Donald Trump

Nota de actualización: esta versión de la biografía fue publicada el 30/10/2024. Donald Trump resultó ganador de la elección presidencial del 5/11/2024 al obtener 312 votos electorales (42 más de los necesarios) y el 50,9% de los votos populares. Pendiente aún la votación del Colegio Electoral y la certificación de los resultados por el Senado, el republicano es ya presidente electo de Estados Unidos. El 20/1/2025 Trump prestará juramento del cargo, convirtiéndose en el segundo mandatario en servir dos mandatos discontinuos tras el registro de Grover Cleveland a finales del siglo XIX. Junto con él lo hará el nuevo vicepresidente, JD Vance.

En Donald Trump, una de las figuras más decisivas en la historia de Estados Unidos, la impronta de una época no la pone su condición de magnate de los negocios, ni su espectacular victoria presidencial de 2016 como candidato republicano sobre Hillary Clinton, ni siquiera los hechos registrados en sus cuatro años de mandato, pródigo en polémicas y golpes de efecto. Su marca definitoria, la actuación que retrata al personaje e ilustra un panorama nacional, la componen su negativa a aceptar su derrota en la apuesta reeleccionista de noviembre de 2020, su denuncia, espuria, de que le robaron aquellas votaciones y la incitación a sus partidarios para que tomaran el Capitolio por la fuerza y frustraran el traspaso de poderes en la Casa Blanca en enero de 2021, con el resultado de seis muertos. Algo que puede ser visto o no como una tentativa de golpe de Estado.

Un cuatrienio después, Trump, a los 78 años, se halla en una situación que pocos, acaso tampoco él, habrían imaginado cuando aquellos traumáticos acontecimientos: no solo indemne pese a la maraña de procesos y condenas judiciales de los que en la práctica se va zafando, sino además con su capital político plenamente restablecido y con fuerza suficiente para afrontar las elecciones del 5 de noviembre de 2024 con opciones nítidas de victoria. Impulsivo, errático e imprevisible, tachado de peligro para la democracia por sus detractores y ensalzado como el más grande patriota por sus seguidores, el político-empresario hostil a la globalización gusta de presentarse a sí mismo como un luchador y un resistente víctima de las trapacerías de los liberales, la izquierda y el "Estado profundo", al tiempo que agita el espectro del "caos" si el veredicto de las urnas no le satisface.

El aspirante a suceder a Joe Biden, el presidente demócrata que le derrotó en 2020, y adversario de la candidata oficialista Kamala Harris, la vicepresidenta saliente con la que está empatado en los sondeos, se postula por tercera vez al cargo acaudillando su potente movimiento de derecha nacional-populista. El trumpismo contraataca más radicalizado si cabe, exprimiendo el lenguaje acerbo y la desinformación, previniendo con ecos autoritarios contra el "enemigo de dentro" (a neutralizar, insinúa, con el Ejército) y urgiendo a que se le vote para "salvar" al país de las "amenazas a su supervivencia". Tales han sido las consecuencias, denuncia Trump, del "desastroso" Gobierno del Partido Demócrata en todos los sentidos. El valedor de las consignas America First y Make America Great Again (MAGA), objeto de dos intentos de asesinato en julio y septiembre, tiene la confianza, reflejan las encuestas, de la mitad de sus paisanos.

TRUMP: POLARIZACIÓN Y RESILIENCIA

El resurgimiento de Donald Trump tras su malhadada aventura para deslegitimar y anular el resultado electoral de 2020 (306 votos electorales y el 51,3% de los votos populares para Biden, 232 votos electorales y el 46,8% del voto popular para el republicano), tan lesiva para la democracia estadounidense, es motivo de asombro. En realidad, su estrella nunca se apagó, ya que conservó la lealtad incondicional de decenas de millones de conciudadanos. 

El 13 de febrero de 2021, fuera ya del poder y tras condenar un asalto violento (6 de enero) cuyos prolegómenos él mismo había caldeado con su discurso a sus huestes para "salvar América" ("lucharemos como el infierno", arengó), Trump se zafó en el Senado de su segundo proceso de impeachment, un intento exprés de los demócratas de destituirle antes el final de su mandato el 20 de enero por el cargo constitucional de "incitación a la insurrección". De haber sido declarado culpable, habría podido caerle una inhabilitación. Posteriormente, el ex presidente enfrentó una avalancha de demandas, acusaciones, procesos y juicios por múltiples causas, civiles y criminales. 

El 30 de marzo de 2023 un gran jurado de Nueva York acusó a Trump de realizar en la campaña presidencial de 2016 un pago no declarado de 130.000 dólares a la actriz pornográfica Stormy Daniels para que guardara silencio sobre un supuesto encuentro sexual una década atrás. Victimista, Trump equiparó su acusación con un "ataque a nuestro país", pero el 30 de mayo de 2024 fue hallado culpable de 34 delitos de falsificación documental, todos los cargos imputados, en el juicio por este caso. "Esto es una estafa, un juicio amañado (…) vivimos en un Estado fascista", tronó el condenado. El veredicto, cuya sentencia y pena quedaban pendientes de fijar, convirtió a Trump en el primer presidente antiguo o en ejercicio de Estados Unidos condenado por un delito. De todas maneras, la condena en sí misma no impedía al convicto seguir con sus operaciones políticas como si tal cosa.

El 9 de mayo de 2023 otro jurado de Nueva York declaró a Trump culpable de abuso sexual y difamación en la demanda presentada en su contra por la escritora E. Jean Carroll, a la que debía pagar 5 millones de dólares. El 8 de junio siguiente Trump fue procesado en Miami por 37 cargos penales federales, luego ampliados a 40, relacionados con su manejo de documentos gubernamentales clasificados, los llamados papeles de Mar-a-Lago, buscados por el FBI en agosto de 2022 en el suntuoso inmueble del ex mandatario en Palm BeachTrump se declaró inocente, el juicio quedó pospuesto y el 15 de julio de 2024 la jueza instructora desestimó el caso por infracción inconstitucional en el procedimiento. 

El 1 de agosto 2023 el Tribunal para el Distrito de Columbia acusó a Trump de cuatro cargos penales federales relacionados con la interferencia en la certificación de las elecciones presidenciales de 2020 y el intento de revertir su resultado, pero el 1 de julio de 2024 el Tribunal Supremo dictaminó a favor de la inmunidad del ex presidente para los actos oficiales objeto de procesamiento en este caso. Se trató del segundo pronunciamiento de la máxima corte de la justicia federal favorable a Trump en menos de cuatro meses: el 4 de marzo anterior, desautorizando un dictamen de inelegibilidad del Tribunal Supremo de Colorado, el Tribunal Supremo de Estados Unidos había establecido que el precandidato tenía derecho a figurar en las papeletas de las primarias republicanas ese estado, no afectándole la Decimocuarta Enmienda y su previsión de inhabilitación por insurrección o rebelión.

El 14 de agosto de 2023 un gran jurado de Georgia acusó a Trump de 13 cargos penales (luego reducidos a ocho) relacionados con la interferencia en las elecciones de 2020; días después, el acusado, muy malhumorado, se entregó voluntariamente a las autoridades en la cárcel del condado de Fulton para su arresto procedimental, la toma de huellas dactilares y la captura de una foto policial que pasó automáticamente a los archivos de la imaginería trumpista. Trump quedó libre bajo fianza de 200.000 dólares.

El 2 de octubre de 2023 la Fiscalía General de Nueva York emprendió una investigación con demanda civil contra The Trump Organization por indicios de fraude financiero; hubo juicio y el veredicto, emitido el 16 de febrero de 2024, acarreó a Trump y sus colaboradores una fuerte multa de 355 millones de dólares en concepto de devolución de ganancias indebidas, más la prohibición de realizar negocios en Nueva York durante tres años. El empresario, preocupado por los bocados a su liquidez, denunció ante el juez de este caso que todo formaba parte de una "guerra jurídica y política" para torpedear su postulación presidencial. Poco antes, el 26 de enero, el jurado de Manhattan ordenó al condenado a pagar otros 83 millones de dólares a E. Jean Carroll por daños adicionales.

Entre tanto, Trump retomó sus actividades empresariales y recobró el control y el liderazgo prácticamente absolutos del Partido Republicano, donde las voces discrepantes, como Liz Cheney, Mitt Romney y el mismo ex vicepresidente Mike Pence —quien se había negado a seguir a su jefe en su temerario desafío poselectoral— fueron degradadas y marginadas, y que además recuperó la mayoría de la Cámara de Representantes en las legislativas de mitad de mandato en noviembre de 2022. En la carrera para la Presidencia desde su anuncio del 15 de noviembre de 2022, Trump, "más cabreado y más comprometido que nunca", arrolló en las primarias del republicanismo, arrancadas el 15 de enero de 2024, a Nikki Haley, Ron DeSantis, Vivek Ramaswamy y Asa Hutchinson. El 12 marzo se aseguró su nominación al alcanzar los 1.215 delegados, que al concluir el proceso llegaron a los 2.268, el 95,4%. De los 56 caucuses y primarias, Trump únicamente perdió en el Distrito de Columbia y en Vermont. 

El 13 de julio, dos días antes de su proclamación oficial por la Convención Nacional Republicana de Milwaukee y llevando a JD Vance, senador por Ohio, de compañero de fórmula, Trump resultó herido muy leve por los disparos efectuados por un francotirador que, inexplicablemente, había conseguido apostarse con su fusil de repetición en un tejado cercano al escenario donde el ex presidente realizaba un mitin en Butler, Pensilvania. Resultaron muertos el agresor, abatido por el Servicio Secreto, y una persona del público, alcanzada por una de las balas destinadas al orador. Un segundo magnicidio frustrado ocurrió el 15 de septiembre, cuando los agentes del Servicio Secreto detuvieron a un individuo que merodeaba portando un rifle automático en el Trump International Golf Club de West Palm Beach, Florida, donde el ex presidente estaba jugando a su deporte favorito. 

El incidente de Butler en particular, que dejó para la posteridad unas icónicas imágenes de Trump siendo evacuado con sangre en el rostro, puño en alto, gesto vindicativo y la bandera de las barras y estrellas ondeando al fondo, pareció en un primer momento que le había regalado las elecciones al republicano. Mientras, entre los demócratas cundía la desolación por la terca insistencia del octogenario Biden, limitado física y mentalmente (como clamorosamente quedó de manifiesto en el debate televisado del 27 de junio), de seguir adelante con su candidatura reeleccionista. Sin embargo, los sondeos, donde Trump mantenía una ventaja de unos pocos puntos, no cambiaron. Sí lo hicieron a raíz de apearse Biden el 21 de julio y de pasarle el testigo a la vicepresidenta Kamala Harris, quien se puso inmediatamente en cabeza, para perder posiciones después. Trump y Harris entablaron una dura pugna trufada de epítetos gruesos e invocaciones al miedo.

Uno de los rasgos más característicos del trumpismo es su poderosa maquinaria de comunicación, hiperactiva en las redes sociales, las webs y los foros de Internet, pero también en varios medios periodísticos afines o simpatizantes. El movimiento trumpista y su entorno llevan años vertiendo alegatos antisistema, teorías de la conspiración (QAnon, Gran Reemplazo, pucherazo electoral), declaraciones engañosas y bulos palmarios, muchas veces con carga xenófoba o racista. 

Claro que Trump alega que son sus adversarios políticos y mediáticos los que fabrican fake news a montones para perjuicio de la nación, y que él solo cuenta "la verdad". Truth Social fue, precisamente, el nombre elegido para la red social montada en 2022 por su nueva compañía Trump Media & Technology Group (TMTG). Una plataforma para la "voz real de América" a la que en 2024 siguió la readmisión del político en Twitter, ahora X, luego de la expulsión sufrida el 8 de enero de 2021, por decisión de su nuevo dueño, el empresario Elon Musk, en adelante paladín del aspirante republicano. 

En un plano profundo, los planteamientos nacionalistas, populistas e iliberales de Trump tocan de lleno la narrativa posmoderna de que la realidad se construye culturalmente al margen de los hechos y de que la verdad es moldeable al gusto de los deseos y las creencias. En términos prácticos, el trumpismo no solo se ha apropiado del Partido Republicano, que ha visto desvanecerse su propia identidad, sino que también ha asimilado parcialmente o eclipsado a la llamada derecha alternativa (alt-right), la extrema derecha ajena al republicanismo y valedora del identitarismo o nacionalismo blancos, por más que Trump, en ocasiones, haya arremetido duramente contra el extremismo y la violencia de grupos supremacistas como el Ku Klux Klan y los neonazis. 

En cambio, Trump no ha conseguido seducir a la derecha libertaria, defensora del liberalismo total y del achicamiento o supresión del Estado, que desconfía de sus insinuaciones autoritarias y su propensión al culto a la personalidad. Aunque hábil en el exabrupto tosco pero eficaz, nada tiene que ver con la esfera intelectual, por lo que su presencia en las guerras culturales es meramente sobrevenida. Su participación en la batalla más convencional de las ideas políticas tampoco parece consistente, pues los relatos que maneja siempre están expuestos a giros inesperados. Lo que prevalece es su discurso es la emoción y la llaneza, envueltas de abundantes dosis de demagogia y mesianismo. 

Más allá de todo esto, si Trump ya hace tiempo que dejó claro algo es que su movimiento no era un fenómeno pasajero, sino que conectaba con un sentir popular arraigado, que venía para quedarse y para asumir el control de Estados Unidos. Para —así lo ven sus seguidores— librar a pueblo de esos poderes, élites y grupos de presión que, en su arrogancia, con su complejo de superioridad moral, intentan imponer al pueblo una plétora de políticas y valores antiamericanos.

LA PLATAFORMA M.A.G.A. 2024

El catastrofismo y las promesas salvíficas recorren el programa electoral para 2024 de Trump, quien carga contra la "camarada" Kamala Harris poniéndola de "reina de los impuestos", "comunista" y "lunática radical de izquierda". En cuanto a Biden, no es sino "el peor presidente de la historia". En su primer mensaje en Twitter/X, lanzado el 12 de agosto tras tres años de ausencia por veto, el candidato no pudo ser más explícito: "¿Estás mejor ahora que cuando yo era presidente? Nuestra economía está destrozada. Nuestras fronteras han desaparecido. Somos una nación en decadencia ¡Hagamos que el sueño americano sea ASEQUIBLE de nuevo! ¡Hagamos que Estados Unidos sea SEGURO de nuevo! ¡Hagamos que Estados Unidos sea GRANDE de nuevo!", proclamó.

En su manifiesto de 10 capítulos y 20 "promesas de muy rápido cumplimiento", el candidato ofrece "sellar" la frontera con México, "intencionadamente dejada insegura" por Biden y Harris, y "parar la invasión" de unos inmigrantes sin la documentación en regla a los que ha deshumanizado en sus mítines y que para él personifican una "ocupación" de Estados Unidos con intenciones de "conquista". Toca, por tanto, lanzar "la mayor operación de deportaciones en la historia de América" (que alcanzaría no solo los migrantes irregulares, sino también a los "radicales pro-Hamás" en los campus universitarios, revueltos por la guerra de Gaza) y cortar "la epidemia de delitos de los inmigrantes", demoliendo los cárteles extranjeros de las drogas, aplastando la violencia de las pandillas y encerrando a los delincuentes violentos.

