Cuando conocí a Pep Ribera, como presidente de una todavía muy joven Coordinadora de ONG de Desarrollo, Pep era ya una referencia en el mundo de la cooperación para todo el sector. En 1989, asumía la presidencia de la Coordinadora, apenas tres años después de su fundación en 1986. España daba sus primeros pasos en la política de cooperación internacional para el desarrollo propiamente dicha, cuando desde un pequeño grupo de organizaciones sociales se optó por crear la Coordinadora para tener más fuerza en el intento de influir en la política de cooperación, promover la solidaridad entre los pueblos, así como trabajar por la defensa y el fortalecimiento de las ONGD.
Durante el mandato de Pep, hasta 1995, se intensificó el trabajo de fortalecimiento del sector, potenciándose la secretaría técnica, los intercambios entre las organizaciones socias, la formación, los canales de comunicación y la participación de la Coordinadora en el Comité de Enlace de las ONGD con la UE. Ello nos ponía en relación no solo con la financiación europea sino también con otras organizaciones, otras formas de hacer cooperación y de hacer política. En el terreno doméstico, se inició la construcción de un espacio de relación estable y claro con las administraciones del Estado y de las comunidades autónomas, que también empezaban a dar pasos en el ámbito de la cooperación al desarrollo. En ese período, se sentaron las bases para futuros desarrollos legislativos claves para la actuación de las ONGD como el Estatuto del Cooperante, la Ley de Cooperación o el marco de relación que estableciera los criterios de participación de las ONGD españolas en la política de cooperación, algo que todavía hoy sigue siendo una asignatura pendiente. Paralelamente, se empezó a tejer la red de relaciones con otros agentes de la cooperación: Parlamento, partidos políticos, universidades, sindicatos, medios de comunicación y con la opinión pública, relaciones que, con la evolución propia de la historia, todavía perduran.
En el contexto de esos años, no podemos olvidar el apoyo a las movilizaciones por la solidaridad internacional, la justicia y la paz protagonizadas por amplios sectores de la sociedad española, como la posición en contra de la primera guerra del Golfo –frente a la que la Coordinadora, con Pep como presidente, se posicionó a favor de la paz-; también hay que recordar las movilizaciones por el 0,7% –que supusieron la mayor movilización ciudadana a favor de la Ayuda al Desarrollo con acampadas en todas las ciudades del Estado y más de medio millón de firmas entregadas en el Congreso de los Diputados–; o la Campaña «50 años basta» contra las políticas del Banco Mundial y del FMI. Iniciativa, esta última, a la que la Coordinadora se sumó junto con cientos de colectivos y asociaciones, organizando, junto con la Fundación Lelio Basso, el Tribunal Permanente de los Pueblos contra ambos organismos.
En definitiva, Pep pilotó los primeros años de la consolidación de una plataforma que paulatinamente iba sumando socios, creciendo como colectivo en una relación intensa de participación, debate, articulación de consensos, y, por qué no, también de gestión de disensos. Lo que más recuerdo de Pep era su capacidad para gestionar la complejidad, manteniendo a la vez la coherencia y la fidelidad a sus principios y valores, cuyas raíces parecían desarrollarse cada año más sanas, profundas y robustas. Durante el tiempo que tuve el privilegio de trabajar con él, entre 1992 y 1995, descubrí a una persona íntegra, coherente, justa. Transmitía tranquilidad y sensatez tanto en la Junta de gobierno como en el equipo técnico. Así, como quien no quiere la cosa, logramos hacer realidad grandes iniciativas.
En noviembre de 1995, en el curso de la Conferencia Mediterránea Alternativa celebrada en Barcelona, fue cuando coincidí por última vez con tiempo y cariño con Pep, pocos meses después de dejar la presidencia de la Coordinadora para volcarse de nuevo con toda su energía en su trabajo en CIDOB.