello es que, a la luz de los serios retrocesos de Rusia, cabe preguntarse si Putin dispone realmente de un planteamiento estratégico sólidamente fundamentado y de una táctica coherente con éste. Porque una fuerte voluntad política y convicciones firmes – Rusia debe ser el hegemón regional y uno de los polos de referencia del orden global – no implican necesariamente tener una estrategia – la adaptación de los medios a la consecución de unos fines – aunque el pensamiento del dirigente ruso parezca incardinado en unos determinados parámetros históricos y geopolíticos de la tradición estatal rusa. Tampoco conviene confundir con una estrategia la habilidad táctica de Putin y su buen dominio de los tiempos de la política internacional, cuestiones ambas que se ven, indudablemente, facilitadas por su capacidad ejecutiva –o concentración de poder– frente al complejo proceso de toma de decisiones europeo.

Con su intervención directa en la guerra en Ucrania, Putin ha conseguido ganar tiempo y que el futuro de ésta quede en buena medida en sus manos. Pero, en cambio, la posición de Rusia en Ucrania y sus opciones estratégicas en el resto del espacio postsoviético se han visto debilitadas. En Ucrania, el Kremlin persigue, como se ha apuntado, el control estratégico del país o, al menos, disponer de la capacidad de bloquear su política exterior ante una eventual aproximación a la UE o la OTAN. De esta manera, Donbás es sólo un instrumento. La “descentralización” de Ucrania o el “diálogo nacional inclusivo” le interesan exclusivamente en función de este objetivo y no en clave de la política interna ucraniana. La capacidad del Kremlin para enmascarar sus objetivos reales tiende a distorsionar profundamente los debates con y dentro de la UE. El problema para el Kremlin es que, hasta el momento, Donbás ha sido suficiente para forzar a Kíev a aceptar los términos acordados en Minsk, pero no para doblegar su voluntad de mantener su soberanía y libertad plenas. De esta manera, desde la perspectiva de Moscú, Ucrania no está suficientemente derrotada.

Pese al desequilibrio de fuerzas entre Rusia y Ucrania, una intervención militar a gran escala no parece la opción más probable dados los riesgos militares y diplomáticos que entrañaría. Las sanciones impuestas por la UE contribuyen a refrenar al Kremlin. Por ello, cabe la posibilidad de un replanteamiento táctico de Moscú con vistas a extender la inestabilidad a otras partes de Ucrania (Mariúpol, Járkiv, Odesa y otras) que, a diferencia del Donbás, no puedan ser encapsuladas y mantenidas al margen de la dinámica política de Kíev. De hecho, Moscú parece jugar con la idea de que un posible colapso de Kíev, unido a la decepción ucraniana por la falta de compromiso de la UE, termine por reconfigurar un nuevo panorama en la capital más favorable a los intereses del Kremlin. Y aquí, de nuevo, el Kremlin, condicionado por sus sesgos cognitivos, parece hacer una lectura errónea de lo que está sucediendo. En un futuro previsible, Ucrania está pérdida para el proyecto de Unión Eurasiática. A ojos de una parte mayoritaria de la ciudadanía ucraniana, la intervención militar rusa ha transformado por completo el marco referencial en su relación con Rusia.

El proyecto de Unión Eurasiática se ha visto seriamente debilitado no sólo por la pérdida de Ucrania, sino por los temores que ha despertado la intervención militar rusa en sus otros dos miembros principales, Bielarús y Kazajstán (Armenia y Kirguizstán tienen un peso, político y económico, marginal en el proyecto). De acuerdo con la idea lanzada por Putin en octubre de 2011, el proyecto nacía inspirado en otros procesos de integración regional como la UE, NAFTA, APEC o ASEAN y con la aspiración de ser “ una parte esencial de la Gran Europa unida por los valores compartidos de la libertad, la democracia y la leyes del mercado ”. Sin embargo, a la luz de la guerra en Ucrania el proyecto ha adquirido una dimensión neoimperialista y étnica que provoca incertidumbres y profundos temores en los restantes miembros. La incorporación de la idea del “mundo ruso” (Russkiy Mir) como uno de los ejes discursivos de la acción exterior del Kremlin rompe los consensos postsoviéticos y pone en cuestión la vigencia de las fronteras formalmente reconocidas ( Carta de París , 1990; Memorandum on Security Assurances in connection with Ukraine's accession to the Treaty on the NPT, Budapest 1994 ; Carta de Seguridad Europea , Estambul 1999) frente a unas difusas fronteras históricas, civilizatorias o espirituales. De ahí las crecientes reticencias de Minsk y Astaná a profundizar en el proceso de integración y su rechazo a cualquier paso que conlleve una dimensión política.