Es hora también, propugna el republicano, de: poner fin a la inflación y preservar el dólar como la divisa mundial de reserva; hacer de Estados Unidos "el productor dominante de energía en el mundo, de lejos" (energía que para él descansa en los hidrocarburos fósiles), y cancelar el objetivo, trazado por la Administración Biden, de un 50% de vehículos eléctricos en las ventas de coches nuevos para 2030; acometer "grandes recortes de impuestos" para los trabajadores y los generadores de empleo, que tienen en él a su mejor "protector", y salvaguardar la Seguridad Social y el programa sanitario Medicare de toda merma; defender los derechos constitucionales a la libertad de expresión, la libertad de religión y la tenencia de armas; y cortarles los fondos federales a las escuelas que inculquen "teorías raciales críticas", "ideología radical de género" y "cualquier otro contenido racial, sexual o político inapropiado para nuestros hijos". El 5 de noviembre de 2024 va a ser, anuncia Trump, el "día de la liberación de América".

De puertas al exterior, Trump se presenta como el presidente que "restaurará la paz" en Europa y en Oriente Próximo, aquí siempre del lado de Israel. Si vuelve a la Casa Blanca, la guerra de Ucrania podría terminar "en 24 horas", mágica solución que, da a entrever, pasaría por algún tipo de claudicación de Kyiv frente a Moscú. Trump evoca el escenario de un cese de la vital asistencia militar de Washington al presidente Zelensky, con el que no simpatiza lo más mínimo (todo lo contrario le sucede con Putin), y deja caer que podría hacer caso omiso de la cláusula de asistencia mutua de la OTAN si los aliados europeos no gastan mucho más en la defensa común y en su propia defensa frente a un eventual ataque de Rusia. 

El programa electoral, denominado también Agenda 47, recoge la aplicación de "aranceles básicos" a los bienes fabricados en el extranjero en virtud de unos "justos" intercambios recíprocos, lo que prefigura una vuelta a las guerras comerciales características del Gobierno de 2017-2021. Aunque no lo consigna por escrito, Trump ha mencionado que considera imponer aranceles del 10% a todas las importaciones y de, nada menos, el 60% a los productos comprados a China. Con él, añade Trump, Estados Unidos verá blindadas su protección y su seguridad haciendo de sus Fuerzas Armadas "las más fuertes y poderosas del mundo sin ninguna duda", y dotándose de un "gran escudo defensivo antimisiles-cúpula de hierro". "Paz a través de la fuerza", es otro de sus mantras.

(Texto actualizado hasta 30 octubre 2024).


  BIOGRAFÍA

1. La trayectoria de un magnate paradigma de la opulencia

2. Ambiciones políticas y desembarco populista en la precampaña presidencial republicana de 2015

3. El fenómeno Trump: la nominación impensable de un outsider revisionista

4. Un repertorio de promesas heterodoxas bajo el lema de M.A.G.A

5. Victoria electoral sobre Hillary Clinton en 2016 y llegada a la Casa Blanca

6. Cuatro años de Gobierno (2017-2021)

1. La trayectoria de un magnate paradigma de la opulencia

El célebre y polémico empresario que en 2016 revolucionó la política de Estados Unidos con su candidatura presidencial por el Partido Republicano nació en 1946 en el distrito neoyorkino de Queens, en el hogar de clase adinerada formado por Frederick Trump (1905-1999), hijo de alemanes, y Mary Anne MacLeod (1912-2000), emigrada escocesa. El pequeño Donald John ocupaba el cuarto lugar en una secuencia de cinco hermanos; mayores que él eran Maryanne, Fred y Elizabeth, y dos años menor Robert.

Cuando Fred Trump empezó a alumbrar su progenie a finales de la década de los treinta, ya marchaban viento en popa sus negocios de promoción inmobiliaria y construcción de viviendas y supermercados, herederos directos de la fecunda actividad hostelera desarrollada por su padre tocayo y abuelo de Donald, y que conducía en sociedad con su madre, Elizabeth. El estallido de la Segunda Guerra Mundial acrecentó las ganancias de Fred Trump, que obtuvo varias contratas de la Armada para levantar barracones de marineros y trabajadores de los astilleros de Virginia y Pensilvania. Acabada la contienda, Trump padre entregó al Ejército alojamientos para veteranos de guerra y sus familias, y desde finales de los cuarenta construyó miles de apartamentos baratos en diversas barriadas de Nueva York.

Aunque no era el primogénito, fue Donald el llamado a continuar y expandir el emporio familiar basado en el ladrillo, que él iba a redirigir en parte a los usos recreativos y turísticos, mercados en los que ya había incursionado su abuelo alemán hasta su fallecimiento en 1918, 33 años después de emigrar desde Bremen con su nombre vernáculo de Friedrich Drumpf. El joven, que vivía en una elegante casa de dos plantas de estilo neo-tudor en Jamaica Estates, selecto barrio residencial de Queens, se educó en la Kew-Forest School, colegio privado para chicos de familias de alto poder adquisitivo y que tuvo que abandonar a los 13 años debido, parece ser, a su mal comportamiento. Se supone que para disciplinarle, sus padres le matricularon en la New York Military Academy (NYMA), un centro de ambiente cuartelero donde los estudiantes pasaban largas horas haciendo instrucción y desfilando de uniforme.

Una vez terminada la secundaria en la NYMA, Trump comenzó a tomar clases en la Universidad Fordham del Bronx, pero a los dos años se mudó a las aulas de la Wharton School of Finance and Commerce de la Universidad de Pensilvania, la cual ofrecía unos estudios de Economía inmobiliaria que respondían exactamente a la formación práctica perseguida por el joven. Entre prórrogas por estudios y una descalificación para el servicio de armas por prescripción médica, Trump consiguió eludir un reclutamiento que habría podido terminar en los frentes de la Guerra de Vietnam. En 1968 recibió el título de Bachelor's Degree in Economics y se zambulló plenamente en la actividad corporativa de la firma de la familia, Elizabeth Trump & Son, donde ya llevaba un tiempo participando en diversas operaciones y negocios.

Con 22 años, Trump fue contratado formalmente por su progenitor para desempeñar funciones ejecutivas en la compañía Trump Management. En 1971 se instaló en Manhattan y puso en marcha una impresionante secuencia de proyectos inmobiliarios de éxito que multiplicaron sus beneficios en mitad de la fiebre constructora neoyorkina de las décadas de los setenta y los ochenta, aunque, junto con su padre, también se vio envuelto en tempranas controversias, como la denuncia judicial presentada contra la corporación familiar en 1973 por violar la normativa federal sobre venta y alquiler justos de vivienda al haber rechazado Elizabeth Trump & Son a inquilinos negros. Audaz y narcisista, Trump se hizo multimillonario por méritos propios y comenzó a invertir en negocios ajenos al mercado inmobiliario, como la producción de espectáculos teatrales en Broadway.

La historia singular del hombre-compañía con un pie en la industria del showbiz, capaz de mercantilizar su propia persona hasta lo paródico mientras hacía ostentación del lujo más desbordante, arranca oficialmente en 1974, momento en que relevó a su padre Fred —el cual iba a fallecer un cuarto de siglo más tarde víctima de una neumonía y de la enfermedad de Alzheimer— como presidente ejecutivo de un conglomerado que ya entonces aglutinaba más de 60 compañías y sociedades. 

En 1977 Trump contrajo matrimonio con la checoslovaca Ivana Zelnícková, una antigua esquiadora olímpica que luego había sido contratada por varias firmas de la industria peletera canadiense. La pareja iba a tener hasta 1984 tres retoños, Donald júnior, Ivanka y Eric. En 1980, meses antes de fallecer uno de los hermanos mayores del empresario, Fred Trump, por complicaciones de su adicción al alcohol, Elizabeth Trump & Son pasó a denominarse The Trump Organization. En su seno, Ivana Trump, naturalizada estadounidense en 1988, se aseguró un cargo ejecutivo como vicepresidenta del área corporativa dedicada al diseño de interiores, si bien luego su marido la puso al frente de varios proyectos de renovación hotelera y la gestión de casinos.

En la década que siguió, Trump (apellido que no es más que la forma anglizada del alemán drumpf, término que, como su equivalente en inglés, alude a la carta del triunfo de una baraja de naipes) y su esposa se hicieron un hueco más que notorio en la vida social de Estados Unidos y en las portadas de las revistas. Su emporio de la construcción enriqueció los skylines de Nueva York y otras ciudades de Estados Unidos con decenas de rascacielos revestidos de fachadas de muro cortina, como mandaban los cánones del estilo internacional y el movimiento arquitectónico moderno, que destinaba a oficinas, comercios o apartamentos de alta gama, y sembró su estado natal de enormes complejos residenciales. 

El edificio más emblemático era la Trump Tower, un rascacielos de uso mixto inaugurado en 1983 en el 725 de la Quinta Avenida, en la zona de Midtown Manhattan, para alojar la sede corporativa de la Trump Organization. De 203 metros de altura, 58 plantas y un diseño cúbico en cascada enteramente acristalado con paneles oscuros de reflejos broncíneos, la Trump Tower costó a su dueño más de 200 millones de dólares, pero el magnate no escatimó gastos porque quería hacer de este edificio sofisticado el símbolo de su poder empresarial, además de convertirlo en la residencia principal de él y su familia.

La Personal Residence Trump Tower quedó configurada como un ático tríplex de 3.000 m² repartidos en decenas de habitaciones suntuosamente amuebladas y decoradas, creando un espacio tan recargado como insuperablemente kitsch, si bien el mármol, el cristal de roca y el oro de 24 quilates desparramados por suelos, paredes, techos, lámparas y mesillas de imitación versallesca eran auténticos. Cuando no residían en las tres últimas plantas de este imponente monolito vítreo, Trump y los suyos podían solazarse en Mar-a-Lago, una mansión de 116 habitaciones rodeada de 10.000 m² de terreno en Palm Beach, Florida, y posteriormente transformada en club privado para socios capaces de pagar cuotas anuales de 150.000 dólares, o bien en su palacete campestre de estilo inglés Seven Springs enclavado en Bedford, Nueva York.

A lo largo de los años ochenta, el frenesí promotor e inversor de Trump, quien en esta época aún no lucía su característico flequillo-tupé teñido de rubio pajizo, tomó al asalto los sectores hotelero y de los casinos. La Trump Organization, que en 1995 iba a poner en marcha la subsidiaria Trump Hotels & Casino Resorts para administrar este tipo de negocios, a la larga fuente de muchos sinsabores para el empresario, adquirió para su reforma o construyó de cero varios grandes inmuebles destinados a usos vacacionales y recreativos. La base de operaciones fue el centro del juego de Atlantic City, en Nueva Jersey, donde abrieron sus puertas entre otros los hoteles-casino Trump Plaza y Trump Taj Mahal, este último publicitado como el casino más grande del mundo, título en disputa con el Riviera de Las Vegas.

Los estadios de fútbol americano, las aerolíneas, los viñedos, las ventas al por menor de un amplísimo catálogo de bienes de consumo y los campos de golf atrajeron también los montones de fajos de dólares de Trump, que el empresario ponía sobre la mesa sin pestañear. La nota más extravagante, y cautivadora para el público, de las propiedades de Trump la ponía su flota de jets, helicópteros, yates y coches deportivos provistos de mobiliarios a los que no les faltaban los apliques de oro y que, por supuesto, estaban personalizados con el nombre del dueño, pintado con grandes letras en fuselajes y cascos. La palma se la llevaban un Boeing 727 acondicionado como una vivienda particular con todos sus servicios y accesorios, sin faltar ninguna comodidad, y un Sikorsky S-76 cuya carlinga consistía en un inverosímil living room.

El ojo de Trump para los buenos negocios, muchos de ellos apoyados en complejas sociedades capitalistas con otros accionistas e inversores, no siempre era de águila. Al comenzar la década de los noventa, tras años codeándose con la farándula de Hollywood —en cuyo célebre Paseo de la Fama iba a conseguir la codiciada estrella de cinco puntas, en su caso por sus contribuciones a la industria televisiva, en 2007— y con el matrimonio Reagan, el magnate vio peligrar seriamente su imperio por una aglomeración de problemas financieros. Muy sensible a la crisis en que cayó la economía estadounidense tras la guerra del Golfo en 1991, el errático negocio de los casinos y los hoteles afrontó sus primeras quiebras y reestructuraciones de deuda, de las varias que iban a sucederse hasta la misma víspera del destape de la precandidatura presidencial en 2015.

Trump, tildado de personaje desenfrenado y derrochador por más que, tratándose de un protestante presbiteriano confeso, él asegurara no tomar drogas, fumar o beber una gota de alcohol, tuvo que cancelar proyectos, liquidar operaciones, ceder participaciones y desprenderse de no pocas propiedades. La venta de activos y el reembolso de inversiones le permitió saldar la mayoría de sus deudas con los bancos y demás acreedores, que le otorgaron privilegiadas condiciones de pago, pero de todas maneras perdió cientos de millones de dólares.

En 1989 la revista Forbes adjudicaba a Trump una riqueza de 1.700 millones de dólares, que hacía de él el decimonoveno particular más adinerado de Estados Unidos. 27 años después, la publicación seguía recogiendo a Trump en su lista de milmillonarios, pero en una remota 113ª posición entre los de nacionalidad estadounidense; en todo el planeta, su lugar en el ranking era el 324º (justo el año anterior este había sido el 405º). 

De acuerdo con Forbes, en 2016 Trump encaraba su aventura política presidencial con un patrimonio neto de 4.500 millones de dólares, pálido reflejo del capital atesorado por los primeros de la lista, Bill Gates (75.000 millones) y Warren Buffett (64.800 millones). Sin embargo, él insistía en que tenía más de 10.000 millones. Bloomberg discrepaba aún más y rebajaba las posesiones del potentado multisectorial a los 2.900 millones. En otras palabras, Trump, tras un sinfín de contratiempos, había visto crecer su riqueza ciertamente, pero a un ritmo mucho menor que decenas de otros paisanos cresos, muchos de los cuales no habían empezado a serlo cuando él ya alardeaba de dicha condición.

A la mala racha mercantil encajada por Trump desde 1990 se le sumó el naufragio de su matrimonio con Ivana, provocado, según la prensa sensacionalista que seguía con avidez las peripecias de la glamurosa pareja, por la relación extraconyugal iniciada por él con la actriz Marla Maples, que Trump no se había molestado en ocultar. En 1991 Donald e Ivana iniciaron el proceso de divorcio y, como era de esperar, a través de sus abogados, se enzarzaron en una arisca batalla judicial por los derechos sobre la fortuna de la Trump Organization, a parte de la cual ella, esgrimiendo su contrato prenupcial y sus años de trabajo como ejecutiva del holding, exigía tener acceso. En 1992 Ivana Trump volvió a ser una mujer soltera con una fracción de las posesiones de su ex marido puesta a su nombre y siguió gozando de una gran repercusión pública como empresaria, diseñadora de moda y joyas, escritora de novelas y socialité.

