Felipe González Márquez

La modernización de España en múltiples campos y su completa integración en el concierto europeo tuvieron lugar en los 14 años de Gobierno, entre 1982 y 1996, de Felipe González, líder del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y una de las figuras clave de la transición democrática. La traumática reconversión industrial de los años ochenta, las medidas sociales de signo izquierdista seguidas de recortes y reformas con criterio liberal, el ingreso en las Comunidades Europeas y el referéndum sobre la permanencia en la OTAN jalonaron una gestión, muchas veces contestada, que fue el reflejo de unas transformaciones ideológicas y programáticas personales, tendentes a la moderación y el realismo en política "Al gobernar aprendí a pasar de la ética de los principios a la ética de las responsabilidades", afirma hoy. 

Tras cuatro victorias consecutivas, González no fue capaz de remontar el lento declive electoral de su partido, erosión que estimularon los escándalos de corrupción, las turbias ramificaciones de la guerra sucia contra el terrorismo de ETA, los desequilibrios financieros y el elevado desempleo. Aunque retirado de la profesión política, el ex presidente, cofundador del Club de Madrid, continúa activo en las palestras europeas y latinoamericanas.

(Texto actualizado hasta 1 marzo 2010)


1. Líder de la oposición democrática a caballo entre dos regímenes

2. Triunfo electoral socialista en 1982 con el mensaje del cambio: reformas sociales y reconversión industrial

3. Despegue económico, liberalización y contestación sindical

4. El relanzamiento de las relaciones internacionales de España: la OTAN y la CEE

5. 1992, año emblemático con resaca económica

6. Enfrentamientos en el PSOE, casos de corrupción y la trama de los GAL

7. La "dulce derrota" de 1996

8. Actitudes evasivas y prolongación del ascendiente internacional

9. Aportaciones intelectuales, reconocimientos y aspectos personales

1. LÍDER DE LA OPOSICIÓN A CABALLO ENTRE DOS REGÍMENES

El segundo de cuatro hermanos, sus padres fueron Felipe González Helguera, un tratante de ganado emigrado a Sevilla desde su Cantabria natal en 1929, de convicciones republicanas, azañista y militante del sindicato socialista Unión General de Trabajadores (UGT), y Juana Márquez Domínguez, natural de la provincia de Huelva. El negocio de venta de vacas montado por don Felipe en el barrio sevillano de Bellavista reportó a la familia una situación económica relativamente desahogada, gracias a la cual su vástago tocayo pudo cursar el bachillerato en el colegio que los Padres Claretianos regentaban en la capital andaluza, y después el preuniversitario en el Instituto San Isidoro.

Matriculado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Sevilla, en 1965, el año previo a su licenciatura, el joven asistió a un curso de Economía en la Universidad Católica de Lovaina, Bélgica. Una vez obtenido el título de abogado, González abrió un bufete especializado en litigios laborales, lo que le permitió conocer de primera mano los problemas de los trabajadores en los años del desarrollismo de la dictadura franquista. Al principio militante de las Juventudes Universitarias de Acción Católica y de las Juventudes Obreras Católicas, cuya orientación era democristiana, en 1962 se afilió a las Juventudes Socialistas y dos años después ingresó en el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), que estaba prohibido en España desde el final de la Guerra Civil en 1939 y cuyos dirigentes históricos operaban en el exilio. Su actividad se desarrolló, por tanto, en la clandestinidad, y en 1971 su participación en manifestaciones contrarias al régimen del general Franco le acarreó una detención policial.

Durante un tiempo, González combinó la práctica legal como abogado laboralista con la docencia en su antigua facultad. En julio 1969, regresado a tal efecto de uno de sus viajes solapados a la vecina Francia para reunirse con los camaradas en el exilio, contrajo matrimonio en Sevilla con Carmen Romero López, hija de un coronel médico del Ejército, profesora de instituto y militante socialista desde el año anterior, con la que iba a tener tres hijos, Pablo, David y María.

El liderazgo del PSOE: de Suresnes al Congreso Extraordinario de 1979

Dentro del PSOE, González ingresó en el Comité Provincial de Sevilla en 1965, en 1969 accedió al Comité Nacional y en 1970 fue elegido miembro de la Comisión Ejecutiva. En agosto de 1972, en representación de la Ejecutiva del interior, que pugnaba con la Ejecutiva del exterior, participó en el XXV Congreso del partido, celebrado en Toulouse. Dos años después, en octubre de 1974, el XXVI Congreso, reunido en Suresnes, le encumbró a la Secretaría General, que se encontraba vacante desde la cita de Toulouse debido a las desavenencias internas. González, conocido por sus camaradas como Isidoro, tenía solamente 32 años.

En aquella ocasión, el sector histórico del PSOE, integrado por los veteranos del exilio y encabezado por el secretario general entre 1944 y 1972, Rodolfo Llopis Ferrándiz, un viejo colaborador del que fuera presidente del Gobierno y del partido en los años de la Segunda República, Francisco Largo Caballero (y que sacaba a su sucesor en el cargo la friolera de 47 años), fue definitivamente relegado, tras dos años de cisma, por los renovadores del interior, donde Felipe, secundado entre otros por Nicolás Redondo Urbieta (cabeza del socialismo vasco) y Pablo Castellano Cardalliaguet (portavoz del socialismo madrileño), terminó llevando la voz cantante al convertirse en una solución de compromiso. El joven Isidoro ganó la partida a los llopistas y su PSOE Histórico en buena medida gracias al patrocinio de las máximas figuras de la socialdemocracia europea, como el italiano Pietro Nenni, el sueco Olof Palme y el alemán Willy Brandt, quienes hicieron valer su peso en la Internacional Socialista para que ésta reconociera al PSOE Renovado como el legítimo representante del socialismo español.

Tras la muerte de Franco en noviembre de 1975, González, instalado ya en Madrid junto con su familia, pasó a liderar una parte de la oposición española al frente de la Plataforma de Convergencia Democrática, que en marzo de 1976 se fusionó con la Junta Democrática de España que animaban el Partido Comunista de España (PCE) y su secretario general, Santiago Carrillo Solares, dando lugar a la Coordinación Democrática, más conocida como la Platajunta. En el XXVII Congreso socialista, en diciembre de 1976 en Madrid y primero de los celebrados en España desde la Guerra Civil, González fue ratificado como secretario general mientras que el veterano dirigente Ramón Rubial Cavia obtuvo el puesto honorífico de presidente del partido.

Legalizado finalmente en febrero de 1977 por el Gobierno reformista de Adolfo Suárez González, el PSOE concurrió a las primeras elecciones generales democráticas, de carácter constituyente, el 15 de junio de 1977. Con el 29,2% de los votos y 118 escaños, el primero de los cuales, por Madrid, pasó a ocuparlo su secretario general, el PSOE se colocó como la segunda fuerza del Congreso de los Diputados y superó amplísimamente al PCE, su rival por la izquierda, que hubo de conformarse con el 9,3% de los votos y 19 escaños. El trasvase masivo del denominado voto útil favoreció la aplastante superioridad de los socialistas en el arco de la izquierda, posición hegemónica que ya no perderían.

En su lustro como líder de la oposición democrática, González esgrimió un discurso radicalmente contrario a la entrada de España en la OTAN, que calificó de "tremendo error" y de "barbaridad histórica", y su antagonismo parlamentario al Gobierno de la Unión de Centro Democrático (UCD) encabezado por Suárez, carente de la mayoría absoluta, fue tan duro que contribuyó decisivamente a su caída en febrero de 1981, cuando la falta de apoyos en su propio partido no dejó al presidente nombrado por el rey Juan Carlos I en 1976 otra salida que la dimisión. En mayo de 1980, en un momento sumamente delicado por la crisis económica, la ofensiva terrorista de la ETA vasca y los rumores de sables en los cuarteles, los socialistas ya intentaron derribar a Suárez mediante una moción de censura que no prosperó.

En el campo ideológico propio, González insistió en la necesidad de eliminar la invocación del marxismo en la doctrina del PSOE y de convertir a éste en un partido moderno e interclasista, homologable a la socialdemocracia europea (y tal como había hecho, por ejemplo, el SPD germanooccidental en 1959 con su Programa de Bad Godesberg), la cual, por su parte, le respaldó nombrándole el 7 de noviembre de 1978 vicepresidente de la Internacional Socialista, donde entró a colaborar directamente con su presidente, el ex canciller Brandt.

González vio derrotada su ponencia transformadora en el XXVIII Congreso, el 17 de mayo de 1979, viéndose obligado a dimitir y a entregar la dirección a una gestora interina. Pero en septiembre del mismo año, un Congreso Extraordinario le repuso en la Secretaría General con el 86% de los votos. La victoria de González fue total al conseguir también el aggiornamento del partido, que renunció a la ideología marxista, abrazó la definición socialista democrática y se configuró como una organización federal, amoldada al incipiente Estado de las autonomías en la articulación territorial de España. El XXVIII Congreso creó también el cargo de Vicesecretario General, para el que eligió a Alfonso Guerra González, hasta entonces secretario de Organización. Paisano sevillano e ingeniero de formación, Guerra era, desde su coincidencia en la Universidad, un inseparable compañero de aventura política de González, relación dinámica que se intensificaría a partir de ahora.

Durante el intento de golpe de Estado perpetrado por un sector involucionista del Ejército en febrero de 1981, el llamado 23-F, González vivió un apurado trance personal al ser uno de los dirigentes políticos separados de su escaño en el hemiciclo del Congreso, que sesionaba la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo como nuevo presidente del Gobierno, y encerrados en una dependencia por los guardias civiles que asaltaron el palacio legislativo y ametrallaron su techo para aterrorizar a los diputados. Hasta que el golpe fracasó y sus captores se rindieron, el líder socialista pasó unas angustiosas horas, bajo el temor de ser ejecutados sumariamente, en compañía de Guerra, Carrillo, el teniente general y vicepresidente Manuel Gutiérrez Mellado y el ministro de Defensa Agustín Rodríguez Sahagún (la misma peripecia sufrió Suárez, que permaneció aislado en otra sala).

2. TRIUNFO ELECTORAL SOCIALISTA EN 1982 CON EL MENSAJE DEL CAMBIO: REFORMAS SOCIALES Y RECONVERSIÓN INDUSTRIAL

Consolidado como una alternativa de gobierno en las legislativas del 1 de marzo de 1979, ocasión en la que alcanzó el 30,5% de los votos y los 121 diputados, el PSOE obtuvo una victoria arrolladora en las votaciones del 28 de octubre de 1982 con el 48,3% de los sufragios y 202 diputados. El vuelco del panorama político —doblemente histórico, pues, además del hundimiento total sufrido por la UCD, nunca antes un partido de izquierda había recibido tantos votos en solitario en España— supuso para el PSOE el regreso al poder ejecutivo que había ocupado por última vez en 1939, cuando la victoria del bando sublevado en la Guerra Civil puso final al Gobierno republicano presidido por Juan Negrín López.

González fue investido presidente por el Congreso el 1 de diciembre con 207 votos a favor, 116 en contra y 21 abstenciones, y al día siguiente prometió el cargo ante el rey en el Palacio de la Zarzuela. Su Gabinete, en el que destacaban varios exponentes de la intelligentsia del partido con un sólido bagaje universitario, tomó posesión en la jornada posterior.

Los principales lugartenientes de González en su flamante Gobierno, todos ellos a caballo entre la tercera y la cuarta décadas de edad, eran: Guerra, en la Vicepresidencia; Miguel Boyer Salvador, en Economía y Hacienda; Carlos Solchaga Catalán, en Industria y Energía; Narcís Serra i Serra, en Defensa; José Barrionuevo Peña, en Interior; Joaquín Almunia Amann, en Trabajo y Seguridad Social; Fernando Ledesma Bartret, en Justicia; José María Maravall Herrero, en Educación y Ciencia; y Javier Solana Madariaga en Cultura. A una generación anterior pertenecía el diplomático Fernando Morán López, nombrado ministro de Asuntos Exteriores. De ellos, sólo Guerra, Almunia, Maravall y Solana eran miembros de la Comisión Ejecutiva Federal socialista salida del XXIX Congreso del partido, en octubre de 1981.

La llegada al Gobierno de los socialistas alumbró en amplios sectores de la sociedad española esperanzas de mejoras y transformaciones a todos los niveles, en un país que en numerosos aspectos arrastraba un considerable retraso con relación a las democracias más consolidadas de Europa occidental. En este sentido, caló profundamente el lema, Por el Cambio, ondeado por el PSOE durante la campaña en un brillante ejercicio de marketing electoral. Por otro lado, los electores conservadores miraban a González y los suyos con diversos grados de recelo y temor, en la sospecha de que el cambio prometido pudiera traducirse fácilmente en medidas radicales de corte izquierdista.

En el terreno social, el país empezó a experimentar claros progresos. Por un lado, se modernizaron los tramos escolares básicos mediante la Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE) de julio de 1985, que incorporó también el sistema de colegios concertados. A la LODE le siguió en octubre de 1990, ya en la tercera legislatura socialista, la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE), que, derogando la Ley General de la Educación (LGE) de 1970, reestructuraba los ciclos académicos y universalizaba la educación pública gratuita hasta los 16 años. Anteriormente, la escolaridad obligatoria en España finalizaba a los 14 años. En noviembre de 1995 fue aprobada, con fuerte rechazo de los sindicatos de profesores, la Ley Orgánica de Participación, Evaluación y Gobierno de los Centros Docentes (LOPEG).

Por otro lado, se desarrolló un amplio sistema de Seguridad Social integral y sostenido por las cotizaciones de los afiliados, que tomó como referencia el modelo del Estado del bienestar característico de otras latitudes. La Ley General de Sanidad (1986) reguló el funcionamiento de un Sistema Nacional de Salud que brindaba asistencia sanitaria pública, gratuita, universal y de alta calidad. El nuevo marco cambió el modelo de sanidad pública en España: la prestación del servicio dejó de depender de la cotización de los trabajadores, es decir, dejó de concebirse como un seguro social, y se reformuló como un derecho ciudadano universal, de carácter ineludible.

