Impulsar el desarrollo formaba parte del mandato original de las Naciones Unidas y es uno de los tres pilares de las reformas propuestas por la Secretaría General de la ONU. La Agenda 2030 constituye la hoja de ruta para las estrategias y las políticas de desarrollo, pero para que se implementen con éxito hay que resolver problemas estructurales sobre gobernanza, efectividad y solvencia y potenciar la legitimidad del sistema multilateral.
La agenda de desarrollo es un eje central del debate sobre el papel de las Naciones Unidas y la necesidad de adaptar la institución a los cambios de la sociedad internacional en las últimas décadas. El desarrollo es uno de los tres pilares, junto con los derechos humanos, y la paz y la seguridad, sobre el cual el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, estructuró su agenda de reformas a principios de este primer mandato. Para Guterres (2018), va a ser una reforma “más centrada en las personas y no tanto en la burocracia”. La reforma de la Agenda de Desarrollo está estrechamente vinculada a la implementación de la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), cuyo lema es “No dejar a nadie atrás”.
Cada vez que se elige un nuevo secretario general se crean expectativas de cambio, pero estas a menudo fracasan o se ven frustradas por múltiples motivos. Como señaló la ex directora general de la Organización Mundial de la Salud Gro Harlem Brundtland, gran parte de la culpa recae sobre los Estados miembros (Brundtland, 2019). Es poco probable que en esta ocasión haya menos resistencia al cambio. Sin embargo, existe la sensación generalizada de que no se puede seguir actuando como de costumbre debido a un cúmulo de disfunciones del modelo actual de desarrollo que afectan a su sostenibilidad. Una crisis de gobernanza que erosiona el multilateralismo en su forma actual se cierne sobre el sistema de las Naciones Unidas, lo cual pone en duda su efectividad en cuanto a su contribución al desarrollo. No obstante, por encima de todo, sufre de una crisis de legitimidad que hace más necesaria que nunca una revisión en profundidad del sistema en el 75º aniversario de la fundación de la ONU. Además, se enfrenta a una crisis económica endémica que se ha visto agravada por el brote de COVID-19. Reformar implica renovar, pero también aprender las lecciones del pasado y evitar repetir errores previos. Muchas de las dificultades relacionadas con la reforma de la institución derivan de confrontaciones políticas entre Estados que impiden cumplir las aspiraciones de las personas a las que se dirige el preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas y a las que se prometió progreso económico y social universal.
Mirar al pasado para prever el futuro
La cooperación internacional “para resolver problemas internaciones de naturaleza económica, social, cultural o humanitaria” forma parte del mandato original establecido en el artículo 1 de la Carta de las Naciones Unidas, un objetivo intrínsecamente ligado al mantenimiento de la paz y la seguridad. El derecho al desarrollo ha sido uno de los temas centrales de debate desde el movimiento del Tercer Mundo surgido de la Conferencia de Bandung de 1955 y las reivindicaciones de emancipación de los pueblos tras el proceso de descolonización. Este movimiento motivó la primera Conferencia sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) en 1964, la creación del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en 1965 y la adopción de cuatro estrategias sucesivas de desarrollo de diez años de duración. El enfrentamiento entre Oriente y Occidente durante la Guerra Fría y las tensiones entre el Norte y el Sur tras el proceso de descolonización condicionaron las reivindicaciones y las demandas de los países en desarrollo y, sumado a los efectos de la primera crisis del petróleo en 1973, llevó a las históricas resoluciones de la Asamblea General 3201 S-VI, por la que se aprobaba un programa para el establecimiento de un nuevo orden económico internacional, y 3281-XXIX, que establecía la Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados, ambas de 1974. Un año antes, el informe del Club de Roma titulado “Los límites al crecimiento” advirtió de la imposibilidad de continuar con el actual modelo de crecimiento para todo el planeta. En 1978 la Comisión Independiente sobre Asuntos Internacionales del Desarrollo, presidida por Willy Brandt, emitió el informe titulado “Norte-Sur: programa para la supervivencia”, que exigía la celebración de una conferencia sobre cooperación y desarrollo para 1981. Esto fue poco antes de la crisis de la deuda externa y del auge de la corriente neoliberal liderada por Ronald Reagan en los Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido. Esta coyuntura perturbadora retrasó las reivindicaciones de desarrollo cerca de diez años y los dictados de programas de ajuste estructural dominaron la agenda económica internacional. Una década después, la caída del muro de Berlín en 1989 y el reconocimiento del fracaso de las décadas anteriores de desarrollo llevó a una revisión de las estrategias de desarrollo. El entonces secretario general Boutros Boutros-Ghali inició un intenso período de conferencias internacionales que configuraron las agendas compartidas en ámbitos estratégicos de políticas de desarrollo, lo que sentó las bases de lo que hoy es la Agenda para el Desarrollo Humano Sostenible: entre otras, la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro de 1992, la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de Viena de 1993, la Conferencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo del Cairo de 1994, la Conferencia Mundial sobre la Mujer de Pekín de 1995 y la Conferencia de las Naciones Unidas sobre los Asentamientos Humanos de Estambul de 1996.