En 1993 la prensa rosa y los programas de chismorreos volvieron a hacer su agosto con las segundas nupcias de Trump, que llevó a Marla Maples a un improvisado altar en uno de sus hoteles de Nueva York, el Plaza. A la ceremonia asistieron un millar largo de invitados, sin faltar varias celebridades del mundo del espectáculo. En octubre, dos meses antes de casarse, Maples había alumbrado de Trump una hija, Tiffany. Tampoco este matrimonio del magnate prosperó y en mayo de 1997 llegó la separación. En junio de 1999 Trump y Maples firmaron los papeles del divorcio. 

Para entonces, él ya llevaba varios meses saliendo con la modelo eslovena Melania Knauss, a la que llevaba 24 años. En abril de 2004 Trump y Knauss se comprometieron formalmente y el 22 de enero de 2005 se casaron en una iglesia episcopaliana de Palm Beach. Tras la ceremonia religiosa, los invitados, entre los que estaba el matrimonio Clinton, fueron agasajados en Mar-a-Lago. En marzo de 2006 Melania dio a luz al quinto vástago de Trump, un niño al que sus padres llamaron Barron William.

Las fortunas empresariales de Trump, que se embolsaba millones simplemente por los derechos de explotación de su apellido-logotipo licenciado como marca comercial, cuyo mero estampado en un producto disparaba su precio de venta al público, enderezaron el rumbo y volvieron a despegar a mediados de los noventa, coincidiendo con la etapa de fuerte crecimiento de la economía norteamericana. Trump se afanó en reparar los daños causados a su vasto dominio inmobiliario, y al despuntar el siglo XXI una nueva avalancha de hormigón y cristal con su firma impresa se extendió por Nueva York y otras ciudades de Estados Unidos y el extranjero. Sin salir de Manhattan, entre los rascacielos erigidos ahora estuvieron la Trump World Tower, que con sus 72 plantas fue durante un tiempo el edificio de apartamentos más alto del mundo, y los del complejo Riverside South.

Ahora bien, no faltaron ni los fiascos constructores (como la erección en Chicago de un rascacielos llamado a ser el más elevado del planeta, obra que los atentados del 11-S obligaron a revocar y a la que suplió la más modesta, aunque de todas maneras majestuosa, Trump Tower Chicago, también conocida como la Trump International Hotel and Tower), ni las polémicas que varios de estos proyectos, acogidos a la fórmula de los condominios hotelero-residenciales, suscitaban en consistorios y comunidades de vecinos.

Paralelamente, la legión de abogados que trabajaba para Trump despachaba un río interminable de demandas, pleitos y litigios comerciales, algunos partidos de su cliente y otros presentados por terceros en su contra. Al parecer, a Trump no le resultaba fastidioso todo este bullicio en los juzgados y que contribuía a mantenerle en el candelero; al contrario, tal como sugerían sus salidas desafiantes y bravuconas, en estos líos parecía encontrarse en su salsa.

Por otro lado, ya en los ochenta Trump empezó a aparecer en gran número de series, shows y especiales de la televisión, e incluso en algunas películas. Por lo general, figuraba en los créditos como él mismo, pero también interpretaba a personajes en papeles de reparto, o bien realizaba cameos y se dejaba ver como extra de lujo. Las veces en que el empresario se exhibía caracterizado y con unas líneas de diálogo en una trama argumental, la crítica coincidía en destacar que como actor era pésimo. Por cierto, su filme favorito era Ciudadano Kane. Gran aficionado al mundo del wrestling, se apuntaba asimismo a presentar espectáculos de lucha libre americana, algunos celebrados en sus casinos de Atlantic City y en los que daba rienda suelta a su histrionismo, para regocijo de la concurrencia.

A partir de 2001, Trump le cogió gusto a la producción televisiva y a la organización de galas para la pequeña pantalla como las de Miss Universo y otros concursos de belleza. En 2004 comenzó a producir y a conducir personalmente ante las cámaras, desplegando sus teatrales ceño fruncido, labios apretados y aire altanero, The Apprentice, un lucrativo reality show, devenido franquicia internacional, en el que jóvenes talentos aspirantes a empresarios de postín medían sus habilidades para los negocios en la clásica competición con eliminatorias: el ganador conseguía un puesto de dirección en la Trump Organization con un contrato anual y un salario de 250.000 dólares, mientras que los perdedores eran despedidos sin contemplaciones por un severo Trump con el latiguillo, que se hizo inmensamente popular, de "you're fired!".

Otra faceta destacada de Trump era la de escritor de libros, en los que desvelaba a los lectores sus claves y secretos para triunfar en la jungla de los negocios, sobreponerse a los reveses que pudieran producirse y convertirse en multimillonario contra viento y marea, en la mejor tradición capitalista del American dream. Los libros con los títulos más explícitos y atractivos fueron verdaderos superventasThe Art of the Deal, publicado en 1987, escrito conjuntamente con el periodista Tony Schwartz y ensalzado por su autor como su "segundo libro favorito después de la Biblia", y Trump: How to Get Rich, de 2004, junto con Meredith McIver.

La extensa y egocéntrica bibliografía de Trump, mezcla de biografía autolaudatoria y de catálogo práctico de "buenos consejos" para hacerse rico, incluía estos otros títulos: Trump: Surviving at the Top (1990); Trump: The Art of Survival (1991); Trump: The Art of the Comeback (1997); The Way to the Top: The Best Business Advice I Ever Received (2004); Trump: Think Like a Billionaire: Everything You Need to Know About Success, Real Estate and Life (2004); Trump: The Best Golf Advice I Ever Received (2005); Why We Want You to Be Rich: Two Men, One Message (2006); Trump 101: The Way to Success (2006); Think Big and Kick Ass in Business and Life (2007); Trump: The Best Real Estate Advice I Ever Received: 100 Top Experts Share Their Strategies (2007); Think Big: Make It Happen in Business and Life (2008); Trump Never Give Up: How I Turned My Biggest Challenges into Success (2008); Think Like a Champion: An Informal Education in Business and Life (2009); y Midas Touch: Why Some Entrepreneurs Get Rich and Why Most Don't (2011).

Más adelante, con motivo de su apuesta presidencial de 2015-2016, Trump iba a colocar en los escaparates los panfletos Time to Get Tough: Make America Great Again! (reimpresión de un texto publicado en 2011), Crippled America: How to Make America Great Again (reeditado al cabo de unos meses con el título de Great Again: How to Fix Our Crippled America) y Trump for President: Why We Need a Leader, Not a Politician. Más allá de las menciones en las portadas de la mayoría de estos libros a otras personas en calidad de coautores o colaboradores, la crítica literaria convino en que Trump, en realidad, no era el autor material de sus libros, sino que contrataba a otros para que se los escribieran con el contenido que él les proporcionaba. Dichos "coautores" a veces eran citados en los créditos y otras veces no.

En 2005 abrió sus puertas la Trump University, una entidad formativa con afán de lucro que ofrecía cursos a personas deseosas de convertirse en marchantes inmobiliarios y gestores de fondos. Últimamente denominada la Trump Entrepreneur Initiative ante las reiteradas advertencias a Trump por las autoridades de que emplear el pomposo nombre de universidad para su negocio lectivo era ilícito, la sociedad no tardó en quedar enfangada en las demandas interpuestas por varios alumnos que se sentían estafados. En 2010 la Trump Entrepreneur Initiative dejó de operar, aunque los pleitos no cesaron. En 2013 fue el estado de Nueva York el que presentó contra Trump una demanda civil por valor de 40 millones de dólares sobre la base de unos supuestos de publicidad engañosa y fraude al consumidor, desde el momento en que la "Universidad" montada por el magnate emitía sus títulos académicos sin licencia educativa alguna.

En 2015, 35 años después de su registro con este nombre, la Trump Organization era un holding sumamente diversificado con más de 500 compañías subsidiarias que empleaban a 22.000 personas y se dedicaban a una amplísima variedad de negocios. Los tres hijos mayores, Donald, Ivanka y Eric, asistían a su padre como vicepresidentes ejecutivos del conglomerado. Además, fuera del grupo operaban más de 300 empresas que comercializaban el nombre Trump y que pagaban a su dueño los correspondientes royalties.

Los principales capítulos de facturación de la Trump Organization seguían siendo la construcción, la promoción inmobiliaria, el comercio electrónico y al por menor, y, el más conocido de todos, el del entretenimiento y la hostelería, si bien Trump seguía teniendo aquí una fuente constante de frustraciones: en 2014, al hilo de una cuarta declaración de quiebra, Trump Entertainment Resorts (denominación de Trump Hotels & Casino Resorts desde 2004) tuvo que echar el cierre al Trump Plaza y abrir una reestructuración del capital societario que para el dueño fundador supuso reducir su cuota participativa a solo una décima parte. En febrero de 2016, por último, el empresario, necesitado de liquidez para financiar su campaña presidencial, optó por vender sus últimas participaciones en los casinos de Atlantic City, donde ya solo seguía funcionando el Taj Mahal, al inversionista Carl Icahn, uno de los más voraces tiburones de Wall Street.

2. Ambiciones políticas y desembarco populista en la precampaña presidencial republicana de 2015

Más allá de sus ajetreos empresariales, los episodios de su vida sentimental publicitados como culebrón y los aspectos frívolos y controvertidos que su persona generaba sin cesar, Trump era también un hombre con inquietudes políticas, si bien estas tardaron bastante tiempo en adquirir un contorno nítido tanto en las intenciones como en la ideología (y en este segundo apartado, incluso entonces), más allá de su archisabida fe en la más absoluta libertad de mercado con igualdad real de oportunidades, de manera que los individuos pudieran ser capaces de hacer dinero y triunfar en la vida valiéndose únicamente de sus conocimientos, sus habilidades o su ingenio.

Trump presentaba la vida como una carrera de obstáculos, una competición en la que solo los perseverantes y los listos llegarían a la meta y saborearían el éxito material. Este concepto, que evocaba el darwinismo social —o, más bien, un darwinismo de tipo económico, pues él no se mostraba partidario de privatizar o de meter la tijera en los programas de asistencia médica federales Medicare y Medicaid, como propugnaban algunos republicanos de derecha dura—, era el mensaje cardinal de sus libros, en los que el autor, naturalmente, se presentaba como ejemplo y modelo a seguir.

Trump fue un admirador confeso de Ronald Reagan y sus recetas económicas liberales, inspiradas en las teorías de la Escuela de Chicago y los partidarios de la economía de la oferta (supply-side), de reducción del gasto público, bajada de los impuestos, desregulación y control de la masa monetaria para combatir la inflación. En 1987 se afilió al Partido Republicano y este vínculo se prolongó hasta 1999. Aquel año, comunicó su adhesión al Partido de la Reforma de Estados Unidos, la plataforma populista, antilibre comercio y liberal conservadora que animaba Ross Perot, el empresario que en 1992 y 1996, con más que estimables resultados (el 19% de los votos en la primera ocasión y el 8% en la segunda), había intentado quebrar la hegemonía multisecular de republicanos y demócratas en las elecciones presidenciales.

A caballo entre 1999 y 2000, y a diferencia de la primera vez, en 1988, cuando tan solo sugirió la idea, Trump se tomó en serio la aspiración presidencial y sondeó sus posibilidades de nominación por cuenta del Partido de la Reforma. En febrero de 2000, tras constatar que no gozaba de respaldos suficientes, decidió retirarse de la campaña de unas primarias reformistas en la que de todas maneras su precandidatura fue votada, y con resultados ampliamente victoriosos, en dos estados, Michigan y California. 

Al final, el candidato reformista para las elecciones de 2000 fue el ultraconservador y tránsfuga republicano Pat Buchanan, quien luego, en noviembre, sucumbió estrepitosamente con el 0,4% de los votos, quedando cuarto por detrás del republicano George Bush, el demócrata Al Gore y el verde Ralph Nader. De esta experiencia quedó como fruto el libro The America We Deserve, el primer ensayo de corte político escrito por Trump, donde, a modo de manifiesto electoral, el empresario, lejos de tirar del argumentario tradicional de la derecha, expresaba sus preferencias por el comercio justo, la eliminación de la deuda pública federal y la universalización del seguro médico.

En 2001, coincidiendo con la marcha de Bill Clinton de la Casa Blanca y la entrada en la misma de Bush, Trump decidió hacerse miembro del Partido Demócrata, más que nada para subrayar su distancia del ex gobernador de Texas, quien no le inspiraba la menor simpatía. En 2004 volvió a airear su interés en postularse a presidente, en 2006 dejó caer la especie de que podría presentarse a gobernador de Nueva York y en 2009 cambió de nuevo de parecer y regresó al redil republicano, a tiempo para expresar su apoyo a la candidatura presidencial de John McCain, quien más tarde perdió la partida frente al demócrata Barack Obama.

A Trump, la presidencia de Clinton le había sabido a poco y la de Bush, lisa y llanamente, no le había gustado nada (en 2008 había llegado a decir que Bush merecía ser destituido por haber lanzado la invasión de Irak), pero los sentimientos que le producía Obama, a tenor de sus comentarios, eran de animadversión. Muy pronto se apuntó al debate malicioso atizado por círculos derechistas que ponía en cuestión el relato oficial sobre los antecedentes personales, el lugar de nacimiento y hasta la fe religiosa del "arrogante" Obama, hijo de kenyano musulmán. En febrero de 2012 el magnate pidió el voto para el precandidato republicano Mitt Romney porque le parecía el hombre capaz de acabar con "las cosas malas que le están sucediendo a este país que todos amamos".

El apoyo de Trump a Romney para torpedear la tentativa reeleccionista de Obama se produjo cuando el empresario volvía estar en la boca de todos por sus ambiciones presidenciales de cara a las elecciones de noviembre de 2012. De hecho, el interesado había hecho algunas especulaciones al respecto, hasta que en mayo de 2011 dejó claro que no emprendería tal aventura. Con todo, varios sondeos de valoración de líderes siguieron teniendo en cuenta a Trump como potencial competidor en las primarias republicanas y el público preguntado le otorgó unos altos porcentajes de aprobación. 

Algunos comentaristas señalaron entonces que las sugerencias por Trump hasta 2011 de que podría entrar en la carrera de los republicanos no eran genuinas y que este tan solo buscaba autobombo comercial, encarecer la marca Trump, y mejorar aún más los índices de audiencia de su exitoso reality showThe Apprentice, que ya iba por su undécima temporada bajo la denominación oficial de The Celebrity Apprentice y con un formato modificado.

Terminara o no de dar el salto en la siguiente ocasión, con vistas a las elecciones presidenciales de 2016, lo que sí parecía seguro de Trump era que libraría la batalla de la nominación por sí mismo y confiando en sus exclusivas fuerzas, no como el factótum o el precandidato prefabricado de algún grupo de poder, que era la condición que podía achacársele a Bush hijo en 2000. Es decir, él iría por libre, como siempre había hecho en sus singladuras empresariales, por más que reclamara la adhesión de los distintos sectores del republicanismo.