Uno de los jalones de la legislación social, manifiestamente mejorable para las asociaciones feministas pero una decisión aciaga para los grupos pro vida y la Iglesia Católica (que ya había condenado la introducción de la píldora anticonceptiva en España en 1978 y recibido igualmente mal el divorcio civil en 1981), fue, mediante la Ley Orgánica 9/1985 de Reforma del Código Penal, la despenalización parcial del aborto, el cual pasó a ser legal en determinados supuestos y períodos de gestación. Aprobada por el Consejo de Ministros en febrero de 1983 y por el Congreso en octubre siguiente, y promulgada el 5 de julio de 1985, la nueva normativa autorizaba la interrupción del embarazo en centros públicos o privados en tres situaciones: en caso de violación (supuesto criminológico), dentro de las 12 primeras semanas de gestación; cuando existieran graves taras físicas o psíquicas del feto (supuesto eugenésico), dentro de las 22 primeras semanas; y cuando hubiera riesgo grave para la salud física o psíquica de la madre (supuesto terapéutico), en este caso sin límite temporal.

Las reformas en la estructura económica

Al poco de constituirse, el Gobierno desató en el sector productivo unas reformas estructurales que González consideraba ineludibles para la modernización del país. El elemento más visible de este proceso fue la traumática reconversión industrial, que clausuró y desmanteló en buena medida la industria pesada, obsoleta y en su mayor parte incapaz de sostenerse sin grandes aportes de dinero público, que se había ido construyendo desde la autarquía de los primeros años del franquismo. Las compañías intervenidas pertenecían al Instituto Nacional de Industria (INI), un organismo del Estado que había cumplido su función desarrollista pero que ahora no encajaba con las necesidades de diversificación de la economía española y su apertura al comercio internacional. Las reformas internas se tornaron más perentorias tras el ingreso en 1986 en la CEE y la consiguiente imposición por Bruselas de una política de subvenciones públicas mucho más exigente, ligada a unos criterios de racionalidad y viabilidad.

El 6 de julio de 1983 el Consejo de Ministros aprobó la reconversión de la siderurgia integral, que tuvo un durísimo impacto en las economías locales del País Vasco, Asturias, Cantabria y Valencia. La destrucción masiva de empleo a que dieron lugar la reconversión del acero y la subsiguiente ruina de numerosas pequeñas empresas privadas que recibían contratos de las grandes públicas convirtió en un fiasco la promesa hecha por el líder socialista de crear 800.000 puestos de trabajo en la primera legislatura. En 1984 el Gobierno lanzó la reconversión de los grandes astilleros, que arrastraban unos balances de cuentas muy deficitarios, y el resultado fue otro movimiento huelguístico en el País Vasco, Asturias, Galicia y Andalucía. Una aparente contradicción anidaba en los planes del Ejecutivo, que sostenía que para crear o mantener empleos, antes había que sacrificar otros. Galicia, el País Vasco, Asturias, Andalucía, Valencia y el cinturón fabril de Barcelona fueron declaradas Zonas de Urgente Reindustrialización.

Los cierres fabriles, los "planes de competitividad" y los "contratos-programa", que supusieron el despido o jubilación anticipada de decenas de miles de trabajadores y que encontraron una encarnizada resistencia sindical, afectaron en sucesivas oleadas hasta bien entrados los años noventa a los sectores de la siderurgia (Altos Hornos de Vizcaya en Sestao y Baracaldo, Ensidesa en Avilés y La Felguera de Langreo, Altos Hornos del Mediterráneo en Sagunto, Foarsa en Reinosa), la minería del carbón (Hunosa y Figaredo en Asturias), la construcción naval (astilleros de las rías de Bilbao y Vigo, El Ferrol, Cartagena y la bahía de Cádiz) y otros, como la industria química, el textil, los bienes de equipo y los contratistas de defensa. En diciembre de 1983, en un coloquio con periodistas, González justificó su estrategia industrial con estas palabras: "Me gustaría que todos los españoles hicieran un esfuerzo de comprensión para darse cuenta de la necesidad de proceder a una reconversión industrial, que es fundamental para nuestra puesta al día europea, entremos o no en el Mercado Común".

En 1994 surgió la Corporación Siderúrgica Integral (CSI) para englobar a las instalaciones siderúrgicas que habían sobrevivido al proceso de cierre y desmantelamiento, en Asturias y el País Vasco. Estas eran una serie de altos hornos de fundición de mineral y factorías de coque que la antigua Ensidesa tenía en Gijón y Avilés (en lo sucesivo, el único caso de siderurgia integral en España), más la nueva acería compacta de Sestao. En la automoción, el fabricante de automóviles SEAT, una vez desvinculado de la Fiat italiana, fue vendido por el INI a la alemana Volkswagen en un proceso por etapas que culminó en 1990, no sin someterlo a un severo recorte de la plantilla e inyectarle cientos de miles de millones de pesetas para cubrir su déficit.

Por otro lado, el 23 de febrero de 1983 el Gobierno expropió por decreto el holding empresarial Rumasa, uno de los mayores grupos privados del país, propiedad de José María Ruiz Mateos. Según el ministro Boyer, Rumasa se encontraba en una situación de virtual quiebra, debido a su fuerte endeudamiento, empezando con la Seguridad Social, y de una serie de arriesgadas inversiones; en consecuencia, el Gobierno se había visto obligado a expropiarla para utilidad pública y en interés social, para proteger el erario del Estado, los puestos laborales de los 60.000 trabajadores del grupo y los intereses de sus accionistas.

Medida intervencionista espectacular que levantó una ruidosa polémica, la oposición centrista y derechista la cubrió de críticas no tanto por su necesidad como por el procedimiento expeditivo empleado, aunque el PSOE ganó para su lado a los comunistas y a los nacionalistas vascos en la convalidación parlamentaria del decreto-ley de expropiación. A posteriori, el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo establecieron en varias sentencias que la decisión gubernamental de 1983 sobre Rumasa se había ajustado a la ley y que el demandante y máximo afectado, Ruiz Mateos, no tenía derecho a la restitución. El Gobierno sopesó nacionalizar Rumasa, pero finalmente se decantó por su fraccionamiento y reprivatización.

En 1985, mientras ejecutaba la reconversión industrial con pulso firme, el Gobierno socialista inició también un proceso de reestructuración orgánica y de redefinición jurídica de las compañías de titularidad pública, que entonces se aproximaban a las 200, sin contar los varios centenares de firmas que dependían del Estado de manera indirecta al tratarse de filiales o subfiliales de las anteriores. Este vasto patrimonio estatal se abrió parcial o totalmente, según los casos, a la capitalización privada, mediante la venta directa (como se hizo con SEAT, la siderúrgica Sidenor y la energética Enagás), mediante la venta de acciones en bolsa, o bien a través de un concurso público de ofertas. Algunas firmas que no eran rentables o que no encontraron comprador, fueron liquidadas.

En los últimos años de la administración de González, el parque de empresas del Estado experimentó, más que la privatización sistemática, un proceso de racionalización directiva, que asumía la mentalidad empresarial en el mercado común europeo altamente competitivo y ponía énfasis en la eficiencia de los holdings públicos que tenían encomendada la gestión de las compañías. La gran privatización del sistema vendría a partir de 1996, tras la marcha de González; con los socialistas, ese proceso arrancó, pero los esfuerzos se centraron en la reorganización de sectores productivos enteros y en las fusiones que afectaron a muchas corporaciones, antes de o durante su privatización parcial. Todo ello, repetía machaconamente el Gobierno, se hacía en aras de la modernización y la competitividad de la matriz productiva nacional.

Las realizaciones más visibles de este proceso de concentración de empresas de un mismo ramo y de holdings gestores tuvieron lugar en el último lustro de la presidencia de González. En mayo de 1991 nació la Corporación Bancaria de España, luego conocida como Argentaria, como una sociedad estatal y una entidad de crédito que federaba seis bancos públicos: el Banco Exterior de España, la Caja Postal de Ahorros, el Banco de Crédito Industrial, el Banco de Crédito Agrícola, el Banco de Crédito Local y el Banco Hipotecario de España. El macrogrupo bancario, que mantuvo su naturaleza pública, era una operación necesaria ante las recientes fusiones acometidas en la gran banca privada. De hecho, Argentari se convirtió en la mayor entidad financiera del país, por delante de los bancos Bilbao Vizcaya (BBV, con el que terminaría fusionándose, privatización mediante, en 1999), Santander y Central Hispano (BCH).

En julio de 1992 nació el holding público multisectorial TENEO, vasta sociedad anónima que acogió a todas las empresas del INI, 47, capaces de gestionarse y de competir en el mercado sin recurso a los presupuestos generales del Estado. Más tarde, en junio de 1995, el INI y el Instituto Nacional de Hidrocarburos (INH, a cuyo cargo estaba la petrolera Repsol, la principal compañía industrial del país por volumen de negocio), fueron disueltos y en su lugar se establecieron dos nuevos entes, la Agencia Industrial del Estado (AIE) y la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI). 

De acuerdo con el nuevo esquema, las empresas deficitarias que sí dependían de la financiación pública para su sostenibilidad quedaban bajo responsabilidad de la AIE, mientras que Repsol y el grupo TENEO se subordinaban a la SEPI. Por otro lado, el Grupo Patrimonio dio lugar a una doble Sociedad Estatal de Participaciones Accionariales (SEPA I y SEPA II). En todos estos años, los sucesivos holdings fueron vendiendo paquetes de acciones de, entre otras, la eléctrica Endesa, la electrónica Indra, la papelera Ence y Repsol. Lo mismo sucedió con Argentaria y con el monopolio Telefónica.

3. DESPEGUE ECONÓMICO, LIBERALIZACIÓN Y CONTESTACIÓN SINDICAL

El control de la inflación, que alcanzaba el 14,6% a finales de 1982, constituyó un objetivo confeso desde el momento en que quedó de manifiesto el pronto abandono de la estrategia estatista. Anticipándose incluso a los socialistas franceses, que hasta el cambio de Gobierno en 1984 no renunciaron a su política de nacionalizaciones y de regulación a ultranza, González fue decantándose por un pragmatismo promercado que intentaba aunar la liberalización de la economía y una política social activa, lo que le granjeó la confianza del gran capital y la patronal. Esta última, que venía pregonando que sin podas en el déficit público y en los elevados tipos de interés, y sin la flexibilización del mercado de trabajo acompañada de moderación salarial, no vendrían inversiones productivas ni se crearía empleo, accedió a firmar el Acuerdo Económico y Social con el Gobierno y los sindicatos cuando apreció que el primero estaba asumiendo lo esencial de sus tesis.

La primera legislatura gobernada por González, rica en decisiones ejecutivas y en novedades legislativas de corte rupturista, tuvo un balance mixto en el que predominó la sensación de que lo más duro de la reconversión industrial ya había pasado y de que el futuro inmediato, ahora que el país era miembro de la CEE, forzosamente tenía que traer mejoras en materia de crecimiento y de empleo. El paro era la gran asignatura pendiente de González. La tasa no había hecho más que aumentar desde la restauración de la democracia y esta tendencia continuó sin apenas tregua en los tres primeros años de Gobierno socialista: de los 2,28 millones de parados que había en diciembre de 1982 (tasa del 16,6%, según la Encuesta de Población Activa) se pasó a los 3,05 millones (el 21,6%) en el primer trimestre de 1986. El precio social de la reforma estructural había sido elevadísimo.

González, preocupado por que se desinflaran para el Gobierno las repercusiones positivas de su victoria en el referéndum del 12 de marzo sobre la permanencia en la OTAN, decidió adelantar las elecciones generales al 22 de junio de 1986. A ellas, el PSOE llegó menos desgastado de lo que se había sospechado y el partido gobernante volvió a ganar con el 44,1% de los votos y 184 diputados, esto es, mayoría absoluta de nuevo. La Coalición Popular, el principal grupo de oposición que encabezaba la derechista Alianza Popular (AP), resultó perjudicada por la resurrección política del ex presidente Suárez —a la postre, efímera—, que irrumpió en el Congreso con su Centro Democrático y Social (CDS). AP retrocedió con respecto a sus resultados de 1982, revés que obligó a su fundador y presidente, el antiguo ministro franquista Manuel Fraga Iribarne, a presentar la dimisión.

El 25 de julio de 1986 tomó posesión el nuevo Gobierno González, que no experimentó cambios en los ministerios de peso: continuaron Fernández Ordóñez (sustituto de Morán en julio de 1985) en Exteriores, Serra en Defensa, Barrionuevo en Interior y Solchaga (sustituto de Boyer en julio de 1985 también) en el superministerio de Economía y Hacienda. Comenzaba la segunda legislatura con mayoría socialista, y González se permitió vislumbrar un futuro económico más auspicioso.

Si bien la macroeconomía funcionaba, pasando el quinquenio 1985-1989 por una fase de crecimiento expansivo (con el pico en 1987, cuando el PIB aumentó un 5,5%) acompañada de una inflación globalmente a la baja (aunque todavía por encima del 5%) y de una entrada masiva de capitales financieros extranjeros (captados por los tipos de interés fijados por el Banco de España, entre los más altos de la OCDE, que convertían en muy atractivas las emisiones de deuda pública y las inversiones a plazo españolas), los sindicatos entendían que la prosperidad de los números se hacía a costa del bolsilo y las condiciones labores de los trabajadores. Observadores terceros pusieron matices a la robustez de un crecimiento tras el que había muchos movimientos especulativos de capital a corto plazo e inversiones agresivas a la caza de la máxima rentabilidad. También se hacía notar que el nuevo dinamismo económico era coincidente con la llegada de los primeros fondos estructurales europeos, de los que España iba a ser un gran beneficiario.

Diversos colectivos que se sentían damnificados por las reformas del Gobierno protagonizaron una fuerte conflictividad social. El descontento obrero y estudiantil cristalizó en dos huelgas generales, convocadas por las principales centrales sindicales. La primera, en la primera legislatura, tuvo lugar el 20 de junio de 1985, cuando el desempleo afectaba a tres millones de personas, y estuvo dirigida contra el endurecimiento de las condiciones para acceder a la pensión al cabo de una vida laboral, pero el recorte no se detuvo y entró en vigor a finales de julio. En mitad de la segunda legislatura tuvo lugar la más masiva y contundente huelga general del 14 de diciembre de 1988, en contra del Plan de Empleo Juvenil y las revisiones a la baja de los salarios de los funcionarios, que paralizó el país por primera vez desde 1934. Para los sindicatos y la oposición a la izquierda del PSOE, la política del Gobierno era cada vez más favorable a los empresarios, lo que hacía muy difícil aceptar sus propuestas de concertación social.