Bajo la dirección del secretario general Kofi Annan, en el año 2000 se organizó la Cumbre del Milenio con el fin de impulsar la creación de una nueva agenda para el desarrollo más centrada en las necesidades básicas de los países más pobres concentrando los esfuerzos en los ocho Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM). Por primera vez, se definieron indicadores claros y metas con plazos fijos, así como mecanismos de seguimiento por medio de informes periódicos. A pesar de los logros de los ODM en la reducción de la pobreza y de mejoras en el acceso a necesidades básicas, algunos críticos pusieron sobre el tapete su reduccionismo, puesto que los objetivos eran limitados y no incluían todas las dimensiones necesarias para el crecimiento y el progreso social ni tenían en cuenta las desigualdades intra- e interestatales. Kofi Annan también empezó su mandato en 1997 presentando un paquete de reformas. Prometió “mayor unidad de objetivos, mayor coherencia de esfuerzos y mayor agilidad a la hora de responder a un mundo cada vez más dinámico y complejo” (UNSG, 1997). En marzo de 2005, unos meses antes del final de su segundo mandato, Annan presentó el informe titulado “Un concepto más amplio de la libertad: desarrollo, seguridad y derechos humanos para todos” (UNGA, 2005). A pesar de toparse con una firme resistencia a los cambios en la Asamblea General durante ambos mandatos, Annan intentó conservar parte de la reforma en vísperas de la Cumbre del Milenio 5+, pero su iniciativa fracasó tras una lista interminable de enmiendas que diluyeron su propuesta en vaguedades y el grueso de las reformas se paralizaron.
Su sucesor, Ban Ki-moon, tomó posesión del cargo en enero de 2007 y centró sus propuestas de reformas en la seguridad y la gestión mejoradas. Durante su segundo mandato, también impulsó el proceso de elaboración de los ODS para la Agenda 2030 con el firme compromiso de llevar a cabo un proceso participativo y consultivo sin precedentes que constituiría una verdadera agenda universal. Se pretendía que los objetivos globales no solo superaran la pobreza y el hambre, sino que también resolvieran problemas de violencia, discriminación, degradación ambiental y sostenibilidad, igualdad, derechos humanos y buen gobierno. Sin embargo, la implementación de esta ambigua agenda requiere resolver los problemas estructurales que han lastrado la organización durante décadas.
Una crisis de múltiples factores
La implementación de la reforma de la agenda para el desarrollo de las Naciones Unidas propuesta por Guterres se ve obstaculizada por múltiples crisis diagnosticadas hace mucho tiempo, pero para las que todavía no se ha hallado solución alguna.