En apariencia, Trump ni siquiera trazó una estrategia para seducir a las huestes del Tea Party, el poderoso movimiento radical surgido de las bases republicanas que vociferaba un populismo de derechas con acentos libertarios y que era extremadamente hostil a la Administración Obama a causa de sus políticas de estímulo fiscal de una economía herida por la Gran Recesión y de su ley para garantizar la cobertura universal del seguro médico, al igual que presionaba con agresividad al establishment del partido para que endureciera su oposición en el Congreso y trabajara por la bajada de los impuestos y la reducción del Estado federal. 

Trump podía estar de acuerdo con algunos planteamientos del Tea Party y de sectores tradicionales del republicanismo, pero en otros temas la discrepancia era clara. En realidad, Trump, aquí un completo neófito que no tenía la menor experiencia en asuntos de representación política o de administración pública, aún tenía que construir un discurso hilvanado y coherente sobre cuál era su visión de América y de los problemas que aquejaban a la nación.

A finales de 2013 Trump desmintió el rumor de que se preparaba para concurrir a las elecciones del año siguiente a gobernador de Nueva York y enfrentarse al demócrata Andrew Cuomo. 2014 transcurrió sin noticias sobre posibles maniobras políticas del empresario en la trastienda. El 18 de marzo de 2015, finalmente, semanas después de confirmar la cadena NBC que The Apprentice estrenaría su decimoquinta temporada, el magnate dio el paso de anunciar la formación de un comité exploratorio de sus posibilidades proselitistas en la precampaña republicana para las elecciones presidenciales de 2016, las cuales iban a marcar el final de los ocho años de mandato de Obama. 

"Amo mucho a este país, pero este país tiene un serio problema. Hemos perdido el respeto del mundo entero. Los americanos merecen algo mejor de lo que les dan sus políticos, que solo hablan y no actúan", manifestó el declarante, que añadía: "Nuestra tasa real de desempleo es sorprendentemente alta, mientras que nuestra base manufacturera se erosiona de día en día. Tenemos que reconstruir las infraestructuras, controlar las fronteras, apoyar el control local de la educación, reforzar la capacidad del Ejército, cuidar a los veteranos y hacer que los americanos vuelvan a trabajar".

El comité exploratorio, a diferencia del sondeo realizado en 2011, arrojó conclusiones positivas y el 16 de junio de 2015, desde la Trump Tower, el empresario lanzó su precandidatura presidencial por el Partido Republicano. "Vamos a hacer de este un país grande de nuevo", aseguró el orador varias veces a lo largo de su alocución, enfatizando una aserción tomada prestada del Ronald Reagan de 1980 y convertida desde ya en el eslogan de su campaña. 

En su agresivo discurso-manifiesto, Trump trazó un diagnóstico catastrofista de la situación de Estados Unidos, dejó clara su postura radicalmente beligerante en una serie de temas y desveló, aunque burda y superficialmente, las que serían sus políticas doméstica y exterior, todo ello exponiéndolo con un tono descarnadamente populista, empleando un estilo entre publicitario y coloquial, y saltando anárquicamente de un tema a otro. En su perorata, desestructurada hasta parecer improvisada, no había ni rastro de la repetitiva retórica moderada de los representantes del establishment, con sus apelaciones a tender puentes y a la armonía. La corrección política y las palabras aleccionadoras o para la motivación brillaban por su ausencia.

El fresco que de los Estados Unidos de 2016 pintaba Trump era tétrico: "Muestro país pasa por serios problemas. Ya no tenemos victorias (...) Nuestro producto interior bruto está por debajo de cero (...) El desempleo real anda entre el 18% y el 20%, y puede llegar incluso al 21%, no creáis lo del 5,6% (...) Nuestros enemigos se hacen cada día más fuertes, mientras que como país somos cada vez más débiles. Ni siquiera el arsenal nuclear funciona (...) Tenemos un desastre llamado la gran mentira: el Obamacare (...) Tenemos una deuda de 18 billones de dólares (...) pronto estaremos en los 20 billones. De acuerdo con los economistas, podría alcanzar los 24 billones, y ese es el punto de no retorno, (...) entonces nos convertiremos en Grecia (...) Cuidáos de la burbuja [financiera], porque lo que vísteis en el pasado podrían ser patatitas comparado con lo que venga. Así que tened cuidado, mucho cuidado".

Sin embargo, aquí estaba él, el candidato Trump, para corregir tamaños descarríos: "Lamentablemente, el sueño americano está muerto. Pero si soy elegido presidente, lo recuperaré más grande, mejor y más fuerte de lo que nunca fue antes", prometió. Además, el sería "el más grande presidente del empleo que Dios ha creado. Os lo aseguro". Y por si hubiera todavía alguna duda sobre su idoneidad para el cargo de presidente: "Nuestro país necesita un gran líder de verdad. Un líder que escribió The Art of the Deal", aseveró.

Por otro lado, Trump nombró una serie de países en términos francamente negativos. Arremetió contra China, Japón y México por practicar el "dumping" comercial contra Estados Unidos y "quedarse con nuestros empleos". China, directamente, estaba "matando" a América con su moneda deliberadamente devaluada, que espoleaba las exportaciones a Estados Unidos y desequilibrando a su favor la balanza comercial, mientras que México, que de "país amigo" no tenía nada, "se reía" de Estados Unidos en la misma frontera, a través de la cual mandaba "gente con un montón de problemas", "violadores" y otros que traían "drogas" y "criminalidad". 

Si él llegaba a la Casa Blanca, mandaría construir "un gran muro" a lo largo del borde meridional, 3.145 km de los que más de la mitad correspondían al río Grande, para bloquear herméticamente la inmigración ilegal. Ahora bien, y este hecho chocante iba a ser resaltado por los detractores del precandidato en los meses que había por delante, resultaba que la gran mayoría de las merchandise comerciales y publicitarias con la marca Trump, desde gorras, camisetas y corbatas hasta cristalería y muebles de refinado diseño, lucían en sus etiquetados las marcas de fabricación Made in China o Made in Mexico, entre otros países extranjeros de procedencia.

De igual manera, Trump, siguió desgranando en su discurso, impediría que Irán, potencia regional que estaba "tomando el control" sobre Irak (cuya invasión y ocupación en 2003, tan costosísimas en vidas y dinero, no habían servido "para nada"), se hiciera "con armas nucleares". En cuanto al ISIS, "nadie sería más duro" con el terrorismo yihadista que él. "Amo a los militares y quiero disponer del Ejército más fuerte que hayamos tenido jamás, pues lo necesitamos ahora más que nunca", fue su contundente comentario sobre el capítulo de la seguridad y la defensa.

No olvidó Trump recordar que él era un hombre "realmente rico", con un patrimonio neto de "10.000 millones de dólares". Semejante capital, garantizó, le eximía de acudir a los préstamos para financiar su campaña presidencial. La misma sería autofinanciada al completo, y cualquier oferta de fondos por parte de donantes y lobbistas sería rechazada. Los mismos donantes, lobbistas y otros grupos de intereses, proseguía Trump, que tenían a los políticos bajo "pleno control". Y los mismos políticos y responsables gubernamentales que no tenían "ni idea" y que demostraban ser unos "perdedores", unos individuos "moralmente corruptos" y unos "malos negociadores", a la cabeza de los cuales estaba el presidente Obama, toda una "fuerza negativa".

3. El fenómeno Trump: la nominación impensable de un outsider revisionista

Simplemente los crudos comentarios vertidos sobre México pusieron a Trump en el ojo de un huracán de críticas y reacciones negativas, compartidas por demócratas y republicanos. En el país aludido cundió la indignación, y los medios de comunicación mundiales pusieron su foco en el precandidato que se jactaba de outsider, jugaba sin rebozo con la antipolítica y echaba sus redes en el río de frustración popular que recorría Estados Unidos. 

El magnate del flequillo dorado e imposible empezaba su carrera a la Casa Blanca pisando a fondo el pedal de la provocación, el exabrupto y la demagogia amparándose en el patriotismo, y suscitando dictámenes sobre que, con estas maneras gratuitamente ofensivas, que dejaban traslucir sentimientos racistas o xenófobos, no era digno de presentarse a las primarias republicanas. Pero, al mismo tiempo, Trump arrancaba frenéticos aplausos en las bases del partido. Muy pronto se comprobó que a muchísimos votantes republicanos el discurso corrosivo, las declaraciones explosivas, el gesto autoritario y las maneras ególatras de magnate les encandilaban.

Ahora, Trump tenía por delante una liza que comenzaría oficialmente el 1 de febrero de 2016 y en la que iba a competir con nada menos que otros 16 aspirantes republicanos (de hecho, se trataba de la elección primaria más nutrida, de cualquier formación, en la historia de Estados Unidos), entre los que estaba la flor y la nata del partido, unos profesionales de la política curtidos en el oficio y recostados en sólidas bases de representación territorial.

Los más conocidos eran el senador por Texas Ted Cruz, el senador por Florida Marco Rubio, el senador por Kentucky —y, como los dos anteriores, vinculado al Tea Party— Rand Paul, el ex gobernador de Florida Jeb Bush, el gobernador de Nueva Jersey Chris Christie, el ex senador por Pensilvania Rick Santorum, el ex gobernador de Nueva York George Pataki, el ex gobernador de Texas Rick Perry y el ex gobernador de Arkansas Mike Huckabee. También pugnaban otros seis senadores y gobernadores, en activo o antiguos: Jim Gilmore de Virginia, Lindsey Graham de Carolina del Sur, Bobby Jindal de Luisiana, John Kasich de Ohio y Scott Walker de Wisconsin. La lista la completaban dos particulares que, al igual que Trump, carecían de experiencia política: la empresaria californiana Carly Fiorina, antigua consejera delegada de Hewlett-Packard, y el neurocirujano y escritor Ben Carson, quien, por cierto, era el único afroamericano.

Ahora mismo, y aún en el momento de sonar, siete meses y medio después, la detonación de salida para disputar el rosario de primarias y caucus en los 50 estados de la Unión, el Distrito de Columbia, Puerto Rico y otros cuatro territorios del Caribe y el Pacífico, el potentado inmobiliario era visto como un aspirante poco menos que circense que podía hacer mucho ruido y hasta apuntarse algunas victorias parciales, pero que, irremisiblemente, terminaría desinflándose por la vacuidad de su discurso, para quedar noqueado a los pies de un competidor más solvente.

A Trump no se le tomaba en serio y, por ejemplo, el 17 de junio de 2015 el tabloide New York Daily News abrió su portada con una foto de Trump manipulada bajo el titular "El payaso se presenta a presidente". Nadie se percataba de que el empresario acababa de hacer una irrupción llamada a convertirse en una auténtica toma del Grand Old Party (GOP) al asalto, seguida de una marcha triunfal, rebosante de palabras gruesas, golpes abrasivos y groseras muestras de mala educación (como cuando se mofó, llamándole "pobre diablo" y meneando los brazos, de un periodista discapacitado del New York Times en noviembre de 2015), hacia la conquista de los delegados necesarios para conseguir la nominación por la Convención Nacional Republicana (CNR) que tendría lugar en julio de 2016.

Antes de inaugurar los clásicos caucus de Iowa la secuencia de primarias el primero de febrero de 2016, cinco precandidatos, Pataki, Graham, Perry, Walker y Jindal, decidieron apearse de la contienda. En su primer examen en un estado, Trump, quien ya contaba con los parabienes de la popular ex gobernadora de Alaska Sarah Palin —el Tea Party, como movimiento, no dio ese paso—, aunque no tanto como para aceptar ser su compañera de fórmula para la Vicepresidencia, y resonando aún los ecos de lo dicho el 24 de enero, sobre que "podría pararme en mitad de la Quinta Avenida y disparar a alguien y no perdería a ningún votante", quedó segundo por detrás de Cruz y anotó en su cuenta sus primeros siete delegados. 

Irritado por no haber dado la campanada a las primeras de cambio, el empresario acusó a Cruz de "robo" y reclamó la repetición de las votaciones o bien su anulación El proceso celebrado en Iowa empujó a arrojar la toalla a Santorum, Paul y Huckabee. Desde el principio quedó claro que las primarias republicanas iban a ser una batalla de tres hombres, Trump, Cruz ("un mentiroso", según el empresario) y Rubio ("un farsante"), y más concretamente de los dos primeros.

A continuación tuvo lugar la primaria de New Hampshire, que Trump ganó. Abandonaron la carrera entonces Gilmore, Fiorina y Christie; este último, además, pasó a apoyar a Trump, al igual que la poderosa Asociación Nacional del Rifle (NRA) y que el ex "gran mago" del Ku Klux Klan David Duke. El 20 de febrero tocó la primaria de Carolina del Sur y Trump, en un golpe de mano que dejó estupefacto al Partido Republicano, se llevó los 50 delegados en disputa. Este impactante resultado provocó la marcha de Bush, quien liderara los sondeos durante unos meses entre 2014 y 2015.

El supermartes del 1 de marzo, con 595 delegados en juego, se saldó también positivamente para Trump al vencer en siete estados, frente a los tres ganados por Cruz y el único de Rubio, y capturar 255 delegados. Al día siguiente, Carson suspendió su campaña. El 3 de marzo los cuatro precandidatos que continuaban en la carrera celebraron en Detroit un debate televisado lleno de pullas gruesas y devenido puro espectáculo de entretenimiento; en un momento del mismo, Trump sacó a colación, para refutarlo con gestualidad y procacidad, un comentario hecho recientemente por Rubio sobre el tamaño de sus manos, que según el de Florida eran "pequeñas", sugiriendo así que los genitales del magnate iban en consonancia.

Trump, autodenominado "unificador" de los republicanos y vocero del mensaje de que el Islam profesaba "odio" a Estados Unidos, volvió a imponerse en el conjunto de los 13 procesos electorales celebrados en las dos semanas siguientes, y lo mismo sucedió, pero de una manera mucho más rotunda, en el segundo supermartes del 15 de marzo, cuando el empresario derrotó a sus oponentes en cinco de los seis estados, incluida la populosa Florida, de donde era senador Rubio. Ser doblegado por Trump con el 46% de los votos, 19 puntos más que él, en su propio terruño fue una humillación ante la que Rubio reaccionó suspendiendo su precandidatura.

El 26 de abril, luego de triunfar clamorosamente en Nueva York y de arrasar también, con entre el 54% y el 63% de los votos y adjudicándose 111 delegados sobre 124, en las primarias celebradas en cinco estados de la región nordeste, el magnate, arrollador, salió a proclamarse "presunto nominado" de su partido. Para asombro y consternación en las planas mayores del partido, Trump, en efecto, estaba a punto de asegurarse la nominación. La última vez que una figura no vinculada a la élite del GOP había protagonizado una coronación así había sido en 1952 con Dwight Eisenhower, con la salvedad de que el general de cinco estrellas traía una aureola de artífice de la victoria sobre Hitler en la Segunda Guerra Mundial.