La huelga general de 1988, en la que incluso la señal de la cadena pública Televisión Española (TVE) fue cortada por los trabajadores, marcó un hito al conseguir la retirada del Plan de Empleo Juvenil, que buscaba facilitar la incorporación de los jóvenes al mercado laboral mediante modalidades de contratación temporal y con salarios de baja remuneración (despectivamente llamados contratos basura por los detractores de la reforma). En esos momentos, el paro global andaba en el 18,3% de la población activa, pero el paro de los menores de 25 años duplicaba esa tasa. La UGT de Nicolás Redondo, que había apoyado la reforma de las pensiones en 1985, optó sin embargo por presentar un frente unitario con Comisiones Obreras (CCOO, próximas al PCE), el otro sindicato mayoritario, en la huelga de 1988.

La tremenda presión de la calle no sólo arrancó el aparcamiento de la flexibilización (o precarización, según lo veían los contrarios a la medida) del mercado laboral juvenil, sino que impelió a González a dar un giro acusadamente social a su gestión, incrementando el gasto público. Como consecuencia, se dispararon el déficit, que invirtió la tendencia al recorte desde su pico negativo del 6% del PIB alcanzado en 1985, y la deuda pública, crecida en consonancia a partir de un nivel equivalente al 40% del PIB. Entre huelga y huelga, en marzo de 1987, la AP, liderada por Antonio Hernández Mancha, presentó una moción de censura que el Gobierno sorteó sin dificultad gracias a la mayoría absoluta de que gozaba el PSOE más los apoyos adicionales de la Izquierda Unida (IU, cuyo principal componente era el PCE) y el Partido Nacionalista Vasco (PNV).

En otro terreno bien distinto, el de la España de las Autonomías, establecida por la Constitución de 1978 y que terminó de articularse en los primeros años del Gobierno socialista con la elaboración y entrada en vigor de los estatutos de las comunidades de Extremadura, Castilla y León, Baleares y la Comunidad de Madrid (en febrero y marzo de 1983) y los de las ciudades de Ceuta y Melilla (en marzo de 1995), González encajó el que en su momento, en agosto de 1983, fue considerado su primer revés serio. 

Se trató de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la controvertida Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA, de julio de 1982), defendida a capa y espada por el PSOE y la UCD, y considerada por el PCE y los nacionalistas catalanes y vascos un instrumento del Gobierno central para cortocircuitar las competencias y las normativas aprobadas por las asambleas autonómicas. El Tribunal estimó que 14 de los 38 artículos de la LOAPA no se ajustaban a la Constitución de manera parcial o total, obligando a las Cortes a reelaborar una norma autonómica sin naturaleza orgánica y desprovista de carácter armonizador. La definitiva Ley del Proceso Autonómico fue promulgada en octubre de 1983.

La resolución de la cuestión militar

Una labor de la mayor importancia, aunque opaca para el público, fue la reforma del Ejército, conducida sin estridencias y con habilidad por el ministro de Defensa, Narcís Serra, uno de los dirigentes del socialismo catalán. El proceso había comenzado ya en la etapa ucedista, pero ahora se vio facilitado por la moderación ideológica del PSOE y de González.

El Gobierno obtuvo en esta tarea la ayuda inestimable de los generales Gutiérrez Mellado y Manuel Díez-Alegría Gutiérrez, antiguo jefe del Alto Estado Mayor, así como del almirante Ángel Liberal Lucini, quien fue, desde 1984, el primer Jefe del Estado Mayor de la Defensa (JEMAD, nombrado por el presidente del Gobierno y directamente supeditado a él). La realización de la a veces llamada transición militar, entendida como un corolario pendiente de la ya concluida transición política del posfranquismo, tuvo un mérito adicional desde el momento en que la organización terrorista ETA, en la cima de su poderío, seguía atentando con saña contra las Fuerzas Armadas, poniendo en su punto de mira a oficiales de la más alta graduación (asesinatos entre 1984 y 1988 del teniente general Guillermo Quintana Lacaci, de los generales Luis Azcárraga y Juan Atarés, y de los vicealmirantes Fausto Escrigas y Cristóbal Colón de Carvajal, amén de decenas de uniformados de rangos inferiores) y creando enorme crispación en los cuarteles.

La profunda reestructuración de las cadenas de mando y del organigrama de la Defensa, la inculcación en los uniformados del apoliticismo, la obediencia constitucional y el principio de supremacía de la autoridad civil, la profesionalización de la oficialidad castrense y el paulatino pase a retiro, incentivado, de muchos viejos oficiales que se habían identificado con la dictadura franquista combinado con una calculada política de ascensos al generalato, desterraron definitivamente el fantasma del golpismo en España y, en un sentido general, terminaron con la tradición de la injerencia en los asuntos extramilitares, que había durado casi dos siglos.

En 1985, tal como confirmó crípticamente el propio González en un mitin en La Coruña en 1997, todavía tuvo lugar un complot golpista urdido por oficiales ultras, en activo y en la reserva, que planearon asesinar al presidente del Gobierno, al rey y su familia, al vicepresidente Guerra, al ministro Serra y a los jefes de la cúpula militar mediante un gran atentado terrorista durante el desfile del Día de las Fuerzas Armadas, el 2 de junio, en la capital gallega. El objetivo del múltiple magnicidio era crear un vacío de poder que sería cubierto por una junta militar. Los conspiradores abortaron la operación al ser advertidos por los servicios de inteligencia de la Defensa, el CESID, de que estaban perfectamente al tanto de sus intenciones. El Gobierno renunció a emprender acciones contra los responsables de tan terrible maquinación, a los que tenía estrechamente vigilados, y ninguno de ellos fue perseguido.

En relación con este apartado, la defensa por los socialistas de la LOAPA fue interpretada por muchos observadores como un guiño a un estamento tradicionalmente apegado al principio de la unidad nacional, vista en serio peligro por los militares nostálgicos del franquismo tras la articulación del Estado autonómico y la instalación en los territorios históricos de Cataluña y el País Vasco de sendos gobiernos nacionalistas. Por otra parte, González se negó en redondo a abordar una reforma de las Fuerzas Armadas que pasara por la abolición del servicio militar obligatorio (la mili, muy impopular entre los jóvenes y esquivada en masa por quienes cursaban estudios superiores valiéndose de prórrogas) y la creación de un Ejército estrictamente profesional, con el argumento de que la renuncia a los soldados de reemplazo generaría grandes problemas de reclutamiento y daría lugar a unas tropas básicamente interesadas en los incentivos económicos.

 4. EL RELANZAMIENTO DE LAS RELACIONES INTERNACIONALES DE ESPAÑA: LA OTAN Y LA CEE

Los gobiernos de González confirieron el impulso definitivo a la apertura al exterior iniciada por los primeros gobiernos democráticos. La diplomacia española en este período, conducida sucesivamente por los ministros Fernando Morán, Francisco Fernández Ordóñez (desde 1985) y Javier Solana (desde 1992), adoptó un estilo no especialmente distintivo y, antes bien, rechazó el unilateralismo y la no alineación, renunció a casi todas las reservas de excepcionalidad nacional y buscó la plena participación en el concierto de países occidentales, que era, por geografía, cultura e historia, el ámbito propio de España; allí estaban sus principales socios comerciales y allí esperaba apoyarse para superar su retraso tecnológico. La estrategia internacionalista de González tuvo su definición máxima en la inserción en las estructuras euro-atlánticas.

El cambio de postura sobre la OTAN y las relaciones con Estados Unidos

Entre 1983 y 1984, poniendo fin a un período de ambigüedad y vacilaciones, el Gobierno socialista, no sin en precio de disensiones internas y enfrentamientos con las bases del partido, recicló el acendrado discurso neutralista y antiamericanista del PSOE al pasar a defender la permanencia de España en la OTAN en las condiciones del ingreso negociado por el Gobierno de Calvo-Sotelo y producido, contra la voluntad mayoritaria de la sociedad española, el 30 de mayo de 1982. El giro de ahora era copernicano, máxime porque en aquellas fechas el PSOE había convocado movilizaciones masivas bajo la consigna de OTAN, de entrada no. Asimismo, en su programa electoral de 1982 el partido se comprometía a consultar a los ciudadanos en referéndum sobre la permanencia o la salida de la organización militar, y González había asegurado que, llegado ese momento, un gobierno suyo aconsejaría el voto favorable a la primera opción.

Al contrario por ejemplo que su homólogo socialista griego, Andreas Papandreou, el gobernante español se preocupó desde el primer momento en mitigar las aprensiones de Estados Unidos en materia de defensa y seguridad, pero sin renunciar a una serie de principios. El 19 de abril de 1983 el Congreso autorizó el nuevo Convenio bilateral de Amistad, Defensa y Cooperación con Estados Unidos, que había dejado firmado (2 de julio de 1982) el Gobierno ucedista y que puso al día el viejo Pacto de Madrid de 1953 entre los gobiernos de Franco y Eisenhower. El nuevo convenio entrañaba la modernización material de las Fuerzas Armadas Españolas merced a la obtención de 400 millones de dólares en créditos para la compra de armas y equipos estadounidenses, y por otro lado dotaba de un nuevo marco a la cooperación militar-industrial, que permitía a España acceder a los concursos internacionales para el suministro de material militar para las Fuerzas Armadas de Estados Unidos.

Dos meses después, el 20 de junio, González se desplazó en visita oficial de trabajo a Washington, donde fue recibido por el presidente Ronald Reagan. Este, según hizo constar en su diario, vio en su huésped español a un "agudo, brillante, con personalidad, joven, moderado y pragmático socialista". La buena comunicación y los deseos de entendimiento volvieron a presidir los siguientes encuentros con Reagan en 1985, el primero en mayo en Madrid y el segundo en septiembre en Washington.

En octubre de 1984, durante el debate sobre el Estado de la Nación, González hizo oficial su viraje atlantista con un discurso en el que expuso un "decálogo" sobre la política nacional de paz y seguridad, que debía servir de base para un consenso parlamentario en política exterior. Sus puntos principales eran: la continuidad en la OTAN, pero sin participar en su estructura militar integrada (luego el Gobierno seguiría reservándose el control operativo de las tropas españolas en caso de movilización aliada); el rechazo a la instalación o tránsito de armas atómicas por territorio nacional; el compromiso con la distensión y el desarme internacionales (que vino a ilustrar la adhesión el 14 de noviembre de 1987 al Tratado de No Proliferación Nuclear); la vigencia del Convenio con Estados Unidos, pero abriendo negociaciones para reducir la presencia militar de la superpotencia; la voluntad de participar en la Unión Europea Occidental (UEO, en la que España ciertamente iba a ingresar el 27 de marzo de 1990); y la reivindicación de la soberanía sobre Gibraltar.

No por casualidad, el presidente español abandonó las tesis del desmarque de la política de bloques militares y el desmantelamiento de todas las bases extranjeras en territorio español, con la salvaguardia nuclear de por medio, en el momento álgido del último período de la Guerra Fría, cuando Estados Unidos y la URSS libraban una cruda contienda geopolítica y armamentística, el equilibrio del terror ofrecía una dudosa, por peligrosa, garantía de paz y la política europea se hallaba mediatizada por la acalorada polémica de los euromisiles (misiles de crucero y balísticos de corto alcance), cuya instalación por la OTAN en Alemania Occidental y el Reino Unido el español salió a respaldar. González se vio reforzado con la asunción de sus planteamientos por el XXX Congreso del PSOE, en diciembre de 1984, y a raíz del cambio de titular en el Ministerio de Exteriores, en julio de 1985, cuando cesó Morán, cuyas relaciones con el Departamento de Estado no eran fluidas, y el relevo lo tomó Fernández Ordóñez, un atlantista convencido.

Cumpliendo con un compromiso electoral, aunque en realidad doblegado por la presión de una de las sociedades más pacifistas y antimilitaristas del continente, González convocó para el 12 de marzo de 1986 el referéndum nacional sobre la OTAN. Este no tenía carácter vinculante y sólo era consultivo, pero corría el riesgo de convertirse en un plebiscito sobre la gestión del Gobierno; si González lo perdía, su situación, con las elecciones generales a la vuelta de la esquina, se tornaría muy comprometida.

La decidida implicación del presidente, que hizo valer su carisma y argumentó, con persuasión y pedagogía, las razones para votar  y las consecuencias de votar no (de las que citó el daño político para el Gobierno, el desprestigio de España en el mundo occidental y hasta riesgos impredecibles para la misma OTAN y para el equilibrio internacional entre los bloques, prospectivas que fueron tachadas de exageraciones demagógicas por el PCE), resultó decisiva para el vuelco de la opinión del electorado, que finalmente aprobó la permanencia en la OTAN en las condiciones fijadas por el Gobierno. El  a la OTAN ganó con el 52,5% de los votos, aunque el 40,2% de los censados se abstuvo de votar. 14 años después, González iba a considerar la promesa y convocatoria de esta consulta, que tantas preocupaciones personales y costes políticos le ocasionó, como el "mayor error" de su carrera política.

El desenlace del referéndum sobre la OTAN, que preludió la segunda victoria consecutiva del PSOE por mayoría absoluta en las elecciones generales anticipadas, tuvo el efecto de descongelar las negociaciones bilaterales con Estados Unidos, conducidas por el ministro Fernández Ordóñez, para la reducción de la presencia militar de este país en España. Se llegó así al Convenio sobre Cooperación para la Defensa, que sustituyó al Convenio de 1982. Adoptado el 1 de diciembre de 1988 y en vigor desde el 4 de mayo de 1989, el nuevo Convenio establecía las salidas en el plazo de tres años del Ala Táctica 401 de la Fuerza Área de Estados Unidos (consistente en 72 cazas F-16) de la Base de Torrejón de Ardoz, cerca de Madrid, y de los destacamentos de reabastecimiento y rescate aéreos (Ala Táctica 406) de la Base Aérea de Zaragoza, además de la clausura de algunas instalaciones menores. Tras estos repliegues, la presencia militar estadounidense en España quedaría reducida a las bases de utilización conjunta de Morón de la Frontera (en Sevilla), aérea, y Rota (en Cádiz), naval.

Las relaciones hispano-americanas fueron puestas a prueba durante la crisis y guerra del Golfo entre agosto de 1990 y febrero de 1991. Una vez producida la ocupación de Kuwait por Irak, Madrid despachó buques de la Armada (con marinería de reemplazo a bordo, decisión que concitó fuertes críticas domésticas) al dispositivo naval multinacional que vigilaba el bloqueo a Irak. Al comenzar las hostilidades el 17 de enero, el Gobierno autorizó a Estados Unidos el empleo de las bases aéreas en territorio español para las acciones de guerra. Morón, Torrejón y Zaragoza se convirtieron así en nudos de apoyo y tránsito del esfuerzo bélico del país aliado y en punto de partida de numerosas misiones de bombardeo estratégico en el teatro de operaciones.

