La geopolítica del espacio exterior
En abril de 2021, la agencia espacial rusa dirigida por Dimitry Rogozin declaró que probablemente Rusia no renovaría su acuerdo de cooperación con EEUU para gestionar conjuntamente la Estación Espacial Internacional. De materializarse la no renovación, eso transformaría el emblema de la cooperación espacial entre dos superpotencias rivales en una nueva evidencia de la actual reordenación de la geopolítica espacial global. Este funesto desenlace llega tras una serie de iniciativas polémicas por parte de Washington, que han socavado el régimen global de acuerdos que gobiernan la actividad humana en el espacio exterior.
En virtud del tratado firmado en 1967 Sobre los principios que rigen las actividades de los estados en la exploración y uso del espacio exterior, incluidos la Luna y otros cuerpos celestes (en adelante, OST, por sus siglas en inglés), el espacio exterior solo puede utilizarse con fines pacíficos. Firmado por 132 países, incluidos EEUU, Rusia y China, el OST define el espacio exterior como “patrimonio común” y permite solamente un “uso pacífico” del mismo en beneficio “de toda la humanidad”. El OST prohíbe las reclamaciones de exclusividad o soberanía “mediante el uso y la apropiación o por cualquier otro método”. Esto significa que nadie –ningún gobierno, ninguna organización y menos un puñado de multimillonarios– puede privarle a otro acceder a cualquier parte del espacio exterior. Tampoco puede privarle el acceso a una infraestructura espacial de otro país fuera de la Tierra, siempre que la solicitud se haga de manera razonable. Y todos tienen la obligación de asistir a los demás siempre que sea necesario y posible.
Este tratado ha gobernado el compromiso humano con el espacio exterior durante medio siglo. Con la excepción de algunas flagrantes infracciones –como las pruebas de misiles antisatélite hechas por EEUU, Rusia, China e India– este régimen predominantemente pacífico ha favorecido el desarrollo de la globalización que en muchos casos se apoya tecnológicamente en satélites en la órbita terrestre. Dado que la mayor parte de los países han acatado los principios del OST, los estados y las empresas han gozado de una relativa estabilidad para desarrollar y desplegar dichas tecnologías.
Sin embargo, a partir del año 2015 y en tiempos de Obama, EEUU ha empezado a confrontar los preceptos de la OST, con la firma de la Ley de Competitividad sobre Lanzamientos Comerciales al Espacio. En contradicción con el articulado y el espíritu del OST dicha ley reconoce la apropiación privada por parte de nacionales estadounidenses de cualquier recurso descubierto en el espacio exterior, y no solo eso, sino que permite que los ciudadanos estadounidenses puedan demandar a cualquier entidad que entorpezca la apropiación privada de cualquier recurso espacial. En la misma línea, en 2019, el Congreso de EEUU autorizó la creación de una “Fuerza Espacial”, ignorando las múltiples objeciones que surgieron de entre las filas de los dos grandes partidos por razones legales, presupuestarias y morales. La decisión –ejecutada en pleno Estado de Emergencia Nacional por la pandemia de la COVID-19, fue seguida por una orden ejecutiva del presidente Trump –fechada el 6 de abril de 2020– con el objetivo de promover la explotación minera de la Luna y de otros planetas por parte del sector privado, y que manifestaba explícitamente la desaprobación de la idea del espacio exterior como un patrimonio común de la humanidad. Es, por tanto, cada vez más urgente y necesario que se lleve a cabo una investigación profunda sobre el impacto de estas decisiones sobre las dinámicas geopolíticas vigentes en, y afectadas por, el espacio exterior.
Hay dos formas de pensar en la geopolítica del espacio exterior. La primera es la más común entre el público euro-norteamericano, y consiste en una retahíla de “lugares comunes” sobre la inminente “carrera espacial”, que se está “calentando”, entre tal y cual país. Se trata de una narrativa excluyente, ya que solo considera unos cuantos actores como relevantes, que ha ganado tracción con la creación de la Fuerza Espacial de los EEUU (US Space Force), y que reduce la inmensidad y el enorme potencial del espacio exterior a una suerte de ”terreno de juego” en el que se libra “una guerra por la dominación”. Esta visión excluye otros usos potenciales –científico, cultural, comercial o en aras del desarrollo nacional– para poner en primer plano los intereses militares y comerciales coaligados. Es esta una visión estrecha y rancia, que mira con nostalgia a los tiempos de la Guerra Fría, con China ahora en el papel de la URSS.
Sin embargo, existe también una aproximación alternativa a la geopolítica del espacio exterior, basada en la realidad de los hechos y no tanto en las intrigas de la rivalidad entre superpotencias. Esta perspectiva, mucho más exhaustiva, desvela hoy que 106 gobiernos nacionales dedican recursos a actividades relacionadas con el espacio. Así pues, la afirmación de que “el espacio nos pertenece a todos” no se limita solo a un principio; es una práctica vigente y coherente con el OST. En el continente africano, por ejemplo, existen ya 20 programas espaciales nacionales (y van en aumento), y planes para crear en los próximos años una Agencia Espacial Africana, con sede en Egipto. Los ejemplos de cooperación internacional son la norma, no la excepción; así, por ejemplo, el brasileño Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales proporciona formación, datos de código abierto y desarrollo de capacidades a centros análogos de otros países con bosques tropicales en América del Sur, el Sudeste Asiático y África Central. Incluso para países aparentemente rivales, como EEUU y Rusia, o China e India, la cooperación espacial supone una oportunidad para el intercambio científico, técnico y diplomático de alto nivel. Esta impresionante proliferación de compromisos espaciales en todo el mundo es, exactamente, lo que preveía el OST. Cuando la comunidad internacional se reunió, en plena Guerra Fría, para forjar este tratado, a priori improbable, acordó otorgar al espacio un estatus diametralmente opuesto al que las grandes potencias habían otorgado a la Tierra durante los últimos cinco siglos.