De corrido, Trump, desde el Hotel Mayflower de Washington DC, avanzó detalles de su "plan" de política exterior, denominado América Primero y llamado a suplantar la concepción obamiana de las relaciones internacionales. A esta, a fuerza de "débil, confusa y desordenada", había que valorarla como "un completo y absoluto desastre", sentenciaba Trump. Ahora bien, este manifiesto de intenciones no debía considerarse una "doctrina Trump", aclaró previamente el aspirante a diplomático, pues, en caso de ser elegido presidente, él querría preservar cierto grado de "flexibilidad" para hacer cambios sobre la marcha, en función de los intereses del momento. 

"Limpiar de óxido" la política exterior de Estados Unidos implicaba, entre otras cosas, "contener la expansión del Islam radical". Y esa empresa, ya lo había dicho Trump anteriormente, requería por ejemplo privar al Estado Islámico, vía bombardeos aéreos, del acceso a los pozos petrolíferos que explotaba en Siria y Libia, y restablecer los métodos de interrogación duros para extraer información a los detenidos sospechosos de terrorismo, como el muy censurado waterboarding o ahogamiento simulado.

El orador tocó más escenarios. Las relaciones con China requerían un "ajuste" porque Estados Unidos había "perdido el respeto" de los asiáticos. El "desastroso" acuerdo nuclear con Irán, suscrito además "a expensas de Israel", que era "nuestro gran amigo y la única democracia auténtica en Oriente Medio", de ninguna manera debía servir a Teherán de subterfugio para dotarse de bombas atómicas. Y la alianza transatlántica en el seno de la OTAN precisaba de un "reequilibrio de compromisos financieros" para obligar a los países europeos a "pagar por los costes de su defensa". En cuanto a la Rusia de Putin, que también sufría "el horror del terrorismo islamista", él "intentaría comprobar" mediante conversaciones si esta se trataba en realidad de una potencia que, tal como decían algunos, "no puede ser razonable".

El hachazo definitivo lo dio Trump el 3 de mayo al hacerse con los 57 delegados de Indiana. Cruz, que ya había visto esfumarse la posibilidad de alcanzar la cifra mágica de los 1.237 delegados pero que se había aferrado a la posibilidad de conseguir los compromisarios leales suficientes como para forzar una CNR abierta, competitiva, y no meramente de aclamación de su rival sobre la base de los votos indirectos de los electores, se resignó a decir adiós. En estas circunstancias, el presidente de la CNR, Reince Priebus, anunció que Trump era el presumptive nominee del partido. Al día siguiente, el último de los contrincantes que seguía en pie, Kasich, desde hacía meses un mero figurante en la liza de personalismos librada por Trump, Cruz y Rubio, se retiró.

A Trump ya solo le restaba satisfacer el requisito matemático de los 1.237 delegados, cosa que hizo el 26 de mayo al sumar los 41 representantes de Washington y meterse en el bolsillo el voto de la mayoría de los delegados seleccionados por el partido en Dakota del Norte. Las últimas primarias, celebradas el 7 de junio en cinco estados, incluida California, fueron un simple formalismo. Al final, Trump acudía a la CNR, a celebrar en Cleveland, Ohio, del 18 al 21 de julio, con el aval de 1.441 delegados. Había ganado en 41 primarias y caucus con un caudal de 14 millones de votos ciudadanos, un volumen sin precedentes.

Su campaña de las primarias le había costado 76,4 millones de dólares, bastante menos que a Rubio, Cruz y Bush, si bien, después de tanto alardear de autofinanciación al 100%, solo algo más de la mitad de esa cantidad había salido de su propio bolsillo; los restantes fondos gastados procedían de las recaudaciones de su Comité de Campaña y, la menor parte, de donaciones externas. Eso sí, no había tocado un dólar de los fondos federales, a los que tenía derecho, ni admitido dinero de los Comités de Acción Política (PAC), fondos de campaña privados de los que Trump decía abominar por responder claramente a intereses de lobbies, aunque finalmente no había puesto pegas a que los llamados Super PACs, que no hacían contribuciones directas a los candidatos si no que gastaban en propaganda favorable (o desfavorable), sí invirtieran en su causa unos cuantos millones. Tampoco dejaba deudas; es más, le habían sobrado más de 22 millones del dinero puesto a su disposición.

Ahora, Trump, resiliente frente a los alfilerazos que le dirigían Cruz (muy enfadado desde que el empresario sugiriera que el padre del senador texano había estado relacionado con nada menos que el asesinato de Kennedy) Romney, McCain, Graham, Bush y otros exponentes del aparato republicano, tan denostado por la plataforma popular que le arropaba, podía concentrarse en exponer con más detalle sus propuestas electorales y volcarse en una de sus actividades favoritas: zaherir sin cesar a su antagonista del Partido Demócrata, la ex primera dama, ex senadora por Nueva York y ex secretaria de Estado Hillary Clinton, a la que empezó a llamar sistemáticamente "crooked" (literalmente, "torcida", y en sentido figurado "corrupta" o "deshonesta") desde su cuenta de Twitter o sobre el atril. El ex presidente Obama le advirtió a Trump que la Presidencia no era un "reality show".

Con estos precedentes, la contienda personal entre Trump y Clinton, secundados en sus fórmulas respectivamente por Mike Pence, el gobernador de Indiana, y por Tim Kaine, senador por Virginia, hasta las elecciones del 8 de noviembre de 2016 prometía alcanzar unos niveles de polarización y crispación raras veces vistos en la historia de la democracia estadounidense. El último trámite antes de la campaña presidencial propiamente dicha fue la nominación por la CNR de Cleveland, acto formal que tuvo lugar el 19 de julio.

4. Un repertorio de promesas heterodoxas bajo el lema de M.A.G.A

Medio eclipsado por su impetuoso torrente de afirmaciones, muchas veces inconexas o contradictorias entre sí, pronunciadas de viva voz y escritas a vuelapluma en Twitter, Trump colgó en su web de campaña un manifiesto con sus siete "posiciones" fundamentales, en las que estaba implícita, aunque solo parcialmente, su concepción puramente verbal de America First en el marco de la política exterior. Dos de estas posiciones, Compelling Mexico to pay for the wall e Immigration reform that will make America great again, se subsumían en realidad en una sola. 

El postulante republicano estaba absolutamente decidido a erigir el ya famoso muro con México, que el Gobierno de este país, encima, tendría que "pagar", abonando "de una vez" una cantidad de oscilaría "entre los 5.000 y los 10.000 millones de dólares". Ello, bajo amenaza de ver interrumpidas las transferencias de las remesas, unos 24.000 millones de dólares según él, enviadas a sus hogares por los nacionales mexicanos, "la mayoría ilegales", que trabajaban en Estados Unidos.

También se podía obligar a México a "pagar por el muro", continuaba explicando Trump, imponiendo aranceles a las mercancías que exportaba al Norte, cancelando visados a sus ciudadanos (pues "la inmigración es un privilegio, no un derecho") y subiéndoles a estos las tasas de tránsito cuando cruzasen la frontera para una estancia temporal, todo ello para alivio del "extraordinario coste diario" que acarreaba la "actividad criminal" de los mexicanos. 

En cuanto a la reforma migratoria, esta se aplicaría con arreglo a "tres principios cardinales", a saber: que "una nación sin fronteras no es una nación", que "una nación sin leyes no es una nación" y que "una nación que no sirve a sus propios ciudadanos no es una nación". Una medida de entrada sería detener y deportar sin miramientos "a todos los extranjeros ilegales pertenecientes a bandas criminales". Pero también era necesario reducir los volúmenes de la inmigración laboral regular, porque "el flujo de trabajadores foráneos comprime los salarios, mantiene alto el desempleo y hace más difícil para los pobres y los americanos de clase trabajadora —incluidos los propios inmigrantes y sus hijos— ganar unos sueldos de clase media". Aquí, Trump decía tener en mente a los negros, los hispanos y otras minorías autóctonas.

No podía faltar China, otra de las obsesiones de Trump, en el vademécum de propuestas. El candidato sostenía que como consecuencia de la entrada del gigante asiático en la Organización Mundial del Comercio (OMC), en Estados Unidos ya habían cerrado "50.000 fábricas" y se habían perdido "decenas de millones de puestos de trabajo", si bien reconocía que los chinos exudaban "liderazgo y fortaleza" en las mesas de negociaciones, virtudes de las que lamentablemente carecían sus interlocutores estadounidenses. Washington debía obligar a Beijing a "cumplir con sus obligaciones" y proteger la industria manufacturera nacional de la competencia desleal y las deslocalizaciones. 

Esto no significaba, aclaraba Trump, que América recurriera al "proteccionismo", sino simplemente que debía hacer respetar unas reglas del juego sobre el "comercio justo", es decir, que el concepto de los mercados abiertos tenía que aplicado con "reciprocidad". Como presidente, Trump se pondría duro en las negociaciones con los chinos, a los que declararía de inmediato "manipuladores monetarios" y obligaría a acatar la legislación sobre propiedad intelectual, a levantar los "subsidios ilegales" a sus exportaciones y a satisfacer unos estándares sobre derechos laborales y protección medioambiental.

Otra posición básica de Trump era la abolición de un plumazo por el Congreso de la "increíblemente onerosa" Patient Protection and Affordable Care Act (ACA), es decir, el Obamacare, y su sustitución por un esquema de seguro universal de salud más flexible, más barato y con "más opciones para los consumidores". Además, el candidato estaba en contra de aplicar recortes al sistema de pensiones de la Seguridad Social y al programa federal Medicare, el seguro médico de cobertura pública para los mayores de 65 años. 

El plan de Trump incluía una reforma fiscal de envergadura, con simplificación de la escala impositiva, exoneración de cargas tributarias para las rentas individuales inferiores a los 25.000 dólares anuales y las matrimoniales de hasta 50.000 dólares (una medida audaz que beneficiaría a nada menos que "73 millones de hogares"), bajada del tipo máximo del impuesto sobre la renta del 39,6% al 25%, fijación del impuesto de actividades económicas en un tipo de retención del 15% sin importar el volumen de la facturación ("para hacernos globalmente más competitivos") y supresión de determinados impuestos especiales.

La lista de posiciones la completaban una defensa a capa y espada de la Segunda Enmienda de la Constitución, es decir, el derecho de los ciudadanos a portar armas de fuego, incluidos esos "populares fusiles semiautomáticos" a los que los enemigos de dicho derecho se referían con expresiones "atemorizadoras" del tipo "armas de asalto" y "armas militares", así como una reforma específica del Departamento de Asuntos de los Veteranos (VA), ministerio de la administración federal que estaba lastrado por "la corrupción y la incompetencia".

Fuera de este escueto y fragmentario programa por escrito, Trump se definía como una persona contraria al aborto y a la legalización de la marihuana, así como un firme partidario de la pena de muerte. Aunque defensor del "matrimonio tradicional", él se consideraba un "amigo" de la comunidad LGBT y por lo tanto, desde la Casa Blanca, no haría nada que pusiera en cuestión el matrimonio homosexual, legal a nivel nacional en Estados Unidos desde junio de 2015. 

Quien se presentaba como un "free trader" convencido, pero siempre que los intercambios entre estados fueran "justos", renegaba de instrumentos clave del libre comercio como el NAFTA/TLCAN con México y Canadá ("un desastre"), ya en vigor, el TPP con los socios ribereños del Pacífico ("el golpe de gracia a la manufactura americana"), pendiente de ratificar, y el TTIP con la Unión Europea ("una locura"), en fase de negociación. Trump se pronunció también por desmantelar "casi toda" la legislación sobre regulación financiera adoptada por el Congreso a iniciativa de Obama como parte de las medidas del Ejecutivo para enfrentar la Gran Recesión y todo el desbarajuste financiero generado por la quiebra de Lehman Brothers en 2008.

Reciamente escéptico con el calentamiento global antropogénico, Trump dejó claro que si era elegido presidente emprendería una "renegociación" del Acuerdo de París de 2015 sobre la limitación de gases de efecto invernadero y podaría en gran medida el presupuesto de la Agencia para la Protección del Medio Ambiente (EPA) de Estados Unidos. En noviembre de 2012 el empresario había asegurado desde su cuenta en Twitter que "el concepto del cambio climático fue creado por y para los chinos, a fin de hacer menos competitivos los productos estadounidenses". 

En enero de 2016 el precandidato demócrata Bernie Sanders, en el curso de un debate con motivo de las primarias de su formación, recordó con intención de ridiculizar al republicano este tuit de Trump, el cual replicó al "comunista" senador por Vermont que al escribir aquello únicamente estaba "bromeando". En cuanto al impulso de las energías renovables, este le parecía a Trump "un error" desde el momento en que se basaba "en la creencia equivocada de que el cambio climático está siendo causado por las emisiones carbónicas".

5. Victoria electoral sobre Hillary Clinton en 2016 y llegada a la Casa Blanca

En el verano de 2016 el mundo asistió atónito a la marcha, con ínfulas triunfales, del polémico magnate Donald Trump hacia la Casa Blanca. El 8 noviembre, lo que casi nadie había creído —o querido creer— que pudiera suceder, sucedió: el candidato republicano, campeón del discurso altisonante y trasgresor, le ganó las elecciones a Hillary Clinton, desatando con ello un tsunami de estupefacción global. Ninguna encuesta realizada hasta una semana antes de la elección había predicho el resultado. Trump recibió 304 votos electorales en 30 estados frente a los 227 votos de Clinton en 21 estados, si bien la demócrata ganó más votos populares, el 48,2%, frente al 46,1% del republicano.

El 20 de enero de 2017 Trump, acompañado por Mike Pence para la Vicepresidencia, tomó posesión como el 45º presidente de Estados Unidos en un ambiente de tensión, sin comedirse, manteniendo intacta su retórica áspera, lejos de la gravedad y la compostura esperables de una persona en su situación. Concluyó así una transición, la que marcaba el final de la era Obama, insólita en la democracia norteamericana al campar en ella los estruendos beligerantes, si no el esperpento y el caos. 

Era lo que se desprendía del inquietante torbellino de acusaciones cruzadas donde estaban involucrados la inteligencia de Estados Unidos, la Administración saliente, Rusia, China y, por supuesto, Trump y su equipo. Por encima de los miedos y las esperanzas que los enemigos y los partidarios de Trump pudieran albergar, este radical cambio de guardia en el país que seguía siendo el mas poderoso e influyente alumbraba una etapa colectiva que bien podía bautizarse como la de la imprevisibilidad aguda y la incertidumbre total.

Dos fechas clave, el 16 de junio de 2015, día en que lanzó su precandidatura presidencial por el Partido Republicano, y el 19 de julio de 2016, cuando la Convención Nacional Republicana le nominó oficialmente para batirse en noviembre contra Clinton, delimitaron un año en el que Donald Trump, con sus mensajes descarnadamente populistas y su atropelladora incorrección formal, dejó de ser el mero aspirante abrasivo y faltón hasta lo caricaturesco, el fenómeno supuestamente pasajero al que todos subestimaban y nadie tomaba en serio, para, con el aval de 14 millones de votos ciudadanos, conseguir echar de la carrera a 16 contrincantes, entre ellos varias primeras figuras del establishment conservador, y reunir, ya en mayo, el número suficiente de delegados estatales para asegurarse la proclamación de su candidatura en Cleveland.