La prolongación de la campaña aérea previa a la ofensiva terrestre para la liberación de Kuwait tuvo un devastador coste humano en la población civil irakí, los llamados daños colaterales, que provocó viva inquietud en el gobernante español. La muerte de tres centenares de bagdadíes en el bombardeo, presuntamente accidental, de un refugio antiaéreo el 13 de febrero empujó a González a solicitar por carta al presidente George Bush que cesaran los ataques aéreos contra las ciudades irakíes. Entonces, cabeceras de la prensa internacional destacaron la "excepción" española dentro de la amplia pero compacta coalición internacional antiirakí liderada por Estados Unidos y avalada por el Consejo de Seguridad de la ONU. Por otro lado, la plena participación de las facilidades españolas en la cadena logística de las operaciones Escudo del Desierto y Tormenta del Desierto retrasó varios meses las evacuaciones de las unidades destacadas en Torrejón y Zaragoza, que dejaron de albergar escuadrones y personal norteamericanos en la primavera de 1992.

La activación en 1989 del nuevo Convenio bilateral con Estados Unidos coincidió con el debut de las Fuerzas Armadas Españolas en las operaciones de mantenimiento de la paz y de observación de la ONU, de la que España era miembro desde 1955. A petición de los secretarios generales Javier Pérez de Cuéllar y Boutros-Ghali, miles de soldados profesionales tomaron parte a partir de abril de 1989 y hasta el final del Gobierno socialista en 1996, sucesivamente, en las misiones de las Naciones Unidas en Namibia (UNTAG), Angola (UNAVEM I y II), Centroamérica (ONUCA, que fue de paso la primera misión mandada por un militar español), Haití (ONUVEH), El Salvador (ONUSAL), Bosnia-Herzegovina (UNPROFOR), Mozambique (ONUMOZ) y Guatemala (MINUGUA). Asimismo, una agrupación táctica de la Brigada Paracaidista tomó parte en abril de 1991 en la operación militar multinacional (junto con fuerzas de Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Italia, Holanda y Canadá) lanzada en las montañas de la región norteña del Kurdistán para proteger a los refugiados kurdos de la represión irakí.

Fuera del ámbito de la ONU, personal español participó en misiones conducidas por la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) y la UEO. El 1 de julio de 1994 España se integró con una División Mecanizada en el Cuerpo de Ejército Europeo o Eurocuerpo, puesto en marcha por Francia, Alemania y Bélgica, un instrumento de la UEO concebido para ejecutar las llamadas misiones Petersberg, definidas en 1992.

El ingreso en las Comunidades Europeas

Pero sin duda, la piedra angular de la política exterior de González fue la entrada en las Comunidades Europeas, una meta perseguida por todos los gobiernos españoles desde 1962, aunque sólo con verdadero ahínco, una vez removidas las desconfianzas y reticencias propias del nacionalismo franquista, a raíz de la solicitud oficial presentada por Suárez en 1977. Para los gobiernos de la democracia, resultaba indispensable superar la marginación secular de España en el concierto económico y político europeo.

El 12 de junio de 1985, tras seis años de arduas y sinuosas negociaciones, en las que Madrid hubo de adoptar el marco jurisdiccional europeo, adaptar sus estructuras productivas sometidas a proteccionismo y vencer las resistencias francesas por la competencia que entrañaba el potente agro español, González firmó en el Palacio Real de Madrid el Acta de Adhesión a la Comunidad Económica Europea (CEE), la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) y la Comunidad Europea de la Energía Atómica (EURATOM). El ingreso formal en las Comunidades Europeas tuvo lugar el 1 de enero de 1986, a la vez que la incorporación de Portugal.

La pertenencia a la CEE, donde el país obtuvo un dilatado período de adaptación, sobre todo para el sector primario (en realidad, el proteccionismo estatal dio paso aquí al proteccionismo, bien que de muy distinta índole, de la Política Agraria Común, PAC), hasta su plena inserción en la unión aduanera del Mercado Común Europeo y en el conjunto del Mercado Interior Único (establecido por el Acta Única Europea de 1987 y vigente desde enero de 1993), supuso para España una muy notable ampliación y modernización estructural, particularmente de las infraestructuras de transporte (desarrollo de la red de autovías y autopistas). Más aún, la membresía comunitaria, junto con la emisión de deuda pública, resultó decisiva para el rápido crecimiento del PIB hasta 1989, que fue el más fuerte de la CEE en ese período. En consonancia, aumentó la renta por habitante, avanzándose en el objetivo de reducir el diferencial con los países socios, aunque en 1996 aún quedaba un buen trecho por cubrir para igualar la media de renta comunitaria.

La percepción popular de que el ingreso en la CEE se había traducido inmediatamente en un maná de subvenciones y ayudas, y por extensión en prosperidad económica, robusteció el sentimiento mayoritariamente proeuropeo de los españoles. En el balance financiero, España fue desde el principio un receptor neto de fondos estructurales. Se convirtió, de hecho, en el país receptor por antonomasia, habida cuenta del peso comparativo de su sector primario (objeto de los fondos vinculados a la PAC) y de sus desequilibrios económicos y demográficos internos (paliados con el Fondo de Desarrollo Regional).

Cuando en 1993 se crearon los Fondos de Cohesión para contribuir al fortalecimiento de la cohesión económica y social de la nueva UE y facilitar el enganche de los países menos ricos (España, Portugal, Grecia e Irlanda) en la Unión Económica y Monetaria (UEM), España se convirtió, con diferencia, en el principal beneficiario de los mismos. Hasta el final del mandato de González, los fondos estructurales y de cohesión aumentaron para España ejercicio tras ejercicio, superando de largo el ritmo de las reformas estructurales. Este desajuste se advirtió claramente en la agricultura extensiva de las comunidades meridionales, hasta el punto de convertirse las subvenciones comunitarias en la principal fuente de renta de amplias capas de población con carácter permanente.

Entre la primera presidencia nacional de turno del Consejo, en el primer semestre de 1989, y la segunda, en el segundo semestre de 1995, el peso específico de España y la influencia de González en la nueva (desde noviembre de 1993) Unión Europea fueron parejos a su adscripción a las tesis más europeístas. En mayo de 1993 el gobernante fue galardonado con el Premio Carlomagno, que recogió en la ciudad alemana de Aquisgrán por su contribución a la unidad europea. Era el tercer español en recibir este prestigioso laurel, luego del pensador y diplomático Salvador de Madariaga en 1973 y del rey Juan Carlos en 1982. En 1994 los gobernantes europeos barajaron seriamente al socialista español como el líder idóneo para sustituir al socialista francés Jacques Delors al frente de la Comisión Europea, pero González descartó esta posibilidad, refutando a quienes pensaban que no iba a desaprovechar una oportunidad para abandonar el Gobierno en un momento de extremo agobio interno para entrar por la puerta grande de Europa.

El desarrollo de las relaciones bilaterales

Por lo que se refiere a las relaciones bilaterales, los gobiernos de González extendieron a Alemania e Italia el esquema de cumbres regulares que ya venía funcionando con los países limítrofes, Francia y Portugal. Una particular relevancia adquirieron los lazos personales con el canciller Helmut Kohl, no obstante pertenecer el líder alemán a la familia democristiana, quien había llegado al poder en su país también en 1982.

En 1990 Kohl agradeció el gesto de González de apostar sin reservas por la unificación alemana después de la caída del Muro de Berlín, posición que contrastó con las reluctancias del presidente francés François Mitterrand, la ambigüedad del primer ministro italiano Giulio Andreotti y la hostilidad manifiesta de la primera ministra británica Margaret Thatcher. Y es que en Madrid no se olvidaba el papel jugado por Bonn en la conclusión favorable de las negociaciones para el ingreso en la CEE; entonces, Kohl presionó a Mitterrand para que dejara de obstaculizar la adhesión española luego de expresarle González el compromiso de su país con la defensa occidental, según se desprendió de la aceptación del despliegue de los euromisiles y del cambio de postura sobre la OTAN. A la hora de negociar el reparto de las ayudas y subvenciones de Bruselas, Alemania tendió a favorecer los intereses de España.

Las relaciones hispano-francesas, tensionadas desde la muerte de Franco por la rivalidad en el mercado agrícola europeo y la tolerancia gala con los santuarios instalados en su suelo por ETA, tardaron en tomar un vericueto bonancible, pese a ser socialistas ambos gobiernos. En los primeros años de la década de los ochenta, todavía fue común que Francia otorgara el estatuto de refugiado político a ciudadanos vascos españoles en Francia, lo que provocaba viva irritación en el Palacio de la Moncloa. La cooperación francesa en la lucha antiterrorista fue llegando a cuenta gotas y no empezó a materializarse en serio hasta 1986, cuando las autoridades del país vecino comenzaron a detener y a entregar por el procedimiento administrativo de urgencia a etarras que no tenían causas graves allí y que eran reclamados por la justicia española. Ser socios en la CEE ayudó a los dos países a superar, paulatinamente, las fricciones e incomprensiones que habían caracterizado la década precedente.

Las relaciones con el Reino Unido discurrieron por un cauce positivo que hizo posible el restablecimiento de las comunicaciones, bloqueadas por Franco en 1969, entre España y Gibraltar el 5 de febrero de 1985, día en que la Policía española levantó la verja al libre tránsito de personas, vehículos y mercancías. A cambio, Londres se comprometió a discutir con Madrid el futuro de su última colonia en suelo europeo, enclave que en 1986 singularizó aún más su anomalía territorial al afectar a dos países que eran socios en las Comunidades Europeas. Cuando González salió del poder una década después, las conversaciones no habían desembocado en nada que relativizara la soberanía británica sobre el peñón.

Por lo que se refiere a la URSS, la decepción de Moscú con la entrada en la OTAN de España —de la que había esperado que mantuviera su estatus no alineado, habida cuenta de su posición geográfica estratégica— quedó superada tras el arranque de la Perestroika y la Glasnost, movimientos de reforma que merecieron el apoyo entusiasta del líder socialista español. Los reyes efectuaron una visita oficial en mayo de 1984 y Mijaíl Gorbachov recibió el agasajo de sus anfitriones en Madrid en octubre de 1990, en un desplazamiento que revistió también un carácter histórico y que supuso la firma de varios acuerdos y convenios bilaterales. En julio de 1991, semanas antes de producirse el fallido golpe de estado comunista, González devolvió la visita y signó con Gorbachov un Tratado de Amistad y Cooperación hispano-soviético.

A finales de diciembre de 1991 España reconoció a la nueva Rusia independiente surgida de la desintegración del Estado soviético. Su presidente, Borís Yeltsin, suscribió con González un Tratado de Amistad y Cooperación hispano-ruso durante su estancia oficial en Madrid en abril de 1994. Posteriormente, los mandatarios volvieron a reunirse dos veces en Moscú, en mayo y en septiembre de 1995.

El relanzamiento de las relaciones diplomáticas de España bajo González excedió con mucho el contexto euro-atlántico. Las siempre complejas relaciones con Marruecos (expuestas a altibajos por la reivindicación marroquí de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, la equilibrada postura española favorable a la resolución del conflicto del Sáhara Occidental con la implicación de la ONU y contraria a reconocer la soberanía marroquí sobre el territorio —aunque sí su administración civil, al tiempo que rehusaba reconocer tampoco a la RASD proclamada por el Frente Polisario—, las negociaciones pesqueras, etc.) experimentaron un refuerzo con el Tratado de Amistad, Buena Vecindad y Cooperación, firmado por González y el primer ministro Azzeddine Laraki en Rabat el 4 de julio de 1991 en presencia de los reyes Hasan II y Juan Carlos. En virtud de este Tratado, en diciembre de 1993 arrancó el formato de las Reuniones de Alto Nivel (RAN) o cumbres entre los respectivos jefes de Gobierno.

España estableció relaciones diplomáticas con Israel el 17 de enero de 1986, como antesala de una reunión en La Haya entre González y el primer ministro Shimon Peres. Este acercamiento, con todo el simbolismo histórico que encerraba, se acomodó a la tradicional postura proárabe de España en el conflicto de Oriente Próximo. Como contrapartida, el 14 de agosto del mismo año, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) de Yasser Arafat vio reconocido el estatus diplomático para la oficina informativa que mantenía abierta en Madrid desde 1977.

España se convirtió así en un país que inspiraba confianza tanto a árabes como a israelíes, un país que podía hacer de puente intercultural por haber sido en el pasado patria multisecular y convivencial de musulmanes y judíos. Esta singular dualidad fue reconocida con la elección de Madrid como la sede de la histórica Conferencia que, bajo la égida de Estados Unidos y con el patrocinio compartido de la URSS, puso en marcha el proceso de paz en Oriente Próximo. El magno evento se desarrolló en el Palacio Real de Madrid entre el 30 de octubre y 1 de noviembre de 1991, con González de anfitrión. Al mismo asistieron, además de las delegaciones israelí (encabezada por el primer ministro Yitzhak Shamir), jordano-palestina, egipcia, siria y libanesa, sus dos copatrocinadores, los presidentes Bush y Gorbachov.

En América Latina, España tuvo una implicación importante en los procesos de paz de Centroamérica tras la creación del Grupo de Contadora y de su Grupo de Apoyo. Entre 1989 y 1991 González figuró en el grupo de "presidentes amigos" que prestó sus buenos oficios para el resultado positivo del proceso de paz de El Salvador. En enero de 1992 González, en tanto que testigo de la ceremonia, tuvo una presencia descollante en la firma en Chapultepec, México, por el presidente Alfredo Cristiani y la guerrilla del FMLN de los Acuerdos de Paz que pusieron término a 12 años de sangrienta guerra civil.

Por otro lado, los lazos políticos y culturales entre España y el subcontinente adquirieron una dimensión multilateral con la activación de las Cumbres Iberoamericanas, la segunda de las cuales tuvo lugar en Madrid el 23 de julio de 1992, en el emblemático año del Quinto Centenario. En el aumento de la presencia y de la influencia españolas en Sudamérica jugaron un papel determinante las cordiales relaciones personales de González, marcadas por la afinidad ideológica dentro de la Internacional Socialista, con los presidentes socialdemócratas de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, Perú, Alan García, Bolivia, Jaime Paz Zamora, Ecuador, Rodrigo Borja, y Brasil, Fernando Henrique Cardoso, amén del radical argentino Raúl Alfonsín y el colorado uruguayo Julio María Sanguinetti.

