Una de las consecuencias de los atentados del 11-S es el salto cualitativo positivo que han dado las relaciones de Rusia con Occidente, en general, y con la Unión Europea, en particular. Todavía es pronto para determinar con seguridad si se trata de una perspectiva sostenible o si nos encontramos antes uno de esos momentos coyunturales que acaban defraudando las expectativas. Tras la euforia de los años de perestroika y los planteamientos gorbachovianos de una "casa común europea", con el trasfondo de las duras y contradictorias realidades de la transición rusa y la compleja evolución del mundo postbipolar, un proceso de distanciamiento y malestar entre Rusia y Europa/Occidente se inicia en la práctica y se instala un desfase casi constante en el diálogo y las percepciones. Rusia se ha sentido relegada a "una tierra de nadie en la que se la deja, tras la inacabada tarea de la post Guerra Fría, como a un semiadversario y semisocio" (Karaganov, 2001). Los estados europeos, por su parte, y la UE en particular, dejan entrever cierta irritación ante una Rusia que no hace los deberes, que se empantana en Chechenia, que sigue imprevisible e inestable.