En primer lugar, existe una crisis de gobernanza que dificulta a las instituciones internacionales la toma de decisiones y una rápida respuesta a situaciones cambiantes. En este ámbito, uno de los retos que se ciernen sobre las organizaciones es el hecho de asegurar la coherencia de todo el sistema. El diseño funcionalista que adoptó la organización desde sus inicios, con múltiples organismos sectoriales independientes, ha constituido un obstáculo para todo el sistema, a pesar de las reformas emprendidas para reforzar el papel del PNUD y la implementación de programas sobre el terreno. El informe del actual secretario general “Nuevo posicionamiento del sistema de Naciones Unidas para el Desarrollo a fin de cumplir con la Agenda 2030: garantizar un futuro mejor para todos” (ECOSOC, 2018) exige un cambio de paradigma con marcadas modificaciones en la planificación estratégica. Según el informe de Guterres, “el modelo actual ha alcanzado su punto máximo y es insuficiente para conjugar la ambición, la efectividad y la cohesión que exige la Agenda 2030” (ECOSOC, 2018). Por ello, las entidades deben adoptar un enfoque entre agencias que vaya más allá de la coordinación y promueva la acción colectiva a favor de la propia agenda, tanto entre las diferentes agencias como en el ámbito. Uno de los aspectos que se han identificado como cruciales para la reforma es la intensificación de la coordinación regional. La actual imprecisión de la división de tareas genera duplicidades, solapamientos entre agencias y mal uso de las plataformas regionales para la implementación de la Agenda 2030 y el seguimiento del progreso en cada región.
En segundo lugar, los defectos organizativos mencionados anteriormente también provocaron una crisis de efectividad. La rendición de cuentas de las Naciones Unidas ha sido un motivo de preocupación recurrente durante muchos años, pero la Agenda 2030 hace más necesario abordar dichos problemas de frente. Los mecanismos de supervisión intergubernamental que se han establecido deben proporcionar una dirección estratégica, fomentar una cultura más centrada en resultados que en procesos, dejar sitio para la innovación y demostrar mayor flexibilidad para emprender acciones correctivas rápidas basándose en evidencias empíricas e incorporando las lecciones aprendidas. Actualmente, existen lagunas de información a la hora de adaptar el proceso de toma de decisiones a la realidad. La agenda de los ODS requiere mejorar la cantidad y la calidad de los datos disponibles para todos. La revolución de los datos debería ir acompañada por la gobernanza que asegure un acceso igualitario a las nuevas tecnologías e información de calidad sobre indicadores de desarrollo de manera universal. Iniciativas como la Alianza Mundial de Datos para el desarrollo Sostenible (GPSD) lanzada por la Asamblea General en 2015, que creó la Data4SDGs Toolbox, y la Red de Soluciones para un Desarrollo Sostenible (SDSN) son elementos importantes, pero sigue habiendo múltiples lagunas en los ámbitos nacional y local. En su estrategia quinquenal, la GPDS describe que:
hay demasiadas personas que son invisibles en los datos y, por lo tanto, invisibles en la toma de decisiones. Demasiados países simplemente no disponen de recursos para integrar los sistemas de registro de nacimientos o detenciones, para cartografiar campamentos y viviendas, para evaluar el impacto del cambio climático y para recopilar y compartir información sobre la salud, el acceso al agua, a los alimentos y a otros servicios básicos de las personas (GPSD, 2019).
La crisis de la COVID-19 ha subrayado que las asimetrías en el acceso al conocimiento y a las tecnologías limitan la respuesta efectiva ante una crisis sanitaria.
En tercer lugar, otra de las limitaciones a las que se enfrenta la implementación de los ODS es la crisis de legitimidad. El sistema de desarrollo de Naciones Unidas es el resultado de una estructura intergubernamental que entorpece la interacción con otros agentes de desarrollo. Aunque las estructuras actuales han incorporado otros actores, estas no están completamente preparadas para soportar las reivindicaciones de alianzas inclusivas y procesos de planificación participativa. En el proceso de elaboración de la Agenda 2030, ciudadanos y otros agentes contribuyeron a configurarla. Ahora deberían implicarse totalmente en su implementación. La Alianza Global que invoca el ODS17 necesita mayor colaboración entre gobiernos, sector privado y sociedad civil, junto con Naciones Unidas, para movilizar el cumplimiento de los objetivos de la agenda. Para ello, hay que buscar alianzas con el fin de compartir conocimiento especializado, tecnología y recursos materiales. El proceso de reforma de las Naciones Unidas puede aprender de la experiencia de los procesos participativos para la elaboración de la Agenda 2030 a incorporar dinámicas de abajo arriba, no solo en el proceso consultivo, sino también en la dinámica de actualización y elaboración de las estrategias para el desarrollo local, nacional y regional. En consonancia con el necesario aumento de la legitimidad democrática, la reivindicación de un parlamento de las Naciones Unidas parece demasiado compleja dado el gran número de Estados miembros, pero la idea de una asamblea de parlamentarios procedentes de organizaciones regionales para cooperar con los parlamentos nacionales es viable y podría ayudar a reformar la dimensión regional de las estrategias de desarrollo.