Con la Cuba de Fidel Castro, González afianzó unas relaciones que, como había sucedido con anteriores gobiernos, se sobrepusieron a los ya habituales roces y desencuentros, en estos años ocasionados por la presencia de etarras en la isla, las declaraciones desdeñosas de Castro sobre el Quinto Centenario y la monarquía española, y la crisis de los ciudadanos cubanos refugiados en la Embajada española en La Habana en julio de 1990.

En noviembre de 1986 González efectuó al país caribeño, como remate de una gira latinoamericana que le llevó también a Perú y Ecuador, un viaje cuyo aspecto más sonado fue la visita, con Castro de cicerone, al cabaré Tropicana, donde los dirigentes se dejaron retratar sonrientes con las vedetes del espectáculo; además, el anfitrión condecoró a su huésped con la Orden de José Martí, la máxima distinción cubana. Un mes después, las gestiones españolas permitieron la liberación del activista anticastrista de origen español y antiguo comandante de la Revolución Eloy Gutiérrez Menoyo, que llevaba preso desde 1965. Una vez superada la crisis diplomática de julio de 1990, Moncloa consiguió que el dictador comunista se desplazara a Madrid en julio de 1992 para asistir a la II Cumbre Americana.

En diciembre de 1995, en la recta final de su mandato y coronando la presidencia semestral española del Consejo de la UE, brilló especialmente el protagonismo exterior de González. Madrid fue el escenario de tres importantes eventos: la firma de la Nueva Agenda Transatlántica con Estados Unidos, junto con el presidente Bill Clinton y el presidente de la Comisión Europea Jacques Santer, el día 3; el Consejo Europeo que aprobó el nombre de euro para la futura moneda común europea, los días 15 y 16; y la firma por los respectivos ministros de Exteriores del Acuerdo Marco Interregional de Cooperación entre la Comunidad Europea y el MERCOSUR, el día 15. Poco antes, el 27 y el 28 de noviembre, Barcelona había acogido la I Conferencia Euromediterránea (CEM), cita que supuso el nacimiento del Partenariado Euromediterráneo y el arranque del llamado Proceso de Barcelona.

El 14 de diciembre de 1995, además, González, en tanto que presidente de turno del Consejo Europeo, representó a la UE en la solemne firma en París del Acuerdo General para la Paz en Bosnia-Herzegovina adoptado el mes anterior en Dayton, Estados Unidos, por los tres presidentes ex yugoslavos involucrados en el conflicto, el bosnio Alija Izetbegovic, el serbio Slobodan Milosevic y el croata Franjo Tudjman. En la capital gala el presidente español compartió un testimonio garante con el presidente francés Jacques Chirac, el presidente Clinton, el canciller Kohl, el primer ministro británico John Major y primer ministro el ruso Viktor Chernomyrdin.

5. 1992, AÑO EMBLEMÁTICO CON RESACA ECONÓMICA

González tampoco agotó la legislatura iniciada en 1986. Las ondas del 14-D de 1988 adquirieron una amplitud y una duración insospechadas. El Ejecutivo quería disponer de un mandato fresco para aplicar medidas de frenazo al consumo y de recorte de la inflación, lo que sin duda iba a repercutir en el ritmo del crecimiento. Por el momento, la creación de empleo, aunque insuficiente, iba por el buen camino.

Un cálculo de oportunidad aconsejó al presidente la disolución de la Cortes y la convocatoria de elecciones anticipadas para el 29 de octubre de 1989. Transcurridos siete años desde su llegada al poder, el PSOE encajó otra considerable merma electoral, pero aguantó el tipo. Sacó el 39,6% de los votos y 175 diputados, exactamente la mitad de la Cámara baja, lo que técnicamente no era mayoría absoluta. Sin embargo, el boicot al hemiciclo por los cuatro diputados de la formación independentista vasca Herri Batasuna (expresión partidista legal del denominado Movimiento de Liberación Nacional Vasco, MLNV, cuya autoproclamada "vanguardia armada" era la banda terrorista ETA) permitió a los socialistas gozar de esa mayoría a efectos prácticos. El 5 de diciembre González fue investido por el Congreso con 167 votos a favor, 155 en contra y seis abstenciones, y al día siguiente constituyó su tercer Gobierno.

Con la suficiente retrospectiva, puede situarse en el arranque de la tercera legislatura con mayoría socialista el principio del largo y lento declive de la presidencia de González, que medios de comunicación españoles, con una intención peyorativa por lo general, dieron en llamar la "era felipista".

El 5 de abril de 1990 el presidente planteó en el Parlamento una moción de confianza con la idea de propiciar una "especial política de diálogo" con las demás fuerzas políticas que permitiera al Gobierno crear un marco económico competitivo y progresar en el capítulo de las autonomías. González obtuvo el apoyo del Congreso por 176 votos favorables, 130 en contra y 37 abstenciones, resultado mediocre que puso de manifiesto la soledad del PSOE. A partir de aquí, la progresiva degradación económica y financiera, acompañada de una sucesión de escándalos de corrupción protagonizados por conocidas figuras pertenecientes al partido o vinculadas al mismo desde la administración pública y la empresa privada, pautaron esta tendencia a la baja. Tras los fastos del año fetiche de 1992, con el triple acontecimiento de los Juegos Olímpicos de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla y el Quinto Centenario del Descubrimiento de América, que vocearon al mundo los grandes avances experimentados por España en la década socialista, sobrevino una resaca que prenunció nuevos y profundos sinsabores.

Crisis económica, apuros financieros y reforma laboral

Por una parte, el país se sumergió en una grave crisis económica y financiera por la fatal conjunción de una moneda débil (devaluación acumulada del 13% en el tipo de cambio central de la peseta en el Sistema Monetario Europeo por culpa de los ataques especulativos de septiembre de 1992 y mayo de 1993 en el mercado cambiario), un crecimiento anémico y finalmente negativo (1993 cerró con una recesión del 1,1%, si bien la recuperación comenzó ya en el último trimestre de ese año y 1994 registró un crecimiento promedio del 2,3%) y unas cuentas del Estado profundamente desmejoradas (el déficit público se desmandó hasta bordear el 7% del PIB y la deuda pública consolidada del conjunto de las administraciones públicas rebasó el 60%), alejando a España del cumplimiento de los criterios de convergencia de la UEM. Bruselas recordó reiteradamente a Madrid que sin una estricta disciplina presupuestaria y fiscal la sustitución de la peseta por la moneda única europea en enero de 1999 corría serio peligro.

Por si fuera poco, de resultas del desplome de la actividad económica, el paro se desbocó. La destrucción de empleo empezó a producirse en el cuarto semestre de 1991 y se prolongó hasta principios de 1994; entonces, la EPA situaba la tasa de paro en el 24,5% de la población activa, en números absolutos, cerca de 4 millones de personas. Se trataba de la tasa más elevada en la historia de España, desde que se tenían métodos para calcularla.

Acuciado por los costes del seguro de desempleo, que ponían al Instituto Nacional de Empleo (INEM) al borde la quiebra, el Gobierno lanzó en la primavera de 1992 una reforma fuertemente restrictiva de la prestación contributiva por desempleo. La nueva legislación ampliaba de seis a doce meses el período mínimo de cotización necesario, dentro de los seis años (hasta ahora, cuatro) anteriores a la situación de desempleo, para poder cobrar la prestación, reducía la duración de la misma en los diversos tramos de una escala en función de los días cotizados y recortaba igualmente su cuantía al modificar los tipos aplicables sobre la base reguladora (pasándose del 80% de la base de cotización al 70% en los primeros seis meses y del 70% al 60% durante el resto de la prestación hasta su extinción). El paquete de reforma incluía también, a modo de compensación por la rebaja de la cobertura de la prestación, una ampliación del ámbito del subsidio de desempleo (más básico que la prestación) y el incentivo de la contratación por tiempo indefinido.

En el Real Decreto-Ley 1/1992, de 3 de abril, de Medidas Urgentes sobre Fomento del Empleo y Protección por Desempleo, el Gobierno hablaba de "racionalizar" el gasto en este capítulo con el fin de asegurar el "futuro equilibrio financiero" del sistema y la "protección efectiva" de los parados, pero los sindicatos se pusieron en pie de guerra contra el llamado decretazo, que fue convalidado por el Congreso el 30 de abril. Como protesta, CCOO y UGT convocaron para el 28 de mayo un paro general de media jornada que tuvo un seguimiento desigual. A diferencia del Plan de Empleo Juvenil de 1988, el Gobierno no dio su brazo a torcer y sacó adelante la reforma del desempleo en virtud de la Ley 22/1992 del 30 de julio. González y su equipo perseveraron en esta línea restrictiva de signo liberal tras las elecciones generales anticipadas del 6 de junio de 1993, que, por vez primera desde 1982, colocaron al PSOE en una ingrata mayoría simple que hizo precisa la búsqueda de apoyos parlamentarios permanentes.

Así, la Ley del 29 de diciembre de 1993 sobre Medidas Fiscales, de Reforma del Régimen Jurídico de la Función Pública y de la Protección por Desempleo insistió en liberar al Estado de cargas económicas al condicionar el seguro de desempleo a la búsqueda activa de trabajo, reducir los topes mínimos de la cuantía de la prestación al 100% o el 75% del salario mínimo interprofesional y obligar a los beneficiarios de la misma a abonar el 65% de las cotizaciones sociales correspondientes al trabajador. Días antes de esta sanción legislativa, el 3 de diciembre, el Consejo de Ministros aprobó un Real Decreto-Ley de Medidas Urgentes de Fomento de la Ocupación por el que se desarrollaban los contratos en prácticas, de aprendizaje y a tiempo parcial. Ello, más el deseo también por el Ejecutivo de modificar "a la baja" los capítulos del Estatuto de los Trabajadores referidos al despido y la negociación colectiva, desencadenó el 27 de enero de 1994 otra huelga general, la cuarta desde 1982, que los sindicatos mayoritarios convocaron bajo el lema de Hay que pararlos, te juegas mucho.

El Gobierno no se retractó, fundamentalmente por determinación propia, pero también porque la reacción de los trabajadores no fue ni de lejos tan fuerte como en 1988, así que siguió adelante con el proceso legislativo. Como resultado, el 19 de mayo de 1994 fueron promulgadas la Ley sobre Medidas Urgentes de Fomento de la Ocupación y la Ley por la que se modificaban determinados artículos del Estatuto de los Trabajadores. A éstas le siguió el 1 de junio la Ley por la que se regulaban las Empresas de Trabajo Temporal (ETT), las cuales dinamizaron el mercado de trabajo con criterios de flexibilidad, pero al precio de precarizar el empleo y mermar los salarios netos.

Al terminar su mandato en mayo de 1996, González legaba un cuadro macroeconómico a caballo entre lo mediocre y lo negativo. Si bien se había remontado con presteza la recesión de 1993, la recuperación se mantenía en unos niveles parcos (la tasa de crecimiento anual no alcanzaba el 3%) y el desempleo seguía siendo descomunal: había 3,6 millones de parados, lo que representaba el 22,2% de la población activa.

Además, los esfuerzos de ajuste aplicados por el ministro de Economía y Hacienda desde 1993, Pedro Solbes Mira, para conseguir la convergencia al euro, aunque bien encaminados, fueron ampliamente insuficientes, tal que al final de la presidencia de González, restando sólo dos años de plazo para aprobar el examen, España seguía sin cumplir ninguno de los cuatro criterios definidos por el Tratado de Maastricht. Así, el déficit público andaba en el 5,5 % del PIB, frente al tope del 3% fijado por Maastricht; la deuda pública rondaba el 70%, frente al 60% como máximo requerido por el euro; la inflación, del 3,5% interanual, no obstante suponer un gran retroceso con respecto a los años precedentes, no era inferior en 1,5 puntos a la media de los tres estados miembros con la tasa más baja; y el tipo promedio de interés nominal a largo plazo no era inferior en dos puntos a la media de los tres estados con los precios más reducidos.

Sin abandonar el Tratado de la Unión Europea firmado en Maastricht en 1992, hay que añadir que su aceptación por España requirió una modificación nimia de la Constitución, con el fin de garantizar los derechos electorales en los comicios municipales de los ciudadanos de los demás países miembros de la UE. La reforma, aprobada por las Cortes por el procedimiento ordinario en julio de 1992 y promulgada en agosto siguiente, fue la única enmienda aplicada a la Carta Magna en los 14 años de gobierno de González; de hecho, fue la primera  alteración experimentada por el texto constitucional de 1978.

6. ENFRENTAMIENTOS EN EL PSOE, CASOS DE CORRUPCIÓN Y LA TRAMA DE LOS GAL

La pugna entre guerristas y renovadores

Tras las elecciones generales de 1989 afloraron con toda claridad una serie de diferencias ideológicas y programáticas entre González y su prominente número dos. Dirigente de verbo cáustico y versátil, que podía moverse con igual soltura en los cenáculos intelectuales y en los mítines populares, Guerra estaba considerado la eminencia gris del Gobierno y el cabeza del ala izquierda del PSOE, cuyo aparato controlaba, aunque este poder partidista no tenía una traducción simétrica en las decisiones del Consejo de Ministros.

Las imputaciones vertidas por la IU que coordinaba el secretario general del PCE, Julio Anguita González (un duro fustigador del presidente del Gobierno, hasta el punto de ser acusado por el oficialismo de practicar una "pinza" contranatura con el Partido Popular, PP, a su vez evolución de centro-derecha de la vieja AP) y los sindicatos mayoritarios de derechización y de liberalismo a ultranza, calaron en el PSOE, en cuyo seno se articularon con nitidez dos sectores enfrentados: el guerrista, girado en torno al vicesecretario general e identificado con la línea socialdemócrata clásica, y el renovador, que decía favorecer la autocrítica interna y la "apertura" del partido a la sociedad, y que tenía un enfoque más pragmático de los principios del libre mercado. Entre ambos se ubicó un tercer grupo menos perfilado, el integrador, asociado al aperturismo pero sin tonos beligerantes. Para el guerrismo, los integradores no eran sino unos renovadores caracterizados por su lealtad inquebrantable a González, quien por el momento se abstuvo de posicionarse con unos o con otros, más allá de la obviedad de sus discrepancias con Guerra.