Más que ganar con insospechada facilidad unas primarias, Trump, presentándose como el hombre capaz de "hacer grande a América de nuevo" y como el "verdadero gran líder" que Estados Unidos, golpeado por todo tipo de "desastres", necesitaba, consiguió doblegar a todo un partido con 162 años de historia, tomado furiosamente al asalto y convertido, pese a algunas resistencias desesperadas de última hora y al disgusto de notorios representantes de su aparato, en instrumento servil del proyecto personal de quien era un auténtico outsider por méritos propios.

Narcisista e hiperbólico, el patrón ejecutivo del conglomerado Trump Organization con sede en Manhattan se jactaba de no ser rehén de ningún lobby o grupo de interés, y de "saber más" y ser "mejor negociador" que todos esos políticos "perdedores" y "moralmente corruptos" que no tenían "ni idea". Tampoco entroncaba con ninguna corriente o tradición derechista del republicanismo, incluidos el Tea Party, cuyo espíritu insurgente, sin embargo, de alguna manera retomaba, y la que rodeaba el período presidencial de George Bush, el cual ignoraba con desdén. Como colectivos ideológicamente coherentes, tanto conservadores tradicionales como libertarios, antes de las elecciones de noviembre, abjuraron o recelaron de Trump; otra cosa eran los electores de base que venían votando a esas tendencias. Y, no por sabido menos destacado, Trump, a sus 70 años, carecía de cualquier experiencia en asuntos de representación política o administración pública.

El creso as de los negocios inmobiliarios y la industria del entretenimiento, constructor de rascacielos, dueño de hoteles-casino y taimado explotador de su propio nombre, registrado como marca comercial, no había tenido siempre, empero, éxito en sus aventuras empresariales, de hecho pródigas en apuros financieros y declaraciones de quiebra. Tampoco figuraba en el top ten de los hombres más ricos de su país, por más que su amor a la ostentación kitsch y el lujo versallesco sugiriera lo contrario. Además, tenía a sus espaldas una infinidad de demandas, litigios y pleitos que ilustraban su lado marrullero. 

Sin embargo, desde los años ochenta, el autor de best sellers tales como The Art of the Deal y Trump: How to Get Rich se las había arreglado para mantenerse en el candelero haciendo exhibicionismo de todo lo que rodeaba a su persona, sacando partido de sus controversias y poniéndose como paradigma del triunfador con mayúsculas. Durante años, Trump había sido el personaje de un programa de telerrealidad que finalmente, provocando incredulidad, entusiasmo o desolación a su paso, había hecho el salto fulgurante a la política con maneras de ganador y dedicando insultos y menosprecios a todo el que se atreviera a criticarle.

Lo que ya podía llamarse con toda propiedad trumpismo, posible equivalencia en Estados Unidos de los movimientos nacional-populistas en auge en Europa, se proyectaba como una mixtura de patrioterismo, antipolítica, antielitismo, antiglobalismo, llamada al cierre de fronteras y defensa de los programas sociales, sin faltar el tono y los epítetos que acarreaban a su autor los epítetos de misógino, xenófobo y racista, imputaciones que por supuesto él refutaba. Uno de sus principales llamamientos, muy coreados por sus huestes, era el de "drenar el pantano de la corrupción en Washington", lo que empezaba por suprimir la práctica de las puertas giratorias entre la Administración federal, las corporaciones privadas y los omnipresentes lobbies.

El Trump empresario rendía culto a un individualismo de frontera que concebía la vida como una lucha en la que solo los fuertes o los listos, los aptos en suma, saborearían el éxito material. El Trump metido a político, y esta parecía ser la clave de su impresionante tirón proselitista coronado con su histórica victoria final en las urnas con el aval de 63 millones de votos, azuzaba demagógicamente la ansiedad y el resentimiento del "americano medio radical", trabajadores blancos del mundo rural y las ciudades pequeñas que creían que Estados Unidos, ya desde antes del crash de Lehman Brothers en 2008 y más después con Barack Obama, estaba en franco declive, y que el Gobierno federal les dejaba desamparados frente al dumping interno que representan los inmigrantes y el externo de los desequilibrios comerciales. Hasta aquí el análisis demoscópico más socorrido, porque luego resultó que muchísimas mujeres y nada menos que cerca de un tercio de los hispanos acabaron votando al denigrador de ambos colectivos.

Otro rasgo típico de la plataforma de Trump, hombre de salidas impredecibles y con un acusado sentido escénico que no se quedaba en lo teatral porque parecía ser sincero en lo que decía, era el carácter desestructurado y errático de su discurso: el flamante mandatario se dejaba llevar por la improvisación y la espontaneidad, saltaba veleidosamente de un tema a otro, incurría en flagrantes contradicciones y pronunciaba falsedades sin inmutarse. Usaba Twitter con fruición, donde tronaba, zahería, contraatacaba, expresaba júbilo y revelaba intenciones sensacionales con una desenvoltura tal que suscitaba la pregunta de dónde estaban sus asistentes y asesores de imagen. Se apuntaba alegremente a teorías conspirativas y denunciaba manipulaciones por doquier. Si se dignaba a dar explicaciones por algún comentario chirriante, zanjaba la polémica asegurando que solo estaba "bromeando".

Durante la campaña, Trump consiguió que todo el mundo, incluidos sus adversarios directos, estuviera absorto en su verborrea airada y pasase por alto un hecho clamoroso, a saber, que dejara sin aclarar cómo evitaría un descomunal conflicto de intereses en caso de llegar a sentarse en el Despacho Oval. Una vez electo, confirmó que iba a ceder los negocios de su imperio corporativo a sus hijos, pero no dijo nada de entregar la propiedad.

El candidato Trump, tras pintar un escenario catastrofista, no ajustado a realidad, de Estados Unidos, había retomado la retórica nixoniana de "la ley y el orden" para, avisó, acabar con la inmigración clandestina y restringir la inmigración regular, orígenes según él de muchos males. Había prometido, y como presidente electo se reafirmaba en ello, levantar un "muro gigante" a lo largo de la frontera con México, país cantera de "criminales y violadores" que "no era amigo" y que encima debería "pagar" por tal obra. También, había dado a entender que si saliera elegido presidente ordenaría deportaciones masivas de "ilegales", en especial aquellos con antecedentes penales. 

Opinando en caliente, al ritmo que marcaban los atentados terroristas y las masacres de pistoleros en Estados Unidos y Europa, había llegado a decir que prohibiría a los extranjeros musulmanes entrar en el país. También, se comprometía a revocar la reforma sanitaria de Obama, el Obamacare, y a sustituirla por un esquema de seguro médico más opcional y barato, a suprimir las regulaciones financieras adoptadas por la Administración saliente y a aplicar una bajada considerable de los impuestos sobre la renta y de sociedades, los mismos que él, alardeaba, siempre había procurado no pagar gracias a su "conocimiento" de las normas tributarias.

Al mismo tiempo, el jefe de Estado entrante rechazaba privatizar o meter la tijera en la Seguridad Social y programas federales de asistencia sanitaria como Medicare, punto este en el que contrariaba a sectores derechistas del republicanismo, y abanderaba la protección de la industria manufacturera nacional y el empleo, "asesinada" y "robado", respectivamente, por el comercio "injusto" y las deslocalizaciones, aunque luego resultaba que la mayoría del merchandising que lucía su nombre estaba fabricado en el extranjero. Apelaba a debilitar la Primera Enmienda, protectora de la libertad de expresión, y en cambio defendía la "sagrada" Segunda Enmienda, que amparaba el derecho ciudadano a poseer armas de fuego. "Lamentablemente, el sueño americano está muerto. Pero si soy elegido presidente, lo recuperaré más grande, mejor y más fuerte de lo que nunca fue antes", había proclamado al oficializar su precandidatura en 2015.

Ahora bien, Trump no terminaba de precisar cómo iba a compaginar la gran rebaja tributaria a la clase media, el mantenimiento del gasto social y el aumento de la inversión pública en infraestructuras sin hacer caer los ingresos federales. Él daba por sentado que la mera aceleración económica fruto del alivio de cargas daría al Gobierno todos los recursos fiscales que necesitase. Tantos, vaticinaba optimista, que Estados Unidos podría empezar a podar masivamente su gigantesca deuda nacional, cuyo montante, unos 20 billones de dólares, ya superaba el PIB.

Si las Trumponomics sonaban inconsistentes, las aprensiones se cebaban en el enfoque América primero de Trump en política exterior, que de llevarse íntegramente a cabo abocaba a toda la arquitectura de relaciones internacionales, seguridad y defensa de Estados Unidos a una convulsión sin precedentes, y que podía ser visto como una enmienda a la totalidad de la estrategia del Gobierno Obama, una gruesa tachadura a su legado.

Cabalgando confusamente entre el repliegue aislacionista y un nacionalismo que desdeñaba las fórmulas multilaterales y exhibía músculo militar, Trump anunciaba que era tiempo de "ponerse duros" y de "hacerse respetar", y metía muchos giros drásticos de volante en un mismo saco: el repudio o renegociación de instrumentos librecambistas como el NAFTA, el TPP y el TTIP; la imposición a China, etiquetado de "manipulador monetario", de unas nuevas reglas del juego para comerciar "con reciprocidad"; el aumento de los gastos militares para conseguir "el Ejército más fuerte que hayamos tenido jamás"; el combate al Estado Islámico "con increíble inteligencia", hasta "borrarlo del mapa"; el "desmantelamiento" del "terrible" acuerdo nuclear firmado con Irán; la eventual "liquidación" también del acuerdo del deshielo con Cuba; o la promesa a Israel de que reconocería a Jerusalén como la capital indivisa de su Estado.

Más aún, el empresario llamaba a "repensar" el papel de Washington en la OTAN, cuyos aliados europeos podrían tener que acostumbrarse a costear en mayor medida su paraguas de seguridad. Una carga que Trump también endosaba a japoneses y surcoreanos en la región del Pacífico, llegando a indicar que no le parecería mal que Tokyo y Seúl se dotaran de arsenales nucleares propios. Antes de salir elegido presidente, mientras sermoneaba y acuciaba a los principales aliados de Estados Unidos en Europa y Asia, Trump había dejado claras sus simpatías por la Rusia de Putin, intruso tercer protagonista de la contienda electoral con el que había intercambiado piropos, y había abierto las puertas a un entendimiento directo con Corea del Norte. 

Por otro lado, Trump decía que el Brexit, la salida del Reino Unido de la UE decidida en referéndum, le parecía algo "fantástico". Y a modo de guinda, el nuevo presidente insistía en que no creía para nada en el calentamiento global antropogénico ("es un bulo inventado por los chinos"), tal que reorientaría las políticas medioambientales y energéticas en consecuencia. En otras palabras: retirar recursos públicos para las renovables, cancelar fondos para las programas de la ONU sobre el cambio climático y levantar las restricciones legales a la explotación de las reservas nacionales de combustibles fósiles causantes del efecto invernadero.

Superado el trámite de la nominación por la CNR en julio de 2016, luego de franquear las primarias como una apisonadora, exudando agresividad verbal y gestual, y generando titulares sin cesar por sus salidas de pésimo gusto, Trump encaró la campaña presidencial con toda su artillería pesada apuntando a su antagonista, rebautizada por él como "Hillary la Tramposa" (Crooked Hillary). Con estos antecedentes, no había dudas de que la democracia estadounidense iba a vivir una de las contiendas presidenciales más virulentas y polarizadas que se recordaban. El presagio se cumplió al milímetro.

Ni el escándalo por los comentarios zafios sobre las mujeres acompañado de una cascada de denuncias de sus supuestas víctimas femeninas de abusos sexuales. Ni las admoniciones de Obama. Ni el anuncio de su voto para Clinton por varias figuras de la vieja guardia republicana convencidas de la "no cualificación" del potentado para tan alta empresa. Ni la maniobra enturbiadora de levantar sospechas sobre la limpieza del proceso electoral (solo reconocería los resultados si ganaba, advirtió el postulante republicano). Nada de ello erosionó el tremendo caudal de votos pro Trump.

Al final, a Clinton, demonizada por su oponente, quien había llegado a amenazarla con meterla entre rejas, a identificarla como un hipotético blanco físico para los amantes de las armas de fuego y a llamarla "cofundadora del Estado Islámico" junto con Obama, le perdieron su imagen de quintaesencia del denostado establishment de las élites, sus tics de suficiencia, las especulaciones sobre su estado de salud y las dudas razonables sobre su rectitud como servidora pública después de haber usado una cuenta privada para el envío de correos electrónicos siendo secretaria de Estado.

Lo que siguió al 8-N, día en que el republicanismo retuvo de paso la mayoría de que gozaba en las dos cámaras del Congreso, escribió una crónica vertiginosa: vendaval de reacciones internacionales dominadas por el estupor; palabras iniciales del triunfador inesperadamente contenidas y que resultaron ser un espejismo; iracundas manifestaciones callejeras al grito de "Not my president!"; subrayado del vademécum de intenciones, contenidas en el Contrato con el votante americano y puro revisionismo, para ser ejecutadas en los primeros 100 días de Gobierno; recrudecimiento del escándalo del ciberespionaje ruso en contra de Clinton e insistencia en minimizarlo por Trump, luego de haber invitado él mismo a los hackers rusos a que la emprendieran con los e-mails desaparecidos de la demócrata, al tiempo que arremetía contra los servicios de inteligencia de los que iba a ser jefe por urdir una suerte de conspiración criminal, argüía, para deslegitimarlo; secuencia de nombramientos de prebostes de la gran empresa, políticos ultraconservadores y negacionistas de nociones asentadas por las corrientes oficiales para los altos puestos de la nueva Administración, sin faltar los indicios de nepotismo; amenazas, vía Twitter y surtiendo efecto, a multinacionales de la automoción con aplicarles severos impuestos y aranceles punitivos a menos que cancelasen sus deslocalizaciones en México e invirtieran en Estados Unidos; broncas con Obama por Israel, con China por Taiwán y con la prensa de continuo... por citar solo los asuntos más sonados.

Tras librar y ganar los dos primeros rounds, las primarias y las elecciones, de su batalla particular contra todos, lo que incluía al Partido Republicano, Donald Trump arrancaba cuatro años de mandato presidencial envuelto en turbulencias y abonando el escepticismo sobre su disposición a someterse al sistema de contrapoderes constitucionales, pilar de la democracia de los padres fundadores, y a los convencionalismos, estos no tan antiguos, que imponían máximas dosis de corrección política. Esta era justamente una de las cosas que más aborrecían sus votantes, los cuales le iban a exigir que cumpliera lo prometido, por problemático que fuera. Si Trump instalaba la vehemencia y el rupturismo como hábitos en la Casa Blanca, entonces las implicaciones de su presidencia para Estados Unidos y el resto del mundo podían ser de envergadura.

6. Los cuatro años de Gobierno (2017-2021)

Tras posesionarse del Despacho Oval el 20 de enero de 2017, Trump firmó un torrente de disposiciones contundentes para dejar claro que su presidencia suponía un cortar amarras con el legado de ocho años de Gobierno demócrata, considerado nefasto, y una nueva forma de hacer las cosas al frente de Estados Unidos.