El impacto económico de la intervención militar en Rusia también invita a cuestionarse si la política y acciones de Putin responden a una estrategia sólida y claramente definida. La economía rusa se estancó en 2014 y la previsión de la OCDE (enero de 2015) es que en 2015 el PIB se contraiga casi un 5% y el país entre en recesión. Indudablemente, la caída de los precios internacionales del petróleo (de 110$ en junio de 2014 a los 60$ en abril de 2015) es el elemento clave dada la dependencia estructural de Rusia del sector de los hidrocarburos (19% del PIB, 68% de las exportaciones, y origen del 50% del presupuesto federal). Pero la huida de capitales (151.000 millones en 2014, muy por encima de los 61.000 de 2013) responde al clima de desconfianza y a las sanciones europeas. A lo que cabe sumar la merma por los flujos de Inversión Extranjera Directa (IED) y transferencias tecnológicas que dejarán de llegar. La improbable pero necesaria modernización y diversificación de la economía rusa será aún más difícil en un contexto de enfrentamiento con Occidente.

Las expectativas del Kremlin para la mejora de la situación económica parecen descansar ahora en un giro hacia China, simbolizado en el acuerdo bilateral firmado en mayo de 2014. Indudablemente, el refuerzo de las relaciones con China tiene sentido estratégico. Pero el momento elegido, incluyendo las prisas por cerrar una larga negociación de varios años, respondía, sobre todo, al interés de Putin por mostrar que no estaba aislado internacionalmente. Conviene tener presente que, como sucede con otros regímenes autoritarios, los intereses del régimen se confunden con los del país, pero no son necesariamente coincidentes. En el mejor de los escenarios, Rusia/Gazprom exportará 38.000 millones de m 3 a China en 2030. Es decir, alrededor deuna tercera parte de lo que exportó en 2013 al mercado europeo y, previsiblemente, a un precio sensiblemente inferior. Asimismo, ese mismo año la UE fue el origen del 76% de la IED en Rusia (60.000 millones de dólares) mientras que China tan sólo aportó el 0,9% (683 millones); y, como recuerda oportunamente Kadri Liik, investigadora del European Council on Foreign Relations ( ECFR ), conviene tener muy presente que “ a diferencia de los europeos, los países asiáticos no ven la modernización de Rusia como su interés estratégico ”. A lo que cabe añadir que el refuerzo de las relaciones con China no vendrá necesariamente acompañado de una mayor proyección rusa hacia Asia-Pacífico. Por todo ello, de momento, la opción asiática podría convertirse en una alternativa estratégica para Rusia pero a largo plazo. Por ahora sólo representa un vector complementario. Algo que la UE no debe perder de vista. 

¿Y ahora qué? ¿Qué debe considerar la UE para articular su respuesta?

Estos retrocesos estratégicos de Rusia y la fragilidad que rodea al contexto político y económico ruso no entrañan, en absoluto, una posición más conciliadora del Kremlin. Muy al contrario, favorecen su encastillamiento y agravan la mutua desconfianza estratégica con la UE. Resulta incierto sobre qué bases puede reconstruirse esta relación bilateral y cuáles pueden ser los fundamentos de un nuevo statu quo continental que permita una coexistencia sin demasiados sobresaltos y sin el fantasma de una posible escalada bélica. Ucrania ni es periférica ni es un accidente. Sin embargo, más allá de respaldar la improbable y frágil hoja de ruta trazada en Minsk, no parece que exista mayor reflexión en curso dentro de la UE. Pero ¿qué pasa si colapsa Minsk? ¿Y si no lo hace claramente? La perspectiva de una Ucrania próspera y funcional, y en consecuencia potencialmente autónoma, no encaja con los planes de Moscú. Tampoco la idea de crear anillos de “prosperidad compartida” que subyace en el conjunto de la política europea de vecindad. Conviene que la UE tenga eso claro en cualquier planeamiento estratégico.