Si bien había un fondo de divergencias ideológicas, la dialéctica entre guerristas y renovadores se proyectó a la opinión pública básicamente como una pelea por el control de los órganos federales del partido, secretaría a secretaría y vocalía a vocalía. En el sector renovador llevaba la voz cantante el ministro de Economía y Hacienda, Solchaga, exponente del ala social liberal del partido y auténtica bestia negra del guerrismo, donde el vicesecretario general contaba con escuderos regionales como el vasco José María (Txiki) Benegas Haddad, el extremeño Juan Carlos Rodríguez Ibarra y el madrileño Juan Barranco Gallardo. Unos y otros tenían sus representantes en el Gobierno y el grupo parlamentario, aunque no todos los ministros y diputados estaban posicionados.

Las dos familias socialistas libraron una batalla en toda regla en el XXXII Congreso Federal, del 9 al 11 de noviembre de 1990, del que emergió como ganador, al menos en lo concerniente a los puestos orgánicos, el aparato del partido controlado por los guerristas. González fue reelegido en la Secretaría General y, de nuevo, reclamó manos libres para ejecutar la política que considerara más conveniente: no para el partido, sino para todos los españoles. Para los guerristas, sin embargo, el XXXII Congreso trajo un punto de inflexión, ya que en lo sucesivo sus cuotas de poder fueron mermando en las federaciones regionales y el propio González empezó a apoyarse ostensiblemente en los renovadores.

Ningún hecho ilustró mejor el comienzo del ocaso de esta facción izquierdista del PSOE que la renuncia del mismo Guerra como vicepresidente del Gobierno el 12 de enero de 1991. La salida de Guerra del Ejecutivo fue considerada inevitable por González tras un año de goteo de revelaciones sobre el tráfico de influencias generado por el hermano menor del dimisionario, Juan, en la delegación del Gobierno en la Comunidad Autónoma de Andalucía, donde el hermanísimo, en remoquete empleado por la prensa, venía ocupando un despacho del que se valía para realizar negocios y actividades ajenos a su cargo. González había llegado a afirmar en el Congreso que si alguien conseguía la dimisión del vicepresidente, obtendría también la suya propia ("dos por el precio de uno"). Sin embargo, llegado el momento, no plasmó esta advertencia. Para sustituir a Guerra, el presidente se decantó por Narcís Serra, elección que fue valorada como un fuerte desquite de los renovadores.


Cascada de casos de corrupción y otros escándalos

El mutis gubernamental de Guerra marcó el preámbulo de reveses mucho más graves. En paralelo a la crisis de la peseta, las finanzas públicas, el empleo y el conjunto de la economía, el PSOE y el Gobierno empezaron a ser pasto de los escándalos de corrupción, sumiendo a su líder en un estado de desánimo y mutismo. Se sucedieron en cascada las revelaciones comprometedoras de un sector hostil de la prensa así como las acciones políticas y judiciales, dando lugar a comparecencias parlamentarias, dimisiones, procesamientos, juicios, encarcelamientos y hasta fugas al extranjero. Hasta el final de la etapa socialista, sólo miembros en ejercicio del Gobierno tuvieron que renunciar seis, al cuestionarse en mayor o menor medida su trabajo político o su probidad personal.

El 13 de enero de 1992 dimitió el ministro de Sanidad y Consumo, Julián García Valverde, presuntamente involucrado en una compraventa irregular de terrenos, con un supuesto cobro de comisiones ilegales de por medio, por la empresa nacional de ferrocarriles, RENFE, cuando él presidía la compañía. Las malas expectativas electorales del PSOE en los sondeos de opinión y el evidente cansancio del presidente animaron al guerrista Benegas, secretario de Organización del partido, a proponerse como cabeza de lista y candidato a dirigir el Gobierno en las próximas elecciones. El 25 de octubre de 1992 González deshizo la incertidumbre al anunciar que volvería a ser el cabeza de lista. Días atrás, el vicepresidente Serra había hecho todo un alegato en favor de la renovación del partido en un discurso lleno de autocrítica, pero militantes, adversarios políticos y observadores independientes se preguntaban por qué no era González el que reaccionaba de viva voz contra las conductas endogámicas y deshonestas que dañaban la imagen del partido.

Al PSOE se le escapó definitivamente la mayoría absoluta en las elecciones anticipadas del 6 de junio de 1993: con el 38,8% de los votos, retrocedió a los 159 diputados. Llamó la atención la mínima pérdida sufrida por los socialistas en términos porcentuales con respecto a las generales de 1989, que fue de menos de un punto. El mérito relativo cabía reconocérselo en exclusiva a González, que, pese al rosario de tropezones en todos los terrenos, había recobrado, tras el bajón personal del año anterior, capacidad de convicción retórica y brío, hasta animarse a enarbolar la bandera de la regeneración. Millones de españoles seguían creyendo que el presidente era un dirigente sólido, capaz y honesto, y que los desaciertos y abusos eran cosa exclusiva de sus subalternos y colaboradores.

González no tuvo más remedio que pactar con los partidos nacionalistas moderados que gobernaban en Cataluña (Convergencia y Unión, CiU) y el País Vasco (PNV) para asegurar la gobernabilidad en Madrid, lo que a los ojos del electorado nacional suponía un acento de debilidad. El 14 de julio de 1993, cinco días después de ser investido por el Congreso, el líder socialista constituyó su cuarto Gobierno. El cambio más señalado fue la marcha de Solchaga en Economía y Hacienda, donde entró Pedro Solbes Mira. González retuvo a Solchaga en la cumbre política como portavoz del grupo parlamentario socialista. Se trató de una imposición presidencialista que irritó sobremanera al menoscabado sector guerrista.

La sexta legislatura de la democracia deparó nuevos y más agudos quebraderos de cabeza a González. El 19 de noviembre de 1993 dimitió el ministro del Interior desde 1988, José Luis Corcuera Cuesta, un día después de declarar el Tribunal Constitucional la nulidad de dos artículos de la Ley de Seguridad Ciudadana, aprobada por el Congreso en noviembre de 1991. Uno de los apartados hallados inconstitucionales facultaba a las fuerzas de seguridad del Estado para entrar en un domicilio privado y registrarlo sin autorización judicial si tenían sospechas fundadas de la comisión de un delito flagrante en materia de narcotráfico. González tardó varios días en aceptar la renuncia del ministro artífice de la Ley Corcuera, llamada vulgarmente también Ley de la patada en la puerta.

El XXXIII Congreso Federal del PSOE, celebrado en Madrid del 18 al 20 de marzo de 1994 bajo el lema de El nuevo impulso del socialismo, se saldó con un pacto de equilibrio que aseguró a la acosada familia guerrista, desalojada ya del Gobierno, una cuota sustancial en la Comisión Ejecutiva y demás órganos federales. Pero las espadas con los renovadores siguieron en alto.

En el Gobierno, las turbulencias no cesaban. El sustituto de Corcuera, Antoni Asunción Hernández, sólo se mantuvo algo más de cinco meses en el cargo. Hubo de resignar a su vez el 30 de abril de 1994 para cargar con la responsabilidad política por la fuga y desaparición del ex director general de la Guardia Civil, cesado en diciembre de 1993, Luis Roldán Ibáñez, al que la justicia imputaba diversos delitos de corrupción, incluida la presunta malversación de cientos de millones de pesetas de los fondos reservados bajo la forma de "sobresueldos". Asunción fue incapaz de explicar el fallo de su Ministerio, que era responsable de la vigilancia de Roldán. El bochornoso episodio iba a tener un desenlace en febrero de 1995 con la captura del prófugo, rodeada de confusiones, en la remota Laos.

Menos de una semana después de dimitir Asunción, el 4 de mayo, le tocó el turno al ministro de Agricultura, Pesca y Alimentación, Vicente Albero Silla, uno de los debutantes en el cambio de Gobierno de julio del año anterior. La razón esta vez: el descubrimiento de que tenía una cuenta opaca al fisco de 21 millones de pesetas gestionada por el banco de inversiones Ibercorp, eje de un gran escándalo financiero que también colocó en desgracia al gobernador del Banco de España, Mariano Rubio Jiménez, y al ex síndico presidente de la Bolsa de Madrid, Manuel de la Concha. Rubio, amigo de Solchaga y Boyer, y rostro descollante de la llamada beautiful people del PSOE, había cesado al frente de la entidad emisora en 1992 y ahora, el mismo 4 de mayo, fue detenido e ingresado en prisión bajo fianza junto con de la Concha, acusados los dos de delito fiscal y falsedad. Todo en un día, renunciaron a sus actas de diputado los ex ministros Solchaga, Corcuera y Barrionuevo.

El caos desatado en el oficialismo obligó a González a abrir una crisis de Gobierno menos de un año después de su formación. El 5 de mayo fueron cubiertas las bajas de Asunción y Albero; el ministro de Justicia, Juan Alberto Belloch Julbe, se posesionó de un nuevo superministerio que incorporaba las competencias de Interior, una duplicidad de jurisdicciones que generó suspicacias y críticas. El presidente desistió de hacer una remodelación a fondo del Gobierno y descartó expresamente dimitir o convocar elecciones anticipadas, ya que, ante el estado de "alarma social" que sacudía al país, arrojar la toalla ahora incurriría en una "grave irresponsabilidad ante los ciudadanos", con quienes se había comprometido "a abanderar la lucha contra la corrupción e intentar que España remonte la crisis económica".

Tan sólo un día después de asumir Belloch el área de Interior, renunció a continuar como secretario de Estado del Plan Nacional sobre Drogas el juez en excedencia de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón Real, quien años después iba a hacerse mundialmente famoso por su procesamiento extraterritorial del antiguo dictador chileno Augusto Pinochet.

Garzón, fichaje estrella de González en las pasadas elecciones, en las que había ganado el escaño de diputado como el segundo de la lista socialista por Madrid (justo detrás del presidente), para simbolizar su compromiso con la regeneración democrática, dio portazo al nuevo Ministerio de Justicia e Interior al ver que la reestructuración entrañaba un empequeñecimiento de sus funciones. Días después, en rueda de prensa, Garzón desahogó su frustración, acusando a González de haberle "traicionado" y de haberle manejado "como un muñeco", y lamentando su "actitud pasiva" frente a la corrupción. El magistrado, que volvía a la Audiencia Nacional, dio la razón a quienes habían valorado su inclusión como independiente en las listas electorales del PSOE de "ardid electoral", para "dar la imagen" de que se luchaba contra la corrupción, lucha que según él no resultaba creíble porque excluía las "medidas firmes y quirúrgicas".

El PSOE perdió con rotundidad frente al PP que dirigía José María Aznar López las elecciones al Parlamento Europeo del 12 de junio de 1994 y las municipales y autonómicas del 28 de mayo de 1995.

El enésimo y más rudo golpe a la credibilidad de González y su equipo llegó el 28 de junio de 1995, cuando nada menos que el vicepresidente Serra y el ministro de Defensa, Julián García Vargas, tuvieron que dimitir en asunción de sus responsabilidades políticas por el escándalo de las escuchas ilegales realizadas a personalidades del Estado y la vida pública por el Centro Superior de Información de la Defensa (CESID), la agencia de inteligencia española. Según el periódico El Mundo, medio que destapó la gran mayoría de las informaciones comprometedoras para el Gobierno y el PSOE desde el comienzo de la década, el CESID había mantenido entre 1983 y 1991 un dispositivo de espionaje electrónico de las conversaciones telefónicas de gran número de políticos, jueces, empresarios y periodistas. Hasta el rey habría sido objeto de estas escuchas. González no nombró un nuevo vicepresidente y colocó en Defensa a Gustavo Suárez Pertierra, hasta entonces ministro de Educación y Ciencia.

Acosado desde múltiples frentes, González encajó mal las acusaciones de conocer y tolerar las numerosas irregularidades e ilegalidades cometidas en su entorno, y las consiguientes exigencias de dimisión. Como atrincherado en La Moncloa, adoptó una actitud de resistencia a ultranza teñida de nerviosismo, harto alejada de la pugnacidad y la brillantez dialéctica de antaño. El presidente no entraba en la contrarréplica y ya sólo daba la cara para referirse a la persecución en toda regla que, estaba convencido, sufrían los socialistas por parte de una poderosa alianza de periodistas, jueces y elementos políticos conservadores.

Lo cierto era que los casos de corrupción sobrepasaron los ámbitos del Gobierno y el PSOE, y afloraron en otros partidos, incluido el principal de la oposición, el PP, organismos del Estado, administraciones autonómicas y corporaciones privadas. La percepción por la población de que la corrupción podría ser generalizada puso en tela de juicio el conjunto de las instituciones y el funcionamiento interno de los partidos políticos. En el bienio 1994-1995 el clima político nacional se crispó extraordinariamente y González se sumió en su momento más bajo.

A los presuntos o probados delitos de financiación ilegal del PSOE y de enriquecimiento personal, de los que González aseguraba haberse "enterado por la prensa" pese a que tocaron de lleno al partido, como fue la trama en torno a las empresas de asesoramiento Filesa, Malesa y Time Export, denunciadas como unas meras tapaderas del cobro a grandes empresas de fondos ilícitos presentados como facturas por servicios no prestados (por este caso, el Tribunal Supremo juzgó y condenó a penas de prisión en 1997 a dos parlamentarios socialistas), se les sumaron diversas revelaciones que apuntaban a altos cargos del PSOE como últimos responsables de los parapoliciales Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL).

La guerra sucia de los GAL y la lucha antiterrorista

Ya en su origen sospechosos de estar estrechamente relacionados con las fuerzas de seguridad del Estado, entre octubre de 1983 y julio de 1987, años en que arreciaba la campaña de ataques de ETA contra políticos, policías y militares en el País Vasco y el resto de España, los GAL perpetraron en los territorios español y (fundamentalmente) francés decenas de secuestros y atentados, mediante bombas o por disparos, contra objetivos de ETA y su entorno político legal. En estos cuatro años, los GAL mataron a 27 personas, de las que no todas eran militantes o simpatizantes de ETA. Algunos de los asesinados, víctimas de atentados indiscriminados o "por error", y entre los que había ciudadanos franceses, no tenían relación aparente con el terrorismo y la izquierda abertzale vascos.