La geopolítica ha sido, históricamente, la doctrina territorial de los estados que aspiran a convertirse en imperio. Sus interpretaciones más recientes, críticas, fundamentadas y empíricamente robustas, suponen una mejora sensible respecto a las que dominaron el siglo XX. Pero las viejas nociones siguen vivas y en la actualidad parecen reafirmarse. Para ello, resulta crucial tener consciencia de que existe más de una manera de aproximarse a la geopolítica del espacio exterior, dado que la forma en la que lo interpretamos determina cómo lo tratamos y, por extensión, cómo nos tratamos unos a otros.
Algunos geopolíticos críticos como Gearóid Ó Tuathail y Klaus Dodds, han subrayado acertadamente que el término evolucionó de la mano de las “tragedias bélicas” de comienzos del siglo XX: tras la Segunda Guerra Mundial, el pensamiento geopolítico fue visto como un veneno intelectual debido a su asociación con el nazismo y al fascismo; tiñó el genocidio, el racismo y el espíritu de conquista con una pátina de racionalidad científica, otorgándole un carácter casi espiritual a la noción de territorio, algo muy propio de las ideologías fascistas. No es descartable que suceda algo similar con la geopolítica del espacio exterior, dada la sugerente inmensidad del espacio, y que ello despierte en los militaristas, mineros y colonizadores, la sed de conquista de esta última frontera.
Naturalmente, los fascistas no inventaron los fundamentos de la competición geopolítica de la nada. Los historiadores y otros académicos han identificado ejemplos de incipiente pensamiento geopolítico ya en el Imperio Romano, en el pensamiento de las dinastías chinas o en las de Mongolia. Delimitar, destruir y apropiarse de los bienes comunes son prácticas territoriales intrínsecas al colonialismo y de los creadores de imperios. Sin embargo, en paralelo a la gran narrativa dominante –la de la conquista del espacio, quizá también deberíamos preguntarnos si al establecer el espacio exterior como un bien común global la comunidad internacional pudo haberse dotado de una aproximación alternativa a la relación entre poder y territorio.
Una geopolítica crítica del espacio exterior debe ir más allá de quién construye la primera base lunar para, y de manera mucho más importante, comprender como el espacio exterior puede ayudarnos a resolver los problemas del planeta Tierra. Hoy día, las comunidades indígenas del Amazonas emplean dispositivos portátiles conectados por satélite para prácticamente todo, desde catalogar especies de plantas medicinales hasta informar de operaciones ilegales de extracción de oro. Con esas mismas herramientas, técnicos del EOS, el programa de Observación de la Tierra, están monitoreando en Gabón la destrucción de los manglares para combatir el cambio climático. Satélites argelinos proporcionaron las imágenes que sirvieron para rastrear y controlar los incendios forestales que devastaron los bosques de Argentina en 2020. Vietnam y Ucrania están cooperando en el desarrollo de satélites y en astronomía. En lugar de dar por bueno el relato de las “superpotencias rivales”, debemos denunciar las violaciones del tratado que amenazan con impedirnos al conjunto de gozar, en paz, de los bienes comunes que nos promete el espacio exterior.
Por consiguiente, la geopolítica del espacio exterior no trata solo de lo que sucede “allí afuera”, sino, y eso es más relevante, de lo que está sucediendo aquí en la Tierra. Esto significa que no es posible separar la geopolítica del espacio exterior de los problemas sociales, ambientales, económicos o políticos que nos preocupan. Todos dependemos de que continúe la gobernanza pacífica del espacio exterior y que se mantenga como un bien común global. Cada día, miles de millones de personas utilizamos nuestros dispositivos conectados por satélite para navegar, para conocer el pronóstico del tiempo y para comunicarnos. La militarización del espacio pone en riesgo la delicada infraestructura de la que depende la vida moderna, mientras que su privatización abre la puerta a que unos pocos actores comerciales puedan frustrar los intereses de la comunidad científica global; astrónomos de todo el mundo se quejan del malbarato de sus observaciones por el lanzamiento de megaconstelaciones de satélites, como los de SpaceX y los propuestos por OneWeb. La privatización y la contaminación del espacio cercano a la tierra por parte de unos pocos pone en peligro el desarrollo espacial y nacional de otros muchos. Así lo creen también las Naciones Unidas, que consideran el acceso al espacio esencial para alcanzar los objetivos de la Agenda 2030 para un Desarrollo Sostenible. Dado que el espacio exterior nos pertenece a todos, todos somos responsables de preservarlo, y de preservarnos los unos a los otros. Esta es una lógica que la geopolítica de las superpotencias no alcanza a comprender. Todos tenemos mucho que perder si finalmente, el espacio exterior es militarizado, privatizado o contaminado en beneficio de una pequeña minoría.