Quienes abogan, sin más, por restaurar las relaciones y seguir considerando a Rusia “un socio estratégico de la Unión y la OTAN” –algo que, por cierto, más allá del plano retórico nunca ha sido– parecen no percibir en su justa medida la profundidad de la ruptura y el nuevo contexto ruso, es decir, desde la vuelta de Putin a la presidencia. La confrontación ideológica con la UE es una de las nuevas fuentes de legitimidad del régimen de Putin. La “agenda de los valores conservadores” se construye frente a una supuesta Europa decadente moralmente y disfuncional políticamente. El Kremlin no busca sólo quebrar la unidad europea en torno a las sanciones sino contribuir al cuestionamiento de los consensos sobre los valores democráticos liberales que sustentan el proceso de integración europea. La cuestión no es, como suelen argüir quienes privilegian los aspectos comerciales, la complementariedad económica entre Rusia y la UE. Eso no está en cuestión. Tampoco que las sanciones “no benefician a nadie”. Lo cierto es que no son un instrumento de política comercial y lo que está en juego es el orden de seguridad europeo y la vigencia de los principios que lo sustentan.

El verdadero talón de Aquiles de Rusia en la relación con sus vecinos es que no sabe utilizar su potencial poder blando. Su incapacidad para atraerlos y seducirlos y la tendencia de Moscú a confundir temor con respeto e imposición con triunfo. La pregunta que debería hacerse el Kremlin no es por qué la OTAN se ha expandido sino por qué todos sus vecinos, excluyendo a China y Mongolia, temen a Rusia. La Federación Rusa tiene todos los elementos (materiales y humanos) sobre los que construir un sólido liderazgo regional en el espacio eurasiático, pero seguirá teniendo una relación conflictiva y problemática mientras siga atrapada en sus propios mitos e identidad neoimperial e insista en no reconocer plenamente a sus vecinos. La OTAN, conviene recordarlo, es una organización de naturaleza defensiva. Su fortaleza y su razón de ser residen en su Artículo 5 ( un ataque contra uno es un ataque contra todos ). Así que no representa ninguna amenaza real para la seguridad de Rusia, aunque sea intensamente percibida como tal. La clave, de nuevo, es la percepción de los vecinos europeos y caucásicos de Rusia, quienes perciben a la OTAN como la garantía más solvente para salvaguardar su independencia e integridad territorial.

La UE no puede obviar en sus cálculos ni estos temores ni tampoco la importancia de la dimensión militar en su relación con Rusia, la cual lleva tiempo modernizando sus Fuerzas Armadas más que su economía. No por casualidad, el Kremlin recurre al instrumento con el que tiene ventajas manifiestas y con el que puede presionar y forzar a Bruselas a aceptar una solución en Ucrania en los términos que desea. Insistir en la importancia de considerar seriamente esta dimensión no equivale a apostar por una solución militar, sino a constatar las dificultades que encontrarán los esfuerzos diplomáticos europeos si no consideran seriamente el principal vector de la proyección rusa hacia sus vecinos en este momento. Conviene, por otro lado, evitar la distorsión que genera la reiteración de la idea de que “no hay una solución militar”. Aquí de nuevo, las percepciones y objetivos encontrados entran en juego. Todo depende de la solución de la que se trate y en función de los objetivos que se persigan. Por el momento, el Kremlin ha alcanzado dos objetivos por vía militar y del uso de la fuerza: la anexión de Crimea y la obstaculización de la agenda reformista en Kíev. En otras palabras, si el objetivo inmediato es evitar un acercamiento de Ucrania a la UE o la OTAN –aunque no hayan estado nunca sobre la mesa como una posibilidad real y responda más a los sesgos cognitivos del Kremlin– injertar un conflicto armado en el este de Ucrania puede ser una solución oportuna. Si el objetivo es conseguir una Ucrania estable, próspera y democrática, como desea la UE, entonces, efectivamente, no hay una solución militar.

La exigencia sine qua non de Moscú, conviene insistir, es un reconocimiento europeo de lo que considera su “zona de influencia natural ”. La principal pregunta, pues, que debe hacerse la UE es si está dispuesta a aceptarlo y cómo. Si estuviera dispuesta, como pretenden los comprensivos, a “acomodar los sentimientos e intereses de Rusia”, Bruselas y sus estados miembros deberían preguntarse entonces cómo articularlo desde un punto de vista formal. Es decir, cómo aceptar legalmente una violación flagrante del derecho internacional y cómo conciliar la política de Asociación Oriental con la concepción rusa de “seguridad indivisible” que convierte a sus vecinos en subordinados. Por lo tanto, convendrá asumir que, después de ésta, probablemente vendrán otras crisis similares en el espacio postsoviético. La caída de la Unión Soviética es la “mayor catástrofe geopolítica del siglo XX” sólo a ojos del Kremlin y de parte del nacionalismo ruso, pero no del resto de repúblicas exsoviéticas. 

E-ISSN: E-ISSN: 2013-4428

D.L.: B-8439-2012