Posteriores actuaciones judiciales sacaron en claro que los GAL estuvieron formados por funcionarios policiales españoles y mercenarios extranjeros, y que se financiaron con cargo a los fondos reservados del Ministerio del Interior. Pero la guerra sucia contra el terrorismo vasco, que podía calificarse de terrorismo de Estado y que, aparte su criminal historial, fracasó estrepitosamente en el propósito para el que había sido concebida —doblegar a ETA por métodos que iban mucho más allá de lo permitido por la ley— hizo redirigir las miradas inquisitivas a los responsables políticos del Ministerio del Interior y contra el propio González. El contexto en el que aparecieron y actuaron los GAL era altamente traumático. Como se comentó arriba, los comandos de ETA estaban asesinando cada año, dentro y fuera del País Vasco, a varias decenas de miembros de las Fuerzas Armadas y de la seguridad del Estado, así como a civiles de variada clase y condición.

La crueldad etarra consternó particularmente a la ciudadanía cuando se manifestó en los atentados múltiples e indiscriminados con el método del coche bomba detonado a distancia o por mecanismo de relojería. Los más graves atentados de este tipo fueron: el de la Plaza de la República Dominicana de Madrid al paso de un furgón de la Guardia Civil en julio de 1986 (con 12 agentes muertos); el del centro comercial Hipercor en Barcelona en junio de 1987 (21 civiles perecieron en la masacre, la peor en la historia de ETA); el de la Comandancia de la Guardia Civil de Zaragoza en diciembre de 1987 (11 víctimas mortales, la mayoría familiares de los agentes y entre ellas cinco niñas); el de Sabadell en diciembre de 1990 (seis policías nacionales muertos); el de la casa-cuartel de Vich en mayo de 1991 (10 guardias civiles y familiares fallecidos); el de la calle López de Hoyos de Madrid en junio de 1993 (siete militares muertos, entre ellos 5 tenientes coroneles); y el del puente de Vallecas de Madrid en diciembre de 1995 (que costó la vida a seis empleados civiles de la Armada).

Pese al terrorismo de ETA y pese también al contraterrorismo de los GAL, por entonces ya finalizado, el Gobierno González abrió con la organización armada vasca unas conversaciones oficiales de paz que se desarrollaron en Argel. Después de unos efímeros contactos en febrero de 1988, un segundo intento, más esperanzador, arrancó el 8 de enero de 1989 con una declaración unilateral de tregua por parte de la banda. Pero el 4 de abril siguiente, ETA, aferrada a una postura maximalista, declaró rotas las conversaciones y poco después volvió a los asesinatos. El Gobierno socialista cerró filas con los partidos democráticos, incluidos los vascos, en el marco del consenso antiterrorista que brindaban los acuerdos de Madrid (Pacto de Estado del 5 de noviembre de 1987) y Ajuria Enea (12 de enero de 1988).

La detención de la cúpula etarra en localidad vascofrancesa de Bidart en marzo de 1992, que mostró hasta qué punto había mejorado la colaboración de las autoridades galas en la lucha antiterrorista, principió una serie de golpes de las policías de los dos países que debilitaron significativamente, aunque no desmantelaron, a una organización tan proclive a la huida enloquecida hacia delante como capaz de recomponer sus estructuras y cuadros una y otra vez.

Después de que en diciembre de 1994 el juez Garzón, ya reintegrado en la Audiencia Nacional y hecho borrón y cuenta nueva de su reciente participación en el proyecto socialista, reabriera el sumario de los GAL por las incriminaciones del ex comisario José Amedo Fouce (que ya cumplía sentencia por el anterior sumario) a altos cargos del Ministerio del Interior, jefes policiales y dirigentes socialistas activos en la época en que los GAL desarrollaron su actividad, González ordenó al ministro Belloch que se querellara contra cualquiera que relacionara al Ejecutivo con la extinta organización criminal. Pero el presidente no pudo evitar los ingresos en prisión cautelar, acusados de malversar fondos públicos en relación con los GAL, de Julián Sancristóbal Iguarán, ex gobernador civil de Vizcaya y ex director general de la Seguridad del Estado, de Rafael Vera Fernández, ex secretario de Estado para la Seguridad, y de Ricardo García Damborenea, antiguo líder de los socialistas vizcaínos.

El 20 de julio de 1995 Damborenea, en su declaración ante Garzón, conmocionó la vida política al autoinculparse del secuestro por los GAL en Hendaya en 1983 del ciudadano vascofrancés Segundo Marey (al que sus captores confundieron con un activista de ETA) y al acusar a González y otros altos responsables del Gobierno y el PSOE de tener pleno conocimiento de las actuaciones de los GAL. Según Damborenea, él mismo habló en varias ocasiones sobre la guerra sucia contra ETA con el presidente, quien no autorizaba expresamente la comisión de los atentados, aunque sí fue el que aprobó la estrategia responsable de la creación de la banda parapolicial. De inmediato, González compareció en una rueda de prensa para desmentir rotundamente las acusaciones: "Es absolutamente falso lo que dice. Está falsificando absolutamente la realidad (...) Jamás ha hablado conmigo, de una materia como ésta (...) La capacidad de decir disparates a veces no tiene límite (...) Espero que crean mi palabra y no la de García Damborenea", manifestó González.

Las graves imputaciones de Damborenea no tardaron en tener las consecuencias inicuas que su destinatario estaba temiendo. El 28 de julio, en su remisión del sumario de los GAL al Tribunal Supremo, Garzón aseguraba haber encontrado indicios delictivos en las actuaciones de González, Serra, Barrionuevo y Benegas en virtud del testimonio del antiguo líder de los socialistas vizcaínos. El alto tribunal debía decidir ahora si los indicios que apuntaba Garzón tenían base suficiente para que su Sala Segunda se hiciera cargo de la instrucción con la imputación de González.

7. LA "DULCE DERROTA" DE 1996

A pesar de tanta adversidad, el veterano líder socialista seguía contando con el apoyo irreductible de muchos militantes y simpatizantes de toda la vida. Pero para la mayoría de los votantes captados en ese copioso granero electoral, sin convicciones ideológicas fuertes y susceptible de reorientar su voto a un PP aligerado de mensaje derechista llegado el momento, que era el llamado centro sociológico, González había perdido su carisma y, peor aún, sobre su forma de dirigir el partido y el Gobierno recaían sombrías sospechas.

Las bajas de Serra y García Vargas por las escuchas del CESID, las acusaciones de Damborenea y el sumario de Garzón, concentrados en un mes, supusieron un tremendo mazazo. Entre escándalo y escándalo, el secretario general comunicó a la dirección del partido que no quería ser el cabeza de lista de nuevo, pero esta perspectiva no cuajó por el momento por las dificultades para consensuar un candidato alternativo. El presidente, deseoso de "tranquilizar la vida política", ofreció a sus socios parlamentarios, CiU y el PNV, pactar un calendario para adelantar las elecciones generales a la primavera. 

El 17 de julio de 1995 los nacionalistas catalanes, tras constatar la "debilidad" y el "desgaste" del Ejecutivo, declararon roto su apoyo legislativo. La mayoría simple del PSOE ya no se podía subsanar. Finalmente, sí habría adelanto electoral, pero el futuro político a corto plazo de González quedó en el limbo. En agosto, medios de comunicación nacionales señalaron a Solana, el respetado ministro de Exteriores y uno de los escasos dirigentes socialistas que mantenían su capital político incólume, como un posible candidato a presidente del Gobierno.

Sin embargo, Solana se descartó implícitamente como sucesor de González al manifestar de manera tajante que el secretario general de los socialistas tenía que ser de nuevo su cabeza de cartel; además, el ministro estaba muy atareado con la presidencia española del semestre europeo y su agenda diplomática era de lo más apretada. Pero la opción de Solana no se desvaneció, al contrario, ganó fuerza, porque González se aferró a un significativo silencio. Además, los guerristas amenazaron con presentar un candidato alternativo al "oficialista" si el presidente no pactaba con ellos las condiciones de su sustitución. Para mayor confusión, a mediados de octubre, el ministro de Obras Públicas, Transportes y Medio Ambiente, Josep Borrell Fontelles, se propuso como candidato a la Presidencia del Gobierno siempre y cuando González decidiera no presentarse a la reelección.

La opinión pública interpretó que una maniobra de gran calado se estaba cocinando en la trastienda socialista. Pero la dimisión el 20 de octubre del secretario general de la OTAN, Willy Claes, por su implicación en un escándalo de corrupción en Bélgica vino a trastocar completamente la estrategia en marcha. Los aliados europeos y estadounidense manifestaron su preferencia por Solana para sustituir a Claes y a mediados de noviembre González terció en la cuestión reconociendo que su titular de Exteriores sería un "magnífico" secretario general de la OTAN, para a continuación dar a entender que si los aliados establecían un consenso sobre Solana, sus planes políticos domésticos se verían alterados. González no tuvo ambages en referirse a sí mismo como un presidente "amortizado", pero tal vez tendría que concedérsele un plazo adicional.

Eso fue lo que sucedió. El presidente en ejercicio del Consejo de la UE fue propuesto para la Secretaría General por el Consejo Atlántico en su reunión de embajadores del 1 de diciembre y cuatro días después una reunión del Consejo a nivel ministerial formalizó el nombramiento. Una vez ido Solana a Bruselas, los órganos de dirección del PSOE lo tuvieron claro. El 18 de diciembre, la Comisión Ejecutiva Federal, con el interesado presente y por voto unánime, pidió al secretario general que fuera candidato al Gobierno por séptima vez consecutiva. González aceptó y el 22 de diciembre el Comité Federal dio luz verde a la postulación por aclamación.

Para las elecciones del 3 de marzo de 1996, González y su equipo diseñaron una campaña basada en el discurso del miedo, miedo a un PP y un Aznar que representarían "la derecha de siempre" y tendrían un "programa oculto" para achicar el Estado del bienestar. El mensaje les sonó convincente a muchos electores que hasta ahora habían votado socialista, y las esperanzas del oficialismo cobraron nuevo ánimo al dar sendas treguas la economía, que avanzaba por la senda de la recuperación, y el frente político-judicial, que no alumbró nuevos escándalos tumultuosos, por más que la causa de los GAL flotaba sobre González como una espada de Damocles.

Estas circunstancias supusieron que el PSOE, tras apuntarse cuatro victorias con números decrecientes, perdiera finalmente las elecciones a manos del PP, pero los resultados obtenidos, el 37,6% de los sufragios y 141 escaños, en nada suponían el hundimiento por muchos augurado. La ventaja de los populares, confrontados con una mayoría más simple que la sacada por los socialistas en 1993, se reducía a menos de 300.000 votos, en términos porcentuales poco más de un punto. Resultaba llamativo que la pérdida de votos fuera de tan solo 1,2 puntos con respecto a los comicios de 1993. Y más todavía que ese 37,6% supusiera una recuperación de 7 puntos en relación con las municipales de 1995. Por todo ello, y haciendo balance de todo lo sucedido en la última legislatura, González calificó las elecciones de "dulce derrota". El 5 de mayo de 1996, Aznar, a quien siempre había minusvalorado como adversario político, le sucedió en la Presidencia del Gobierno.

8. ACTITUDES EVASIVAS Y PROLONGACIÓN DEL ASCENDIENTE INTERNACIONAL

En su regreso al papel de líder de la oposición, González, igualmente hábil en dorar con circunloquios un discurso huero como en desarmar al adversario de turno con sólidos argumentos, ofreció un relativamente bajo perfil como político nacional. No así en todo lo relacionado con la vida internacional, un área donde se desenvolvía con total seguridad y gozaba de más unanimidad de criterio sobre su valoración como estadista.

Por ejemplo, en diciembre de 1996 el ex presidente encabezó en Belgrado el equipo de la OSCE que investigó las denunciadas irregularidades en las elecciones municipales serbias y asumió también labores de mediación entre el régimen de Milosevic y la oposición democrática. Posteriormente, en marzo de 1998, el Grupo de Contacto para Kosovo le designó enviado conjunto de la OSCE (como representante personal de su presidente en ejercicio, el ministro de Exteriores polaco Bronislaw Geremek) y de la UE (como representante especial del Consejo, que aprobó el nombramiento en junio bajo la Presidencia británica) para mediar en el conflicto que vivía la provincia de mayoría albanesa bajo soberanía serbia, pero el ex gobernante español no llegó a realizar su misión sobre el terreno porque las autoridades de Belgrado se negaron a recibirle.

A finales de 1998 se reprodujo la situación de 1994 con Delors al acercarse la hora del relevo del socialcristiano luxemburgués Jacques Santer como presidente de la Comisión Europea. A pesar de ser propuesto por el Gobierno socialista de Portugal y por el propio Delors, González declinó entrar en la lid de candidaturas insistiendo en que no albergaba ambiciones internacionales. Pero en Europa sí se le requería y se llamaba a su puerta, como volvería a observarse en la década siguiente.

Después de varias advertencias de retirada no materializadas y al cabo de un año de liderazgo opositor carente de brillo, González anunció por sorpresa su renuncia a la Secretaría General del PSOE, tras 23 años de ejercicio, en el arranque del XXXIV Congreso, el 20 de junio de 1997. En su decisión arrastró a Guerra, apeado a su vez de la Vicesecretaría General. Al día siguiente, el Congreso eligió nuevo líder al ex ministro de Trabajo y de Administraciones Públicas, y en esos momentos portavoz del grupo parlamentario socialista, Joaquín Almunia Amann, un exponente del sector renovador del partido que fue proclamado secretario general con el indisimulado aval de su predecesor. Idos González y Guerra, los guerristas fueron barridos de la nueva Comisión Ejecutiva Federal salida del Congreso.

El 29 de enero de 1998 González, que mantenía el acta de diputado por Madrid, rechazó definitivamente que pudiera ser el candidato del PSOE a la Presidencia del Gobierno en las elecciones generales de 2000 y promovió a Almunia para dicho cometido. No obstante, en las primarias que el partido celebró el 24 de abril con la participación de 200.000 militantes socialistas Almunia fue derrotado por Borrell, ex ministro procedente del círculo de Solchaga, aunque orientado a la izquierda y partidario de superar el felipismo. El político catalán nunca había tenido apoyos importantes en la cúpula del partido, pero gozaba del favor de las bases.

La prolongación de la crisis interna del partido por las dimisiones sucesivas de Borrell como candidato, el 14 de mayo de 1999 (a raíz de la investigación judicial por presunta corrupción contra dos colaboradores en su etapa de secretario de Estado de Hacienda), y de su sustituto, Almunia, como secretario general, el 12 de marzo de 2000 (nada más conocer el descalabro sufrido por los socialistas en las elecciones generales, ganadas por el PP con mayoría absoluta), confirmó que el súbito retiro de González en 1997 había precarizado el liderazgo socialista por la falta de un delfín o heredero reconocido. Además, González no desistía de ejercer su influencia en la nueva Comisión Ejecutiva, pese a no pertenecer a ella, lo que tenía un efecto distorsionador y, como acababa de verse, no había beneficiado en nada a Almunia, que no fue capaz de consolidar su secretariado.