En cuarto lugar, y sobrevolando todos los puntos débiles mencionados anteriormente, está una persistente crisis económica. Por una parte, el impago de algunos Estados de sus cuotas obligatorias somete al sistema a una presión permanente. En octubre de 2019, el secretario general tuvo que dar la alarma sobre la falta de liquidez para pagar los salarios y los servicios básicos (UNSG, 2019). No obstante, también existe un problema con el modelo de financiación de los programas de desarrollo, puesto que la mayoría son contribuciones voluntarias, el 91 % de las cuales están destinadas a proyectos de una sola entidad. Esta gran cantidad de fondos reservados limita la capacidad del sistema de actuar coherentemente y causa problemas para la integración política, la gestión de los datos y el establecimiento de alianzas. Este modelo de financiación también obstaculiza la rendición de cuentas para los resultados de todo el sistema. Además, los fondos fragmentados crean incentivos para la competencia en detrimento de la cooperación. Por último, hay una patente falta de recursos para alcanzar los ambiciosos ODS. El Diálogo de Alto Nivel sobre la Financiación para el Desarrollo de 2019 señaló que la financiación actual no es suficiente para alcanzar los objetivos adoptados en el próximo decenio. Un estudio independiente ha estimado que la brecha de financiación para erradicar la pobreza en los países desarrollados con el fin de implementar la Agenda 2030 es de 222 mil millones de dólares estadounidenses al año (Marcus, Manea, Samman y Evans, 2019). Según un estudio del FMI, cumplir la agenda de ODS requeriría un gasto adicional en 2030 de medio billón de dólares estadounidenses para los países en desarrollo de renta baja y 2,1 billones de dólares estadounidenses para las economías de mercado emergentes” (Gaspar, Amaglobeli, Garcia Escribano, Prady y Soto, 2019). Las Naciones Unidas deberían ser capaces de monitorear esta brecha a través de un mayor control de la Agenda de financiación del Desarrollo, junto con las agencias financieras y el sector privado.
Conclusión: la Agenda 2030 como motor del cambio
Puesto que los ODS ya proporcionan una hoja de ruta para la orientación de estrategias y políticas de desarrollo, las propuestas de Guterres para la reforma del sistema de desarrollo se centran en conseguir mayor coordinación y rendición de cuentas en el funcionamiento de las agencias de las Naciones Unidas sobre el terreno (UN-SDG, 2019). Sin embargo, el tipo de cambio estructural necesario no puede conseguirse sin el apoyo político de los Estados miembros y la recuperación de la legitimidad de las instituciones multilaterales. Por el momento, la postura de la actual Administración de los Estados Unidos no lo pone fácil. La amenaza lanzada por los Estados Unidos de cortar la financiación a la Organización Mundial de la Salud en plena crisis de la COVID-19 es un ejemplo de su falta de compromiso con el sistema de cooperación internacional. El resultado de las elecciones presidenciales de los Estados Unidos de noviembre de 2020 indudablemente será el principal factor condicionante del cumplimiento de una agenda de reformas que lleve a la reinvención de un sistema que demasiado a menudo muestra signos de fosilización. Con todo, un factor aún más importante es que las Naciones Unidas deberían mostrarse más cercanas a las necesidades de las personas y menos supeditadas a los intereses espurios de gobiernos y lobbies económicos. Más transparencia, representación y efectividad son elementos necesarios para avanzar en una reforma que enfatice los resultados y conduzca a mayores y mejores alianzas con otras organizaciones, estados y la sociedad civil. Solo así se logrará movilizar recursos y conseguir compromisos políticos. La Agenda 2030 es una oportunidad única y un motor para un cambio sin precedentes. No obstante, tiene que abordar los mismos obstáculos que siempre han entorpecido la cooperación internacional y enfrentarse a las dramáticas consecuencias de la crisis causada por la pandemia de la COVID-19, la cual ha puesto de manifiesto la debilidad del diseño actual de la estructura institucional internacional.
Referencias bibliográficas
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