Solo en las dos primeras semanas, el mandatario expidió sendas órdenes ejecutivas para: minimizar el coste público del Obamacare (que finalmente no iba a poder derogar, aunque sí erosionar); construir de manera inmediata un "muro físico" en paralelo a la frontera no fluvial de 1.125 km con México para minimizar la inmigración irregular; revisar las regulaciones medioambientales restrictivas de los proyectos de infraestructura, como los oleoductos Dakota Access y Keystone XL (este último entre Canadá y Nebraska y que nunca sería construido); reducir las regulaciones financieras e industriales; y, con el fin de "proteger la nación de la entrada del terrorismo extranjero", suspender indefinidamente la acogida de refugiados sirios y temporalmente la entrada de cualquier ciudadano de Siria, Irak, Irán, Libia, Yemen, Sudán y Somalia (lo que dio en llamarse la "prohibición musulmana", si bien a esta lista negra iban a añadirse posteriormente otros países). 

Trump firmó también una serie de memorandos presidenciales de impacto, para retirar Estados Unidos del TPP, "reconstruir" las Fuerzas Armadas y establecer un "plan de derrota del Estado Islámico en Irak y Siria".

Inmigración desde México

En los cuatro años de mandato de Trump, junto a la frontera mexicana fueron levantados menos de un centenar de kilómetros de barreras metálicas simples, que taparon tramos no cubiertos por las estructuras discontinuas ya existentes desde hacía tiempo y que superaban en conjunto el millar de kilómetros. El presidente tuvo muchos problemas para obtener fondos del Congreso, hasta 2020 controlado por los demócratas. En suma, de la promesa del "muro gigante" ininterrumpido desde San Diego en California hasta El Paso en Texas solo se hizo realidad un minúsculo componente, meramente simbólico. 

Eso sí, Trump destinó muchos más recursos y personal a la vigilancia del borde sur para frustrar los cruces ilegales de inmigrantes que en su gran mayoría eran mexicanos o centroamericanos. Las deportaciones por la vía expeditiva, sin intervención judicial, cobraron ímpetu desde 2020 al socaire del Título 42, introducido a raíz de la COVID-19 y que invocaba la seguridad sanitaria por el riesgo de propagación del coronavirus. La nueva política del Gobierno se tradujo también en una reducción drástica del número de inmigrantes admitidos, que pasaron de más de ser 100.000 al año a tan solo 15.000 al final del cuatrienio.

COVID-19 y disturbios raciales

La epidemia del coronavirus, con su trágico balance de fallecidos (450.000 solo hasta el 20 de enero de 2021) y su impacto destructivo en el tejido socioeconómico, y las protestas sociales masivas tras la muerte el 25 de mayo de 2020 de George Floyd en un caso de brutalidad policial, que espolearon el movimiento Black Lives Matter (BLM) y desembocaron en los más violentos disturbios (19 fallecidos, saqueos, incendios, destrucciones de bienes) con trasfondo racial desde los años sesenta, fueron dos grandes crisis internas que Trump hubo de enfrentar en 2020, con prolongaciones en 2021. El mandatario, que en octubre de 2020 estuvo tres días hospitalizado como medida preventiva porque había dado positivo en el test del coronavirus al igual que la primera dama Melania, encajó un diluvio de reproches por su enfoque conceptual de ambas crisis, ilustrado con una retahíla de comentarios extravagantes o provocadores.

En el caso de las protestas por el homicidio del ciudadano negro George Floyd, Trump, el autoproclamado presidente de "la ley y el orden" se negó furiosamente a admitir que en Estados Unidos hubiera inequidades e injusticias de carácter racial en perjuicio de la población afroamericana capaces de detonar semejantes disturbios, y ordenó el despliegue de las fuerzas federales para atajar el pillaje y proteger los edificios públicos y los monumentos históricos del vandalismo de los "terroristas domésticos", es decir, los activistas de BLM y del movimiento izquierdista Antifa. Además de las agencias federales del orden y la Guardia Nacional, Trump amenazó con sacar a las calles también al Ejército, pero esta posibilidad fue rechazada por los mandos del Pentágono.

Russiagate y primer impeachment

Ahora bien, en la segunda mitad de su mandato Trump cosechó dos grandes victorias de política doméstica que le concernían directamente a él. Primero, en marzo de 2019, el fiscal especial Robert Mueller, encargado de investigar la presunta injerencia del Gobierno ruso en las elecciones de 2016 para favorecer al candidato republicano, el llamado Russiagate, entregó un informe donde concluía que no había pruebas de que Trump o sus asociados hubieran conspirado con Rusia para influenciar a los electores en perjuicio de Clinton. Ahora bien, la interferencia rusa en las votaciones sí había existido, había sido "ilegal" y había tenido un carácter "generalizado y sistemático", lo que desde luego había beneficiado la campaña del opositor, apreciaba el fiscal especial. Sobre las alegaciones de obstrucción de la justicia, Mueller no hallaba tampoco indicios de delito en la conducta de Trump; sin embargo, la investigación "no exoneraba" al presidente en ese supuesto.

Luego, en septiembre de 2019, la mayoría de la Cámara de Representantes, recobrada por los demócratas en las elecciones de mitad de mandato de noviembre de 2018, activó un proceso de impeachment contra Trump por violaciones constitucionales en la presunta petición privada del presidente a su homólogo de Ucrania, Volodymyr Zelensky, para que investigase los negocios en el país europeo de Hunter Biden, el hijo del vicepresidente demócrata con Obama, Joe Biden, quien como Trump aspiraba a la Presidencia en las elecciones de 2020. Con anterioridad, solo otros dos presidentes de Estados Unidos habían sido objeto de este proceso legislativo de juicio-destitución: Andrew Jackson en 1868 y Bill Clinton en 1999, con desenlace absolutorio en ambos casos.

En diciembre de 2019 Trump fue acusado formalmente de abuso de poder, por presionar a un gobierno extranjero para obtener un beneficio político de cara las elecciones de 2020 (en concreto, los demócratas señalaban a Trump por condicionar la entrega de 391 millones de dólares en ayuda a Kyiv a que la justicia ucraniana encontrara cosas turbias en los negocios privados de Hunter Biden), y de obstrucción al Congreso, por obstaculizar la investigación relativa al caso. Los cargos fueron aprobados por los congresistas y pasaron al Senado, pero allí el Partido Republicano conservaba la mayoría y la Cámara alta votó a favor de absolver al presidente el 5 de febrero de 2020. 

Eufórico, Trump se libró de la destitución a tiempo para asegurarse la nominación de su candidatura reeleccionista en noviembre. El 7 de marzo alcanzó los delegados necesarios en la elección primaria republicana, donde solo tuvo cuatro adversarios testimoniales que en conjunto le birlaron un único compromisario, y el 24 de agosto se proclamó oficialmente candidato en la CNR de Charlotte, Carolina del Norte, con Mike Pence repitiendo también para vicepresidente.

La política exterior; Corea del Norte

Las relaciones internacionales de Estados Unidos bajo Trump, al que sirvieron dos secretarios de Estado, Rex Tillerson y Mike Pompeo, presentaron una serie de rasgos característicos: reflujo del multilateralismo y merma del compromiso con muchos organismos e instrumentos de gobernanza global; aparición de la desconfianza en las relaciones con los aliados europeos de la OTAN, conminados por Washington a que gastaran mucho más en su propia defensa, deteriorándose así el vínculo transatlántico; avance de posiciones proteccionistas y antiglobalistas en el comercio; y la extraña atracción del presidente por dictadores y hombres fuertes de todo el mundo, a los que parecía admirar y envidiar por su discrecionalidad autoritaria, tanto si remaban en la dirección de los intereses de Occidente como si no.

Uno de estos dictadores era el norcoreano Kim Jong Un, con quien Trump sostuvo tres cumbres de carácter histórico (en junio de 2018 en Singapur, en febrero de 2019 en Hanoi y en junio de 2019 en la zona desmilitarizada fronteriza de Panmunjom, donde el visitante estadounidense pisó simbólicamente suelo de Corea del Norte, algo impensable desde el Armisticio de 1953), luego de llamarle irónicamente "pequeño hombre cohete" desde la Asamblea General de la ONU y de destinarle tuits de amenaza o de mofa ("Yo también tengo un botón nuclear, pero es mucho más grande y poderoso que el suyo, y mi botón funciona"). 

Las cumbres Trump-Kim tuvieron mucho de ejercicio propagandístico de relaciones públicas provechoso para los dos partes, pero a la postre resultaron completamente estériles porque no sirvieron para cancelar la agresiva retórica belicista y los alardes armamentísticos (pruebas de misiles para intimidar a Corea del Sur) del régimen totalitario de Pyongyang, menos su desnuclearización. Con todo, Trump se jactó de que tenía una comunicación especial con el líder supremo norcoreano, quien supuestamente se lo "contaba todo" y al que consideraba un tipo "muy divertido" y "muy listo".

Afganistán

La Administración Trump heredó de la Administración Obama sendos despliegues del Ejército estadounidense en Siria e Irak, para combatir al Estado Islámico en el marco de la llamada Operación Inherent Resolve, y, en Afganistán, para ayudar al débil e ineficaz Gobierno del presidente Ashraf Ghani en su cada vez más difícil guerra contra los insurgentes talibanes, a través de la Operación Freedom's Sentinel y de la Misión Resolute Support, esta última bajo mando de la OTAN. El más costoso y agotador con creces era el frente afgano, que venía librándose desde 2001 sin visos de que los integristas, belicosos, correosos y combinando las tácticas de guerrilla y el terrorismo más sanguinario, pudieran ser aplastados alguna vez. 

El Gobierno estadounidense emprendió con los talibanes en Qatar unas conversaciones particulares que marginaron a las legítimas autoridades afganas y que, no sin contratiempos, culminaron el 29 de febrero de 2020 con la firma en Doha por los respectivos negociadores jefes de una Declaración Conjunta para Traer la Paz a Afganistán. Según el arreglo, Estados Unidos empezaría a retirar de manera escalonada todas sus tropas, 13.000 soldados, en el plazo de 14 meses, con el 1 de mayo de 2021 como fecha límite, al tiempo que el Gobierno de Ghani —profundamente molesto y a la vez alarmado por el unilateralismo de Washington, vital sostenedor, que quería marcharse rápidamente y además daba por sentadas decisiones sensibles en su nombre— procedería a liberar a 5.000 talibanes presos. 

A cambio, los talibanes se comprometían a impedir que el territorio bajo su control fuera terreno de operaciones para Al Qaeda, el Estado Islámico u otras organizaciones terroristas, a las que el Ejército estadounidense seguiría combatiendo, y, si sus exigencias de excarcelaciones eran satisfechas, a abordar con Ghani un "acuerdo político" y un "alto el fuego permanente e integral" para traer la paz al torturado Afganistán, que desde 1978 había encadenado diferentes fases de guerra. La Declaración de Doha suscitó las comparaciones con el Acuerdo de Paz de París de 1973 sobre Vietnam.

Al finalizar el mandato de Trump en enero de 2021, Estados Unidos había reducido su presencia militar a los 2.500 hombres y el Gobierno de Ghani liberado a los 5.000 presos talibanes, pero estos no hacían sino intensificar sus ataques con la evidente intención de conquistar Kabul y restaurar manu militari su Emirato teocrático de 1996-2001. El flagrante incumplimiento por los talibanes de las promesas hechas en Doha no afectó a la repatriación de las tropas estadounidenses. Sería la Administración Biden, meses después de asumir el Ejecutivo, la que encajaría el colapso total del Ejército afgano, la victoria militar de los talibanes y la evacuación, caótica y trágica, de los últimos efectivos de Estados Unidos y de muchos civiles afganos en agosto de 2021. 

Inevitablemente, la caída de Kabul a manos de los talibanes, producida en 2021 bajo Biden pero gestada ya bajo Trump, hizo recordar la caída de Saigón en 1975. Se habló de uno de los mayores desastres en la historia de la política exterior de Estados Unidos, que no obstante puso fin a su guerra más prolongada. Trump endosaría a Biden todas las culpas por el funesto desenlace afgano.

Israel, Irán y Oriente Próximo

En los conflictos de Oriente Próximo, la actuación de Trump cosechó censuras y también aplausos. Consecuente con lo prometido en la campaña electoral, el presidente anunció el reconocimiento por Estados Unidos de Jerusalén como la capital del Estado de Israel (diciembre de 2017) así como la soberanía israelí sobre los Altos del Golán (marzo de 2019), y ordenó el traslado de la Embajada desde Tel Aviv a Jerusalén (la nueva legación fue inaugurada en mayo de 2018). Eran unos pasos que quebraban todo un paradigma en la política exterior de Estados Unidos y levantaron protestas en la ONU.     Un gesto de fuerte simbolismo fue su visita (mayo de 2017) al Muro de las Lamentaciones de Jerusalén, el lugar más sagrado del Judaísmo, ante el cual pasó a los anales como el primer presidente de su país en realizar una oración tocado con la kipá.

Invariablemente alineado con la política palestina punitiva del primer ministro Binyamin Netanyahu, el presidente apadrinó los históricos Acuerdos de Abraham, por los que Israel normalizó las relaciones diplomáticas con Bahréin, Emiratos Árabes Unidos, Marruecos y Sudán entre septiembre de 2020 y enero de 2021. Trump alardeó de algo, la facilitación de la paz entre Israel y países árabes, que ni Bush ni Obama habían logrado. 

Previamente, en enero de 2020, el mandatario presentó a los líderes israelíes en la Casa Blanca su "acuerdo del siglo" para la paz en Oriente Medio, una "visión de paz, prosperidad y un futuro para mejorar las vidas de los pueblos palestino e israelí", que incorporaba como puntos la solución de los dos estados independientes mutuamente reconocidos y con capital compartida en Jerusalén, la desmilitarización de Palestina, que vería una "expansión territorial significativa", pero con pleno control por Israel de la seguridad sobre toda Cisjordania, y el retorno de los refugiados. 

El Gobierno palestino desestimó el plan porque consagraba la ocupación militar israelí de partes sustanciales de Cisjordania y limitaba la capitalidad palestina a algunos arrabales de Jerusalén oriental, dejando fuera los Santos Lugares, mientras que el Gobierno israelí se apresuró a indicar que la visión de Trump amparaba la anexión de áreas cisjordanas. Pero la postura de fondo de Netanyahu era el rechazo a la soberanía estatal palestina, así que el plan de Trump, como otras propuestas anteriores desde el hundimiento del Proceso de Oslo, no pasó de lo declarativo.

En la candente cuestión del programa nuclear de Irán, Trump hizo realidad también sus avisos revisionistas, para consternación de los aliados europeos. El 8 de mayo de 2018 el presidente anunció que Estados Unidos se desvinculaba del "desastroso" y "horrible" Plan de Acción Conjunto y Completo (JCPOA) de 2015 y que restablecía las sanciones "al más alto nivel" —comerciales, petroleras, financieras—, ya que la "amenaza nuclear iraní" únicamente admitía una "solución real, global y permanente"; ello pasaba por eliminar el programa de misiles balísticos de Irán, detener sus "actividades terroristas en todo el mundo" y bloquear su "actividad amenazadora a lo largo de Oriente Medio". 