De cara al XXXV Congreso, en julio de 2000, González rechazó el puesto honorífico de presidente del partido que le ofreció el candidato a la Secretaría General, y a la postre ganador de la elección interna, José Luis Rodríguez Zapatero, joven dirigente del partido en León. En sus prolegómenos y durante el cónclave, considerado decisivo para la recuperación del impulso perdido del PSOE, González permaneció en un discreto segundo plano y se abstuvo de apoyar, por lo menos de cara al público, a ningún aspirante a secretario general. En lo sucesivo, González continuó ligado a la dirección del partido como uno más entre los 255 miembros del Comité Federal.

Por otro lado, las condenas por el Tribunal Supremo en julio de 1998 a diez años de prisión del ex ministro Barrionuevo y de su secretario de Estado para la Seguridad, Vera, por su implicación en el secuestro de Segundo Marey y por malversar caudales públicos, revivió la cuestión de la responsabilidad en este tenebroso capítulo del período socialista de González, al que periodistas y políticos no dudaron en endilgarle la "X", o la cúspide en el organigrama de los GAL, y ello pese a que el 5 de noviembre de 1996 la Sala Segunda del Supremo había concluido que no existían pruebas fundadas para incriminar al ex presidente.

González, que compareció como testigo en las vistas del proceso a sus antiguos subordinados, se aprestó a solidarizarse con los condenados y asumió su asistencia legal en calidad de abogado, suscribiendo los dos recursos de apelación. En más de una ocasión, el ex presidente aludió con tono enigmático a la razón de Estado como justificante de determinadas decisiones graves en situaciones críticas, y reiteró la existencia de un supuesto complot político, judicial y periodístico contra los socialistas, con él como supremo objetivo. Ante un nuevo requerimiento de Garzón, la Sala Segunda reiteró su posición el 22 de noviembre de 1999, negando que hubiera "nuevos elementos de prueba" para implicar al ex presidente del Gobierno en los crímenes del contraterrorismo. Definitivamente, decía la justicia, no podía imputarse a González en el sumario de los GAL.

En las elecciones de 2000 González renovó su diputación en el Congreso, pero no por Madrid, sino por Sevilla. En esta legislatura postrera de su carrera política, el antiguo líder socialista, absorbido por una densa agenda internacional de carácter privado, apenas acudió a las sesiones del Congreso; en las contadas ocasiones en que lo hizo fue únicamente para votar en determinadas resoluciones y proposiciones de ley. Su menguada vida parlamentaria tocó a su fin tras las elecciones del 14 de marzo de 2004, ganadas con mayoría simple por el PSOE de la mano de Rodríguez Zapatero, a las que ya no se presentó.

En 2005 González medió discretamente entre el Gobierno colombiano de Álvaro Uribe y la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) para sacar adelante un acuerdo de paz que finalmente no se concretó. En 2006 desarrolló una labor similar entre los gobiernos de Irán y Estados Unidos en un intento de acercar posturas en el conflicto sobre el programa nuclear iraní. El 27 de julio de 2007 el Gobierno Zapatero, a propuesta del ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos Cuyaubé, nombró a González Embajador Extraordinario y Plenipotenciario para la Conmemoración de los Bicentenerios de la Independencia de las Repúblicas Iberoamericanas. En febrero de 2009 pasó a formar parte del nuevo Consejo de Política Internacional y Cooperación del PSOE, concebido para apoyar la labor del Ministerio de Exteriores.

9. APORTACIONES INTELECTUALES, RECONOCIMIENTOS Y ASPECTOS PERSONALES

González cedió a Almunia la vicepresidencia de la Internacional Socialista en 1999, pero antes la organización le designó responsable de la Comisión sobre Progreso Global, con la misión de redactar un nuevo manifiesto del ideario socialdemócrata en respuesta a la globalización. El texto, visto como una síntesis de la Tercera Vía del británico Tony Blair y el socialismo más clásico del francés Lionel Jospin, sirvió de base para la Declaración que cerró el XXI Congreso de la Internacional Socialista, celebrado en París en noviembre de 1999.

El absentismo parlamentario casi total que González practicó en la legislatura de 2000-2004 coincidió con sus asiduos y prolongados viajes a América Latina para participar en seminarios y conferencias, donde habló recurrentemente de su tema favorito, la globalización y sus desafíos, y reunirse con viejos y nuevos amigos de la alta política regional y con personalidades del mundo de los negocios, como el magnate mexicano de las telecomunicaciones Carlos Slim Helú. Durante la crisis argentina de diciembre de 2001 González acompañó en Buenos Aires al radical Fernando de la Rúa, al que le unía "una relación de amistad y cordialidad de muchos años", cuando éste tuvo que renunciar a la Presidencia de la República por la presión de las protestas sociales.

Su profunda conexión latinoamericana la ha cultivado González en foros tales como el Club de Emprendedores, el Foro Iberoamérica y el Círculo de Montevideo, tratándose este último de un grupo de reflexión que tiene como principal animador al ex presidente uruguayo Sanguinetti y que reúne a varios mandatarios y otros altos responsables políticos americanos y europeos, tanto retirados como en activo, de diversa orientación política. El español figuró entre los fundadores del Círculo en septiembre de 1996.

En octubre de 2001, bajo el impacto de los atentados del 11-S, González fue uno de los 35 líderes mundiales en activo o retirados que participaron en Madrid en la Conferencia sobre Transición y Consolidación Democráticas (CTCD), evento que fue inaugurado por Mijaíl Gorbachov y en cuya organización tomó parte también la Fundación para las Relaciones Internacionales y el Diálogo Exterior (FRIDE). De la CTCD surgió, en mayo de 2002, el Club de Madrid, un vasto marco de encuentro de gobernantes retirados de todo el mundo, donde González comparte membresía con algunos de los más conocidos nombres del liderazgo internacional. Una empresa más personal ha sido la Fundación Progreso Global, creada en 1998 por la dirección socialista al hilo de la Comisión del mismo nombre en la Internacional Socialista y cuya presidencia le fue conferida al ex secretario general.

El 14 de diciembre de 2007 los jefes de Estado y de Gobierno de la UE, reunidos en Consejo Europeo en Bruselas, designaron a su colega español retirado presidente del Grupo de Reflexión sobre el futuro de Europa, también llamado Comité de Sabios. Propuesto en origen por el presidente francés Nicolas Sarkozy para frenar la expectativa del ingreso de Turquía en la UE y formado por nueve personalidades de reconocido prestigio político, empresarial y académico (en octubre de 2008 el Consejo Europeo amplió su número a doce miembros), el Grupo de Reflexión se constituyó con la encomienda de estudiar y proponer respuestas a los retos a que la Unión iba a hacer frente a largo plazo, concretamente en el horizonte de los años 2020-2030.

Se esperaba que el Comité de Sabios diseñara las políticas que debería aplicar la UE para atender las demandas de los ciudadanos y actuar adecuadamente en los más diversos ámbitos (modelo económico y social, desarrollo sostenible, inmigración, energía, protección del clima, lucha contra el crimen organizado y el terrorismo, seguridad internacional). También, determinaría si la UE tendría que establecer límites geográficos a su progresiva expansión y estudiaría el necesario equilibrio entre la ampliación y la integración. Las cuestiones institucionales y presupuestarias quedaban fuera de su ámbito de análisis estratégico. El informe de conclusiones, no vinculante, tendría que estar listo en junio de 2010, al final de la Presidencia española del Consejo. En enero de 2008, entrevistado por el diario británico Financial Times, el español advirtió que Europa, en términos de economía, tecnología y competitividad, estaba "perdiendo influencia en la esfera geopolítica" y que era menester reaccionar con firmeza para invertir esta tendencia.

En septiembre de 2009, tras varios meses de especulaciones, González desmintió en unas declaraciones a Financial Times que fuera candidato al cargo de presidente permanente del Consejo Europeo, que instituía el Tratado de Lisboa, y de paso cuestionó la postulación al mismo de Tony Blair con el argumento de que el Reino Unido no formaba parte de la Eurozona. En noviembre siguiente reiteró el mentís desde México (finalmente, el puesto de presidente del Consejo Europeo recayó en el ex primer ministro belga Herman Van Rompuy). Entonces, González añadió que después de presentar su informe como presidente del Grupo de Reflexión, y pese a que "nunca he hecho un negocio", se dedicaría a dirigir una sociedad de capital de riesgo para apoyar iniciativas innovadoras en el sector de las energías renovables.

González es miembro, de honor o pleno, del Capitulo Español del Club de Roma, el Comité Europeo de Orientación Nuestra Europa, el Consejo Internacional del Centro Peres por la Paz y el Consejo InterAcción. También, es presidente de honor de la Fundación Tomás Meabe. Además del Premio Carlomagno, está en posesión del Premio Carlos V, concedido en 2000 por la Fundación Academia Europea de Yuste (España), el Collar de la Orden española de Isabel la Católica, la Gran Cruz de Oro al Mérito de la República de Austria y la Orden del Quetzal en Grado de Comendador de la República de Guatemala, entre otras distinciones. Es asimismo doctor honoris causa por las universidades de Toulouse y Lovaina.

Luego de abandonar el Gobierno, el rey Juan Carlos ofreció a González un título nobiliario, como ya había hecho con Suárez, convertido en duque. El interesado agradeció el ofrecimiento, pero lo declinó cortésmente por razones de coherencia personal y política, basadas en su condición de líder de un partido que se proclamaba socialista y obrero. Dos años después, en 1998, la Junta o Gobierno autónomo de su comunidad natal nombró a González Hijo Predilecto de Andalucía.

Como autor, Felipe González ha publicado los libros de conversaciones Un estilo ético, con Víctor Márquez Reviriego (1982), y El futuro no es lo que era, con Juan Luis Cebrián (2001), así como los ensayos El Socialismo (1997), Memorias del futuro (2003), Grandesa i miseria de la politica (obra en catalán de 2004, en coautoría con el ex presidente de la Generalitat Jordi Pujol) y Mi idea de Europa (2010). En 2009 coordinó la obra colectiva Iberoamérica 2020: retos ante la crisis. Hasta el día de hoy, es colaborador en medios periodísticos nacionales (El País) y del extranjero, para los que ha escrito artículos de análisis de las actualidades española e internacional.

Durante la segunda legislatura gobernada por el PP, entre 2000 y 2004, no fueron raros los fuertes ataques de González, dirigidos en clave partidista y electoral apoyando al PSOE, entonces en la oposición, contra el presidente popular Aznar, al que tachó de "reaccionario", "radical" y "extremista de derechas". La campaña del PSOE para las elecciones generales del 9 de marzo de 2008, vueltas a ganar por Zapatero con una mayoría simple mejorada, contó con la activa participación del ex presidente del Gobierno, que apareció en varios actos proselitistas del partido e instó a la movilización del voto progresista.

Con Zapatero, de quien es conocida su admiración por su predecesor al frente del partido y el Gobierno, González ha tenido algunas públicas diferencias sobre la reacción, criticada por lenta e insuficiente, del Ejecutivo español frente a la cruda crisis económica que se adueñó del país en la segunda mitad de 2008. Más repercusión han tenido sus divergencias con la política nuclear del Gobierno Zapatero, que en 2004 llegó al poder con un programa favorable al desmantelamiento progresivo de las centrales nucleares españolas; en opinión del ex presidente, quien en 1984 estableció la moratoria en la construcción de nuevas centrales que sigue vigente, las necesidades de sustitución de las energías fósiles no renovables para cumplir los objetivos de la UE de reducción de emisiones contaminantes requieren la apertura de un debate sobre la energía nuclear, la cual contempla hoy de un modo más favorable.

En enero de 2010, en el arranque de la Presidencia semestral española del Consejo de la UE, Zapatero convocó en Moncloa a González, Delors, Solbes y Almunia, tres personalidades que habían trabajado en o para la UE (los tres últimos, en la Comisión Europea), con el fin de asesorarle sobre las medidas para sortear la crisis y avanzar en la estrategia europea para coordinar las políticas comunes en materias de economía, empleo y competitividad. A vueltas con las turbulencias económicas, en noviembre de 2009, en la Conferencia Anual del Club de Madrid, González advirtió que los países ricos estaban "incubando otra crisis financiera" porque aún no se había tomado "ni una sola medida" para evitar que las entidades financieras siguieran funcionando como "un casino sin reglas".

En otro orden de cosas, González es miembro honorífico de la Federación Mundial de Amigos del Bonsái, arte japonés del que es un reconocido cultivador y al que destinó muchas horas de atención en sus años de morador de La Moncloa. Tras dejar el poder, el político enseñó al público sus creaciones en varias exposiciones y en 2005 donó al Jardín Botánico de Madrid una colección de más de un centenar de estos árboles en miniatura, en parte adquisiciones o regalos procedentes de numerosas partes del mundo y en parte cultivados por él mismo a partir de retoños de especies autóctonas recogidas en distintas regiones de España. En los últimos años, el antiguo presidente del Gobierno ha dado a conocer otra faceta artística, de todo punto insospechada: el diseño de colgantes y joyas de pedrería, algunos de los cuales han sido comercializados por la empresaria de moda Elena Benarroch en México y con un excelente volumen de ventas, aunque su autor ha aclarado que los beneficios que le corresponden los dona a varias ONG.

La madre del político, doña Juana Márquez, murió en 1981. El viudo, don Felipe González, contrajo segundas nupcias en 1983 con Ildefonsa García Suárez, una prima lejana de su primera esposa, y falleció en 1999 a la edad de 90 años. El 24 de noviembre de 2008 medios nacionales informaron de la separación formal, tras 39 años de matrimonio, del ex presidente del Gobierno y Carmen Romero, quien había sido diputada por Cádiz desde 1989 hasta 2004 y que en la actualidad presidía el Círculo Mediterráneo (en junio de 2009 iba a salir elegida diputada al Parlamento Europeo). Fuentes del PSOE indicaron que la ruptura no tenía que ver con terceras personas sino con las continuas ausencias de González por motivos laborales y a la actividad profesional de Romero. Con todo, al mismo tiempo, trascendió la relación sentimental del ex presidente con María del Mar García Vaquero, una asesora de la caja de ahorros La Caixa en Madrid, divorciada, madre de dos hijas y 17 años más joven.

(Cobertura informativa hasta 1/3/2010).

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