Lo que siguió fue una escalada de declaraciones y mutuos gestos hostiles (el 8 de mayo de 2019 Teherán suspendió a su vez su cumplimiento de los puntos del JCPOA relativos a la limitación de las reservas de uranio enriquecido y de agua pesada), cuyo clímax se alcanzó el 3 de enero de 2020 al lanzar la USAF un ataque con drones y matar al general Qasem Soleimani, comandante de la Fuerza Quds de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica, cerca del aeropuerto de Bagdad. Cinco días después, Irán respondió con una represalia consistente en una salva de misiles balísticos contra dos bases aéreas de Estados Unidos en Irak, con el resultado de más de un centenar de soldados heridos. El tono de dureza y el lenguaje de la sanciones alcanzó asimismo fuera de Asia, en América, a la Cuba castrista y a la Venezuela bolivariana.

El asesinato del general Soleimani encolerizó al Gobierno de Irak, pues el bombardeo aéreo, además de ocurrir en territorio irakí, mató    a otras nueve personas, incluido un comandante de la organización paramilitar proiraní Fuerzas de Movilización Popular. El Parlamento irakí exigió la retirada de las tropas estadounidenses estacionadas en el país, que desde abril de 2018 no desarrollaban misiones de combate abierto contra el Estado Islámico. Trump accedió a evacuar algunas instalaciones, pero se resistió a una retirada total de los 5.000 soldados, aduciendo que el Estado Islámico, derrotado como poder paraestatal en 2017 (caída del autoproclamado Califato con capital Mosul), seguía constituyendo una amenaza en Irak, a sumar a los ataques esporádicos por parte de la milicia shií proiraní Kataeb Hezbollah.

La de Siria era otra de las "guerras interminables" de las que Trump preferiría librar a Estados Unidos, pero supuestamente sin dar pasos precipitados, en tanto siguieran las asechanzas del Estado Islámico. Lo cierto fue que en Siria, las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, involucradas desde 2014, no solo actuaron contra los yihadistas de manera rutinaria, sino también, en abril de 2017 y abril de 2018 principalmente, contra el Ejército del régimen de Damasco, a modo de represalia militar por su empleo de armas químicas contra los rebeldes combatientes en la guerra civil, pero también como una forma de hostigar a Irán. La Administración Trump no desistía de apostar por el derrumbe del Gobierno baazista de Bashar al-Assad, perspectiva sin embargo cada vez más lejana por los sostenimientos que este recibía de Irán y de Rusia.

En diciembre de 2018 el presidente chocó con el Pentágono al anunciar que, puesto que la guerra contra el Estado Islámico ya estaba prácticamente "ganada" en Siria, era hora de repatriar a los aproximadamente 2.500 soldados destacados en el norte del país árabe. Esto provocó la dimisión del secretario de Defensa, James Mattis, para quien marcharse de Siria supondría dejar en la estacada a los aliados kurdos de las Fuerzas Democráticas Sirias (SDF) y las Unidades de Protección Popular (YPG), valiosos en la neutralización del Estado Islámico y a su vez enfrentados a las facciones rebeldes proturcas y, a veces también, al Ejército sirio. Aunque prescindió de Mattis, Trump se plegó a un plan de reducción de tropas parcial, que apostaba por dejar acantonado un remanente de 400 hombres de manera indefinida.

En octubre de 2019 Trump anunció a bombo y platillo la muerte en una operación de fuerzas especiales del califa del Estado Islámico, Abu Bakr al-Baghdadi, en su escondrijo en la gobernación de Idlib, éxito que podía verse como su equivalente del momento bin Laden disfrutado por Barack Obama en 2011. Pero a cambio concitó la amonestación de la Cámara de Representantes, en un raro voto bipartidista de repudio al que se sumaron la mayoría de los congresistas republicanos, por acceder al requerimiento del presidente de Turquía y aliado de la OTAN, Erdogan, de que los efectivos estadounidenses no estorbaran una invasión de la franja nordeste de Siria, en la que iba a ser la tercera incursión del Ejército turco desde 2016, para expulsar a las SDF de la zona.

Con Trump, las bombas y los drones de Estados Unidos golpearon las franquicias regionales del Estado Islámico también en Libia, Somalia y Yemen. En el país magrebí, las operaciones, iniciadas en 2015 con Obama, se reanudaron en septiembre de 2017 y llegaron a su término justo dos años después, al darse por virtualmente erradicada la presencia de los yihadistas en Libia. En el Estado fallido del Cuerno de África, los ataques quirúrgicos comenzaron en noviembre de 2017 (desde 2011 al menos el objetivo había sido solo la potente guerrilla alqaedista de Al-Shabaab, que continuó estando en el punto de mira principal) y concluyeron en diciembre de 2020, cuando Trump ordenó la salida de la práctica totalidad de los 700 soldados destacados en Somalia para antes del final de su mandato. 

Los bombardeos con drones en Yemen, aunque dirigidos contra Al Qaeda en la Península Arábiga, se enmarcaron en el respaldo a la intervención militar árabe contra los rebeldes hutíes (shiíes proiraníes y antiisraelíes) liderada por Arabia Saudí, con la que en 2017 Trump, partidario de una "OTAN árabe", suscribió un gigantesco contrato de adquisición de armamento por valor de 350.000 millones de dólares a una década vista. Sin abandonar la región, Estados Unidos profundizó las relaciones con Egipto —otra férrea dictadura— y reconoció la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara Occidental para premiar la decisión por Rabat de reconocer a Israel. 

Rusia

Con Vladímir Putin, Trump mantuvo un trato ambivalente, tendente a la condescendencia. Puso sordina a las críticas de las políticas del Kremlin y también, lógicamente, dio por válido el mentís por el Gobierno ruso de las acusaciones de interferir en las elecciones de 2016 para beneficiar al entonces candidato republicano. El líder estadounidense apenas podía disimular su buen concepto personal de Putin, con quien se vio en las cumbres anuales del G20 y mantuvo una cumbre bilateral en Helsinki el 16 de julio de 2018. 

Ahora bien, las sanciones impuestas por la Administración Obama por la anexión ilegal de Crimea en 2014, contrariamente a lo especulado en la campaña electoral de 2016, no fueron levantadas por Trump; de hecho, en algunos capítulos se vieron reforzadas. Después de dejar la Presidencia, Trump sí iba a dar rienda suelta a los comentarios encomiastas del dictador ruso, y aún después de la invasión de Ucrania en febrero de 2022.

Replanteamiento de foros multilaterales

Además de repudiar el Acuerdo Transpacífico de 2016, reconfigurado por los demás socios de Asia, Oceanía y el Pacífico como Acuerdo Amplio y Progresista para la Asociación Transpacífica (TPP-11) en 2018, Trump, blandiendo siempre la estrategia de "América primero", exigió a los gobiernos de México y Canadá renegociar a fondo el tratado de libre comercio trilateral de 1992, el NAFTA, con el argumento de que estaba costando empleos e incrementado el déficit comercial de su país. Tras amenazar con liquidar el tratado de un plumazo, Trump consiguió que los vecinos del norte y el sur negociaran su sustitución por el Acuerdo Estados Unidos-México-Canadá (USMCA). En realidad poco diferenciado del anterior, el USMCA, de hecho llamado informalmente "NAFTA 2.0", fue adoptado por los mandatarios el 30 de noviembre de 2018 en el marco de la Cumbre del G20 en Buenos Aires y, una vez completado su proceso de ratificación nacional, entró en vigor el 1 de julio de 2020.

Trump concitó la acusación de arrastrar a Estados Unidos al aislacionismo y el egoísmo internacionales al decidir abandonar la UNESCO, dar portazo también al Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas (UNHRC) y dejar de contribuir con fondos a la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA). Incluso la Organización Mundial de la Salud (OMS) suscitó, en plena pandemia, el desprecio de Trump: en julio de 2020, el inquilino de la Casa Blanca notificó la intención de su país de rescindir la membresía a causa de la "mala gestión" de la COVID-19 por la agencia de la ONU y por sus "graves encubrimientos" del origen del coronavirus en China. Por otro lado, en octubre de 2018 el presidente comunicó que Estados Unidos se desvinculaba del Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio (INF) de 1987 porque Rusia lo estaba incumpliendo y porque China, potencia no signataria, estaba volcada en desarrollar su arsenal de misiles de combate.

China y comercio exterior

A China, además de irritarla con las alusiones al SARS-CoV-2 como el "virus chino", Trump le declaró una guerra comercial en toda regla en enero de 2018. Esgrimiendo las acusaciones de prácticas comerciales injustas, robo de propiedad intelectual y apropiación abusiva de conocimientos tecnológicos, Washington empezó a aplicar aranceles a las exportaciones de Beijing, que vio gravados en aduana productos como el aluminio, el acero, los paneles solares y las lavadoras con tarifas que oscilaban del 10% al 50%. También fue impuesto un riguroso boicot a las compañías de equipos de telecomunicaciones Huawei y ZTE, en el contexto de las preocupaciones sobre ciberseguridad y la competición estratégica por el desarrollo de la tecnología 5G de telefonía móvil. 

Cerca de la mitad de todas las importaciones estadounidenses procedentes de China, de bienes primarios, de equipo o de consumo, se vieron afectadas por algún tipo de barrera arancelaria o no arancelaria. Las devaluaciones competitivas del yuan hasta mínimos históricos vinieron a sumarse a la lista de agravios de Trump y en agosto de 2019 el Departamento del Tesoro designó a China "manipulador de divisas". Ciertos aranceles sectoriales fueron extendidos a la Unión Europea, Canadá, México (con el consiguiente peligro para el USMCA, en proceso de ratificación), Corea del Sur e India, algunos de los cuales, al igual que China, respondieron con sus propios aranceles de represalia. Las tarifas arbitrarias de Trump vinieron a minar el sistema de la Organización Mundial del Comercio (OMC). 

El 15 de enero de 2020 Estados Unidos y China sellaron un acuerdo, con cláusulas más favorables a la primera potencia, para contener los daños que la guerra comercial estaba produciendo en ambas economías, pero poco después la COVID-19 se encargó se trastornar todo el comercio internacional. Si en enero de 2017 Trump encontró un déficit comercial con la superpotencia asiática por valor de 347.000 millones de dólares, el -4,3%, a su salida en enero de 2021 el déficit se había rebajado un tanto por el declive de las importaciones, hasta los 310.000 millones. No pudo decirse lo mismo de la balanza comercial global con el conjunto del mundo, que vio agudizarse su saldo negativo: del -2,7% al -2,9%; es decir, en enero de 2017 Estados Unidos importó más que exportó por valor de 43 billones de dólares, mientras que cuatro años después la cifra se situaba en los 63 billones.

Paradójicamente, Trump sostuvo su contienda comercial con China al tiempo que realizaba elogios de Xi Jinping, con quien se entrevistó cuatro veces (en la visita de Estado a Beijing de noviembre de 2017 y en las cumbres del G20 de Hamburgo en 2017, Buenos Aires en 2018 y Osaka en 2019), más que nada por su condición de autócrata.

Economía, energía y medio ambiente

Otra promesa electoral cumplida fue el abandono del Acuerdo de París fruto de la COP 21, anunciado del 1 de junio de 2017 y hecho efectivo el 4 de noviembre de 2020, justo al día siguiente de las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Para el presidente, los objetivos de reducción de emisiones carbónicas del Acuerdo de París eran incompatibles con la irrenunciable ambición estadounidense de alcanzar la "independencia energética", pilar de la seguridad nacional que descansaba en la explotación acelerada de los abundantísimos hidrocarburos fósiles en su subsuelo, con apuesta especial por el petróleo y el gas de esquisto (shale) extraídos con la controvertida técnica de la fractura hidráulica (fracking), de la que el presidente era entusiasta. Las prospecciones no dejaron al margen el llamado Refugio Ártico de Alaska, lo que hizo a la organizaciones ecologistas poner el grito en el cielo.

Desde el levantamiento por el Congreso a finales de 2015 de una prohibición mantenida durante 40 años, desde tiempos de Gerald Ford, Estados Unidos estaba vendiendo al exterior petróleo y sus derivados a toda máquina. Tanto, que en 2020 la superpotencia norteamericana se convirtió en un exportador neto de petróleo crudo, superando siete décadas de dependencia continua de los hidrocarburos extranjeros. Ya en 2018 Estados Unidos adelantó a Arabia Saudí y Rusia para pasar a encabezar la tabla mundial de países productores de crudo, que no la de exportadores, ya que la mayoría del petróleo extraído se consumía en casa. Con respecto al gas natural, la mitad del cual se exportaba por tubería y la otra mitad licuado en buques metaneros, el liderazgo mundial ya existía desde 2009. Entre 2017 y 2020 la producción de petróleo crudo aumentó un 26% y la de gas de esquisto un 41%. Las exportaciones del primer producto, bendito "oro líquido" para Trump, avanzaron un impresionante 346%.

La economía estadounidense creció un 2,5% en 2017, un 3% en 2018 y otro 2,5% en 2019. Estas tasas pudieron haber sido aún mayores de no haber desplegado la Administración Trump su ofensiva de aranceles proteccionistas en el comercio internacional. La recesión pandémica de 2020 se comió el 2,2% del PIB, decrecimiento que sin embargo fue inferior al de la Gran Recesión de 2009. Para enero de 2021 la recuperación ya estaba en marcha. En el año de la irrupción del coronavirus, que cercenó el consumo y destruyó innumerables pequeños negocios, el paro rebotó desde el 3,5%, una tasa muy próxima al pleno empleo, hasta el 14,9%, colocándose en niveles propios de la Gran Depresión de los años treinta. Tan brutal deterioro del mercado laboral aconteció en tan solo dos meses, entre febrero y abril de 2020. Cuando Trump se despidió de la Casa Blanca menos de un año después, el paro se situaba en el 6,4%.

La reducción de los impuestos directos caracterizó el cuatrienio de Trump, a la vez que el gasto público se desorbitó, tendencia ya acusada desde antes de la pandemia. La Tax Cuts and Jobs Act de 2018 bajó los tipos marginales de los siete tramos del impuesto sobre la renta y recortó el impuesto de sociedades, donde el sistema de retenciones escalonadas de entre el 15% y el 35% fue suplido por un tipo fijo o tax flat del 21%. Una de las partidas fiscales más onerosas para la hacienda federal, por valor de 2,2 billones de dólares, fue la Coronavirus Aid, Relief, and Economic Security Act (CARES) de marzo de 2020, destinada a sostener los ingresos de las familias durante la emergencia sanitaria. 

Todo esto se tradujo en unos avances muy considerables del déficit del Gobierno federal y de la deuda pública nacional, la cual Trump había prometido aniquilar cuando su apuesta presidencial. Así, en términos porcentuales del PIB, el déficit presupuestario federal saltó del 3,1% al 14,7%, mientras que la deuda trepó del 105% al 126%, es decir, los 28 billones de dólares. Trump legó a Biden un cuadro financiero mucho más insano del que él había recibido de Obama.

Más información: